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Rituales cristianos
de transición
4. Bautismo / Ingreso formal a la iglesia
como miembro
por Dionisio Byler
Aunque hoy día crece la proporción de los que escogen un camino diferente, la inmensa mayoría de las personas siguen casi automáticamente la religión de sus padres. Desde siempre, la religión ha sido fundamentalmente cosa de geografía: el español era católico, el danés protestante, el ruso ortodoxo, el árabe musulmán, el indio hindú…
En relación con el bautismo cristiano, la realidad de este trasvase más o menos automático de la religión a la generación siguiente, se expresó de dos maneras diferentes: Las iglesias mayoritarias han bautizado a los bebés, incorporándolos desde el nacimiento a la religión de sus padres. Pero también ha habido «sectas» pequeñas que adoptaron el bautismo de adultos.
Hasta mediados del siglo pasado, en la tradición anabautista (menonitas, ámish, Hermanos en Cristo y similares) nadie dudaba que los hijos darían continuidad a la fe de sus padres. No obstante, bautizarse era un paso que se emprendía más o menos cuando uno se casaba. Con el bautismo, entonces, el joven se integraba al mundo adulto: asumía la condición de «miembro» de la iglesia, con todos sus privilegios y responsabilidades en la toma de decisiones de la comunidad, así como para el mantenimiento económico de sus ministerios y actividades. Dejaba atrás las frivolidades e irresponsabilidades de la juventud. Asumía una nueva identidad adulta y responsable en relación con la iglesia.
En esta tradición, el bautismo no es tanto que sellaba una nueva relación con Dios —que se suponía que ya venía tomando forma, creciendo y madurando a lo largo de la niñez y juventud en familia cristiana— sino que con el bautismo la persona «se adhería a la iglesia».
«Conversión» de hijos de familias cristianas
Sin embargo a lo largo del último siglo y medio se fue imponiendo cada vez más la idea de la necesidad de experimentar una crisis religiosa, una experiencia dramática como la de Pablo en el camino a Damasco, un momento cargado de sentimientos fuertes y sobrenaturales, que por toda la vida el individuo iba a poder identificar como «mi conversión». Experimentada así la conversión, el bautismo debía ser más o menos inmediato, como lo había sido en tiempos del Nuevo Testamento. Ya no era necesario ser «adulto»; lo importante era haber experimentado una «conversión». Con el bautismo lo importante ya no era asumir su lugar en el cuerpo como miembro de la iglesia, sino el sentimiento religioso individual y personal.
Existe un problema, sin embargo, para los hijos de familias cristianas sinceras y fieles. Las conversiones dramáticas son más o menos naturales cuando uno se ve confrontado por el evangelio por primera vez, tras haber sido educado en otra religión (o sin ella). Pero son relativamente raras esas conversiones dramáticas cuando uno ha ido creciendo y madurando en el entorno de una familia practicante y una iglesia viva y dinámica.
Para estos casos, una de las técnicas más habituales para provocar experiencias dramáticas de «conversión» en los hijos criados en la iglesia, ha sido inculcar al joven un sentimiento de culpabilidad insoportable, la certeza de estar condenado por la ira de Dios mientras no se «convierta». Al final, culpabilizado por la fuerza de sus impulsos sexuales juveniles, asqueado por experiencias de pecado intensas pero que dejan insatisfecho, aterrado por la perspectiva del juicio eterno, el joven se aferra a Dios como un clavo ardiendo, hasta por fin sentir algo de sosiego y calma por motivo del amor y perdón divino. Esta «conversión» se declara equivalente a la de quien adopta el cristianismo desde otra religión y por consiguiente, el joven está ahora en condiciones de bautizarse.
Este tipo de experiencia es más fácil de inducir en chicos más jóvenes, que en otros mayores. Es así como surgen en el entorno de iglesias evangélicas chicos de hasta cinco o seis años que se declaran convertidos, porque han experimentado ya la montaña rusa del terror a la condenación por sus pecados, seguido del gozo de saberse perdonados y amados por Dios.
La influencia de esta forma de entender la conversión, a la par con la idea —desde luego bíblica— de que el bautismo fue la señal con que se sellaba la adhesión al movimiento de Jesús, ha ido derivando en muchas iglesias, en bautismo más y más precoces. Aunque tal vez son escasas las iglesias que bautizan a niños de seis y siete años, hay muchas donde los bautismos de niños de diez o doce años no son raros.
Esos niños pueden ser sinceros, desde luego. Quien escribe estas líneas me bauticé a los once años y lo recuerdo como un hito importante en mi vida. Mi padre, que era el pastor de mi iglesia, no quiso bautizarme tan joven pero al final se dejó persuadir por mis lágrimas. La emoción que me embargó cuando mi bautismo fue tan fuerte, que volví a llorar. Sin embargo he de reconocer que todavía quedaban muy en el futuro las más grandes pruebas, dudas, tentaciones y luchas que habían de forjar mi identidad como cristiano y mi respuesta afirmativa al llamamiento a seguir a Jesús como discípulo suyo.
Como yo, muchos que se bautizan de niños seguirán como cristianos practicantes de adultos. A fin de cuentas, es más o menos natural seguir la religión aprendida de nuestros padres. Otros muchos, sin embargo, abandonarán el cristianismo o lo seguirán, sí, pero de una manera muy superficial y poco comprometida. No pocos llegarán a la conclusión de que la fe cristiana es una opción más o menos infantil: el resultado de esa credulidad que es propia de la niñez. O al recordar su «conversión» y bautismo de niños, se sentirán más o menos indignados por la manipulación a la que fueron sometidos cuando eran inocentes e incapaces de darse cuenta de cómo los manejaban.
Como la fe cristiana se les planteó como una cuestión puramente individualista —la salvación personal de los fuegos del infierno—, les costará asumir un compromiso vivo y dinámico con la iglesia. Después de todo, concebida así la salvación y la fe, la iglesia solamente es útil en la medida que ayude al individuo a conservar su fe y su salvación.
En la tradición anabautista, sin embargo, la iglesia es el cuerpo de Cristo, la presencia viva y activa de Cristo en el mundo. Los miembros de la iglesia somos las manos y pies de Cristo presente entre nuestros contemporáneos hoy. La iglesia no está para fortalecerme a mí mi fe, sino para que como parte de este cuerpo, yo pueda ejercer en el mundo como miembro de Cristo. La adhesión a la iglesia, entonces, no es algo secundario, una consecuencia más o menos interesante de mi decisión personal a salvarme del infierno. Adherirme a la iglesia es una de las decisiones más importantes de mi vida, por cuanto es lo que me hace participar de su misión —de la iglesia— en el mundo, que no es nada menos que la misión de Cristo en el mundo.
En conclusión:
Los hijos de familias cristianas no están en principio «perdidos», lejos de la salvación de Dios. Al contrario, desde pequeños participan con naturalidad en la vida (cristiana) de su familia y en la riqueza y diversidad de las actividades de su iglesia. A lo largo de su vida experimentarán la gracia, el amor y la misericordia de Dios. Y experimentarán en repetidas ocasiones el distanciamiento de Dios que viene de desobedecer, el perdón que viene de arrepentirse. Acumulando multitud de experiencias de relación con Dios a lo largo de la niñez y juventud, irán consolidando poco a poco su identidad como parte de un pueblo escogido: el pueblo de Dios, al que pertenece su familia.
Con el paso de los años según va avanzando la vida, querrán asumir un compromiso responsable con la iglesia. Un compromiso propio de adultos, aunque en muchos casos ellos sean relativamente jóvenes. Un compromiso que lo es a la vez con la misión de la iglesia en el mundo como cuerpo de Cristo. Será ese el momento de solicitar el bautismo, como señal de su determinación a ser discípulos de Jesús y como adhesión a la iglesia de Cristo para amarla, sostenerla con sus diezmos, y edificarla con los dones del Espíritu que Dios ha puesto en ellos.
La presente serie de artículos va de rituales de transición a lo largo de la vida cristiana. Aquí hemos tratado sobre el bautismo de jóvenes que han crecido en una familia cristiana, en el seno de una iglesia fiel. Quien adopta el cristianismo llegando a él por otros caminos, seguramente también vivirá el bautismo de otra manera, más propiamente descrita como conversión. |
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