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Ulloa, "Acompañamiento pastoral en el culto" Nuevos caminos en psicología pastoral Ediciones Kairós,
en colaboración con
Acompañar pastoralmente para formar, transformar y potenciar a seres humanos plenos es una tarea necesaria en este principio de siglo tan decisivo para la historia de la humanidad. Hoy, más que nunca, necesitamos un acompañamiento pastoral que trate a cada creyente no como un mero supuesto sino un ser humano adecuadamente identificado; que anime y acompañe al ser humano con verdaderos signos transformadores, en las tres dimensiones configurativas de su existencia: desde la cercanía (la proximidad: apertura relacional), desde la interpretación adecuada de sus situaciones reales (radical debilidad), desde la valoración crítica de sus marcos culturales y desde el acompañamiento al momento de su proceso, a su conciencia y a sus decisiones libres (procesualidad potenciadora). Apertura relacional del ser humano Reconocemos que el ser humano es un ser en relación. Ahora lo que el mundo necesita es ser un «nosotros». La formación de este nosotros nos ha llevado, primeramente, a insistir en la apertura del «yo». Es la necesidad que tiene el «yo» de romper las barreras de su narcisismo para abrirse a la humanidad entera. Una buena liturgia articula sabiamente el saber «amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos». Es aprender a vivir los hermanos juntos en armonía; porque uno de los objetivos del acompañamiento pastoral es tratar que el creyente viva como miembro de su comunidad de fe; esto es, que sea capaz y tenga la voluntad de adorar comunitariamente. Y este adorar comunitario trasciende en que el creyente también participa y coopera en el desarrollo de ministerios comunitarios. Quien se forma en una «apertura relacional», se estará capacitando a participar en proyectos comunes. Por lo tanto, desarrollará la aptitud para trabajar en grupo y la habilidad de asumir riesgos sin desanimarse. Somos seres creados para acompañar y ser acompañados. El ser humano necesita acompañar a otro ser humano para realizar su humanidad, para crecer en humanidad, y para ello necesita del acompañamiento de otro para alcanzar la plenitud; es decir, para superar las barreras y las dificultades de la vida misma. Es una acción que rebasa el ámbito de lo profesional, pues se trata de una acción relacional profundamente cristiana. Esto significa que la tarea de acompañar no es porque uno tenga el título de pastor o diácono; es un deber de creyente, pues emana de nuestra propia naturaleza humana: seres de relación. Radical debilidad del ser humano El ser humano, generalmente, no sabe qué hacer con su debilidad; y muchas veces la iglesia tampoco sabe qué hacer con la debilidad de los demás. La debilidad, entonces, viene a convertirse en motivo de vergüenza y en fuente de complejos, culpas y angustias. De lo que se trata es de formar, transformar y potenciar al hombre y a la mujer contando con su propia debilidad. Dietrich Bonhoeffer decía: «hemos de aprender a mirar al ser humano no tanto a la luz de su pecado sino a la luz de su sufrimiento» [2]. Pastoralmente hablando, debemos partir de una fe que en medio de la vulnerabilidad humana se sostiene en Cristo. El ser humano necesita aprender a ser y para ello no puede evadir su «radical debilidad» porque a partir de ella se acompañará el desarrollo de la persona en todos sus aspectos: cuerpo, mente, inteligencia, sensibilidad, sentido de la vida, responsabilidad social, espiritualidad, etc. Procesualidad potenciadora del ser humano Reconocemos que el ser humano es una realidad inacabada, un movimiento «hacia». Creer en él es creer en su propio proceso de potenciación. Un liturgista ha de tomar en cuenta el proceso de vida y la maduración del creyente. Entonces, los creyentes que se forman cristianamente tendrán la posibilidad real de hacer lo que todavía no han hecho y de asumir sus propias situaciones desde una perspectiva alentadora y esperanzadora. Entrar al culto equivale a entrar en un proceso donde los creyentes podrán recibir Palabra, orientación, visión, desafíos y conocimiento de la voluntad de Dios que les permita desarrollar y animarse a vivir una vida más humana y plena. En el culto se pueden despertar las potencialidades dormidas de los creyentes. El acompañamiento pastoral debe tomar en serio al ser humano en estas tres dimensiones configurativas de su existencia. Es decir, es pastoral que está al servicio de la persona, entendida no solamente como individuo, sino también como «cuerpo» de su propia comunidad de fe y participante como imagen de Dios en el mundo. Problemática La adoración comunitaria debería ser una experiencia única que no tiene otro grupo social. Sin embargo, en estos tiempos posmodernos el sentido de adoración ha entrado en muchos ámbitos. Por ejemplo, se ve el fútbol en términos religiosos y de adoración. El estadio se ha convertido en un santuario y los aficionados son adoradores de su equipo y de su ídolo (como por ejemplo los «maradonianos», seguidores del ex futbolista Diego Maradona). También los centros comerciales se han convertido en centros de adoración. Desde que uno entra es recibido con una música religiosa para que al comprar sienta el consumidor una experiencia espiritual. Así que ya hay una diversidad de «templos» como los estadios, los centros comerciales y los auditorios que brindan al ser humano la oportunidad de explorar su necesidad adorante. Ciertamente, estas experiencias dan satisfacciones, placer, comodidad, hasta generan experiencias catárticas que dan cierto alivio y en eso consiste su mayor peligro, a la vez que le proporciona un sentido de pertenencia que le da la sensación de ser «feligrés». Pero lamentablemente, no generan el «hombre nuevo» del que nos habla las Escrituras. Así, el servicio de adoración debería ser el medio de mayor contribución para el crecimiento y la plenitud de las personas (procesualidad potenciadora). Desafortunadamente, por la influencia de lo descrito anteriormente, para muchas iglesias la adoración comunitaria tiene relativamente poco significado en este aspecto. En vez de ser ésta una experiencia potenciadora y renovadora, se vive ya como una experiencia individualista donde se les evita todo tipo de «mortificaciones». Por ello el culto se convierte en el momento cómodo donde se les evita contactar con el sufrimiento humano (su radical debilidad). Por ello, el ser humano ya no puede expresar sus vivencias, su sentir y su dolor. Se les anestesia para que ya no sientan. Se les adormece o fascina para que olviden su situación. Se les domestica para que evadan la realidad. Pero además, la adoración se está convirtiendo en una experiencia individualista donde la relación «Dios y yo» es la única que cuenta. No hay «apertura relacional» ni adoración comunitaria. Para acompañar al pueblo hay que abrir los espacios para que el pueblo exprese sus vivencias, su sentir, su dolor y sus alegrías. Es en el culto donde puede haber un intercambio profundo de vivencias entre sus miembros, porque se puede dar un real seguimiento a la madurez cristiana de sus miembros y a su potenciación. Allí es el espacio privilegiado, normal y habitual para el crecimiento, desarrollo y madurez de la vida cristiana, en los tres aspectos configurativos de su existir. Acompañamiento en la radical debilidad El acompañar como compasión Acompañar es invitar al vulnerable a transferir su responsabilidad y su ansiedad al acompañante. Es invitación y no coacción a confiar, es invitarle a dejarse ayudar. Por eso decimos que es ceder su responsabilidad que está agobiada por su dolor y ansiedad, para retomarla después con más elementos de paz y sabiduría que le permitirán continuar su vida de manera autónoma y en reciprocidad. Por ello no se trata de paternalismo, porque en el paternalismo no hay invitación sino coacción. Es transferencia libre y voluntaria. Desde la frágil debilidad Por ello, en el culto hay que saber expresar el dolor por los desalientos, las carencias de la vida y las injusticias recibidas. En la fiesta cúltica se expresan las lamentaciones del pueblo de los Salmos y el grito desde lo profundo de la vida. Allí la comunidad clama por los que no pueden hacerlo. Adoran por los que están cautivos. Lloran por los que ya son insensibles. Se lamentan por los que no son escuchados. De esta manera, el culto es identificación con el pueblo mudo, prisionero y sufriente. Nadie ha de acallar el tormento que experimenta. La voz en el culto es de identificación y de consuelo. Es por la participación cúltica que el ser humano se reconoce como hermano y como perteneciente a la comunidad. Es participación en la vida de los otros, sobre todo cuando ellos sufren, se duelen o viven sometidos por la injusticia social. Allí se reconoce como persona al amado por Dios y deja de ser asumido como objeto. Se vive la pasión por la vida y la calidez con que se acerca el corazón de Dios al corazón humano: fracturado o enfermo, vencido o desafortunado, moribundo o en el límite de las fuerzas. Dios es verdaderamente nuestro en la experiencia del dolor. En el culto, otra vez, ha de ser la expresión viva de la encarnación de Dios, que como Padre va al aislado y solitario, pecador y suplicante, va al socorro del adolorido, acecha a cada uno en lo más íntimo de sí mismo, en la punta aguda del alma, en el abismo más secreto del corazón. El que quiere pertenecer a la comunidad cúltica ha de considerar un privilegio abrazar a un extraño para desearle la bendición de Dios y agotar su vida en el amor, aunque físicamente esté muriendo. Porque el culto es el lugar donde los creyentes reviven, actualizan y celebran el gesto redentor de Dios entre los seres humanos. Se asiste al culto sensible al vibrar de los corazones, atentos al momento histórico, personal, comunitario, nacional y universal para que el orden litúrgico responda a las necesidades y dirija a la comunidad a una adoración plena e integral. Que la invocación surja del pueblo y desde el lamento más profundo para que al culminar en la adoración, ese corazón dolido haya experimentado en el transcurso del culto, el bálsamo perdonador y liberador de Dios que dirige al pueblo en el canto triunfal de victoria en la fe y esperanza, aún en medio del quebranto. De lo que se trata es que a través de este acompañamiento, la persona no se abandone a su soledad, ni se hunda en la desesperación, sino que sea capaz de superar sus experiencias dolorosas. Debilidad idolátrica. Otra gran debilidad del ser humano es su capacidad para la idolatría. Dijo Lutero: «el ser humano es el ser que fabrica ídolos». La idolatría tiene en el Antiguo Testamento dos sentidos diferentes: uno dentro del mismo culto que se le ofrece a Dios y el otro el que se ofrece a otros dioses. En el primer caso, Dios ha declarado «no te harás imagen». En el segundo caso, ha declarado: «no tendrás dioses ajenos delante de mí». Una cosa es tener otros dioses, pero otra cosa es hacer un ídolo del Dios de la vida. La prohibición de la idolatría se fundamenta en el carácter liberador de Dios. El que es liberado de la esclavitud no puede ser idólatra. Y Dios ha sacado de la esclavitud a su pueblo para que viva en libertad y adore sin ninguna mezcla de idolatría. Se acuerdan cuando Moisés sube al Monte Sinaí para pedir dirección al Señor, recién liberado el pueblo de la esclavitud y que camina hacia la construcción de una tierra de libertad; el pueblo le dice a Aarón: «Fabrícanos un dios que vaya al frente de nosotros porque no sabemos que le ha pasado a Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto» (Ex 32:1). La perversidad del ídolo está en su intento de darle otro rostro a Dios. El rostro de Dios es liberador de la esclavitud y ellos quieren regresar a la esclavitud. El pueblo quiere un dios que vaya delante de ellos, supliendo la función de líder que cumplía Moisés. El pueblo rechaza el liderazgo liberador de Moisés y quiere que Dios ejerza directamente otro liderazgo de acuerdo a lo que ellos desean. Y ellos desean regresar a Egipto: «¡Quien nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos» (Nm 11:4b-5). Rechazar a Moisés es rechazar ser el pueblo de Dios. Es rechazar el proyecto liberador de Dios para sus vidas [3]. El pueblo quiere volver atrás pretendiendo forzar a Dios para que vaya delante de ellos, pero no hacia la tierra prometida de libertad sino hacia la tierra de la esclavitud de Egipto; no quieren un Dios que los saque de su esclavitud, sino un dios que viva con ellos en su esclavitud [4]. Quieren un dios de consuelo barato que se resigne a la esclavitud de su pueblo; pero no quieren un Dios que libera, sana y salva de la esclavitud. Lo triste de todo es que el pueblo al rechazar el proyecto de Dios de un destino libre, construye un falso culto, en el nombre de Dios, pero es a un dios alienante que sólo da consuelo barato y que se resigna a las esclavitudes de la gente. Por eso, cabe a la iglesia preguntarse ¿a quién está adorando?: ¿al becerro de oro que tiene en su interior?; ¿a la imagen que ha construido de Dios?; ¿o está adorando al Dios que la ha liberado de sus esclavitudes? Él es el Dios de la esperanza contra toda esperanza, el Dios que no tolera el miedo y que con su presencia la hace superar, para que ya no viva sometida a los dioses de esta época. Adorar a Dios es adorarle en su carácter liberador y transformador, salvador y sanador. Adorar al dios de nuestro tamaño y medida es caer en la idolatría. Por ello, se prohíbe que hagamos imágenes del Dios verdadero, es decir, caricaturas de lo que es Dios. Y la razón es que sólo la humanidad es imagen de Dios: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó: varón y hembra los creó» (Gn 1:27). Su pueblo, que conoce al Dios que se revela en la Biblia como el Dios liberador de las esclavitudes, es llamado a ser imagen de su carácter liberador, porque sólo así reflejará el carácter de Dios. Por lo tanto, la adoración al Dios verdadero se lleva a cabo con un estilo de vida anti-idolátrico. La adoración verdadera es vivir la vida de rodillas frente a Dios (en actitud de reverente entrega), y de pie frente a los ídolos del mundo (en actitud de valiente desafío). La adoración es primero una actitud de vida (Ro 12:1). Por lo tanto, la adoración es primordialmente un asunto de carácter ético; es decir, que tiene que ver con nuestro estilo de vida [5]. El Señor Jesucristo se enfrentó a todos los poderes idolátricos en su vida y hasta su muerte (Col 2: 14-15). Él es el Dios de la historia, Creador del universo, manifestado en carne, y que por su opción por el Reino ha rechazado todo poder idolátrico (el poder económico como poder para acumular; el poder político como poder para dominar y someter; y el poder ideológico como poder para demostrar y tener capacidad de arrastre). Al seguirle participamos de su lucha y entendemos que la adoración al Dios verdadero tiene mucho que ver con la ética, es decir, con el modo con que nos comprometemos a construir las señales de vida en medio de aquello que atenta contra ella. Ante una realidad globalizada, donde el nuevo ídolo es el mercado, la gran tentación es entender la experiencia de Dios en clave de mercado, en el que Dios acaba siendo el máximo negociante, el primer sabio en compra-venta. Hacer de la fe una religión de consumo y de mercado, un objeto de comercialización, un producto que entra al juego de la oferta y de la demanda, es convertir la experiencia evangélica en fuente de codicia:
Acompañamiento y vulnerabilidad. La vulnerabilidad o la fragilidad del ser humano es la condición de posibilidad del acompañamiento. Si el ser humano fuera un ser completamente «sano», un ser absoluto e independiente, que no sufre ni fracasa, que no tiene finitud y que no se decepciona, no tendría necesidad alguna de ser acompañado. «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Lc 5:31). El ser humano tiene una necesidad vital de adorar. Si no adora al Dios verdadero que es libertador de las esclavitudes, terminará viéndose a sí mismo como el centro del universo. Adorar para que no se autoadore y no se endiose. Pero bien sabemos que el ser humano es un ser finito, limitado y quebradizo y por ello necesita de una pastoral de acompañamiento que le enseñe que «Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás» (Lc 4:8). El olvido de la vulnerabilidad es una de las notas más características de nuestro tiempo y explica la dificultad que tiene el ser humano posmoderno para integrar la experiencia de su vulnerabilidad en su vida. El contacto con los «vulnerables» permite desenmascarar esta falsa ilusión. Quien niega o enmascara su propia vulnerabilidad es incapaz de acompañar. Una liturgia sanadora ha de ayudar a las personas a dejar de sentirse el centro del universo y a renunciar a la carga de la autoadoración. Desgraciadamente, quien es una persona narcisista en extremo, por lo común torna la adoración en autoadoración, pervirtiendo la adoración en una orgía narcisista. Por el contrario, adorar al Dios de la vida, escuchar los testimonios de otros, orar con las oraciones de los demás, nos ayuda a dejar de estar en el centro y de endiosarnos. En el culto no se va a alimentar la grandeza de nadie. Aun cuando celebramos la grandeza de Dios, lo hacemos como medio y no como fin en sí mismo. Es grandeza en el amor, en el perdón, en la reconciliación y sobre todo en la salvación. En la liturgia, la comunidad debe aprender a rendirse al Señor en una genuina humildad y disposición a amar si es que se quiere sanar. Dice Dietrich Bonhoeffer, «La iglesia no necesita de personalidades brillantes sino de fieles siervos de Jesucristo» [7]. Hoy en día, los líderes de los cultos de adoración tienen un afán protagónico, se convierten en seres de espectáculo. Esta cultura ha hecho su labor en la conciencia de los líderes. Se idolatran las personalidades enfermizas, se impone su narcisismo sobre la experiencia litúrgica. «Somos nosotros las pequeñas estrellitas de la farándula de nuestra dominación». Por ello, hoy más que nunca hemos de propiciar un culto de adoración donde lo importante no sea el predicador sino la predicación, no el director de canto sino el canto congregacional, no el orador sino la oración ferviente. Una liturgia que no fomente la cultura de la celebridad sino una cultura de la celebración comunitaria. Acompañamiento en la apertura relacional Es un proceso personal y comunitario Acompañamiento como aceptación La otra vertiente del acompañamiento tiene como finalidad hacer sentir al pueblo que se reúne para adorar, que somos hermanos y hermanas en Cristo; esto significa que se hace sentir al otro en familia y, por lo tanto, que es aceptado, recibido y acogido. Por ello, se cultiva en la comunidad unas relaciones respetuosas, desinteresadas, afectuosas, cordiales, donde cada uno vale por sí mismo, donde nadie instrumentaliza a nadie, donde se es aceptado y querido como es. En el culto se promueve un espacio de relaciones interpersonales profundas y sumamente propicias para que los seres humanos encuentren apoyo, estímulo y cauces para el mejor desarrollo de su vida en relación. Una comunidad así puede ser una luz y un estímulo de esperanza, como escuela de humanidad, como espacio preventivo de tantas enfermedades profundas del corazón humano que necesita ser acogido y comprendido; como ambiente curativo de tantas soledades, desánimos, desconciertos y cansancios. La experiencia de adoración comunitaria De lo que se trata es ser verdadera comunidad. Según Cyril Richardson, participar en un culto de adoración significativo, proporciona una experiencia llamada «la unidad mística en la que descansa toda la vida humana». Esta unidad mística también nos da la certeza de que no somos seres aislados. A niveles más profundos de nuestra «psique» también existe una participación mística de unos con otros, pues también el ser humano es un misterio [8]. La experiencia de una adoración comunitaria ayuda a los individuos a vencer sus sentimientos de aislamiento. A través de compartir los símbolos mutuamente significativos: himnos, oraciones, rituales y testimonios, una congregación experimenta un anhelo de estar en unidad pues esto ayuda a vencer la sombra de la soledad en la que se desenvuelve mucha gente de nuestra sociedad; pues todos sabemos que el sentimiento de ser excluido de los demás es una de las experiencias características en el mundo interior de la fragilidad humana. La adoración comunitaria ha de ser una experiencia para que el ser humano se desarrolle en una apertura relacional. Reconocemos que el ser humano es un ser en relación, con Dios y con su prójimo. Como mencionamos anteriormente, ahora lo que el mundo necesita es ser un «nosotros». La formación de este nosotros se da no sólo en la vida fraternal en la comunidad de fe sino sobre todo en la celebración de la fe. Cuando alguien comparte su experiencia de Dios y se alimenta de las gratitudes de otros, crece en la práctica solidaria de la intercesión, entonces ese «yo» empieza a romper las barreras de su narcisismo para abrirse a la humanidad. Dios es mejor conocido a través de experiencias concretas y personales de la vida en comunidad. Adorar es entrar a una experiencia de relaciones. Es encontrar a Dios en un encuentro personal. Ross Snyder cree que en el culto:
Esta idea de Snyder se completa con la concepción que tiene Reuel L. Howe de la oración. La oración es vista como la práctica de relaciones. Howe señala que las cinco diferentes tipologías de oración describen cinco clases de relaciones:
En la oración se da un acto de amor que anhela responder al amor de Dios. Significa dejar nuestro egoísmo y ser capaz de vivir en el misterio de las relaciones. Es oración que responde porque la Palabra de Dios también ha hablado al corazón y motivado esa respuesta. Por lo tanto, debe existir un cálido ambiente en el servicio de adoración, de manera que toda actitud de aislamiento sea vencida. Hay mucha gente que a través de la iglesia puede iniciar o sostener relaciones cercanas, profundas y duraderas. Y muchos sólo asisten a la iglesia si saben que van a encontrar un limitado grado de interacción social. Desde una perspectiva sociológica el ser humano urbano se está acostumbrando le gustan los eventos masivos, como el fútbol y espectáculos de esta índole. Las iglesias masivas cubren esta pseudo-necesidad de mantener una cierta distancia y «neutralidad» con otros seres humanos. Aumentar la participación general de la congregación en el servicio de adoración fortalece su función central sin asustar a nadie. Por ello es importante el momento de los testimonios, las oraciones voluntarias, el saludo fraternal, la lectura de la Palabra de diferentes maneras. La participación es importante, no sólo como característica comunitaria para el trabajo en común, sino para su propia experiencia de Dios, porque en la participación se ha de crear un auténtico espacio que no se da en ningún grupo social tan plenamente como ha de darse en la comunidad de Jesucristo. Los espacios sociales, y más en América Latina, niegan la participación democrática; la comunidad, en los cultos, ha de ser tan participativa que pueda rebasar los límites de lo que se ha llamado democracia, y practicar un discernimiento genuino y sincero de la voluntad de Dios. La interpretación de la Palabra «sin participación, sin comunidad, se torna vacía» [11]. El culto, las oraciones, las fiestas litúrgicas, la predicación y los cantos sin participación comunitaria vuelven a la congregación en un grupo cualquiera, un grupo social autoritario y jerárquico. Dice Juan Damián: «La participación elimina la arrogancia; por eso es linda la comunión que promueve la participación…nadie sustituye a nadie… cada uno tiene su propia experiencia de Dios» [12]. Por eso, promover la participación litúrgica ha de requerir sensibilidad, creatividad, imaginación, mucha humildad, desapego a uno mismo y amor a Dios y al prójimo, sobre todo ninguna ambición de poder o manipulación. Porque se trata de que la participación comunitaria promueva y desarrolle la apertura relacional tanto con Dios como con el prójimo, sabiendo que no podemos amar a Dios y relacionarnos con Él más íntima, profunda y cercanamente si no amamos a nuestro prójimo. El líder de adoración debe ser creativo para encontrar diferentes maneras con las que estimule una participación auténtica de la congregación. Así se deduce que la fraternidad comunitaria ofrece un gran recurso para ayudar a las personas de nuestra sociedad a vivir más cerca de sus propias potencialidades. Todos—tanto débiles como fuertes—necesitan experiencias significativas y de apoyo. El hecho de que tales experiencias de apoyo comunitario estén disponibles semana tras semana, año tras año, puede liberar al ser humano de su soledad y fortalecer su conciencia de pertenencia. Para la apertura relacional se requiere una experiencia de integración personal En nuestra cultura hiperactiva ser invitados a reflexionar y revisar nuestro interior es desarrollar toda una posibilidad para encontrar un poder sanador en la quietud y reposo. Después de una agotadora semana, muchos adoradores responden con gratitud cuando se lee en la Escritura: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar» (Mateo 11:28). Al adorar somos invitados a recordar los valores que el mundo nos hace olvidar. Hemos dicho anteriormente que en el culto se establece una relación; por ello, a Dios no sólo se le habla en la oración sino también se le escucha. Escuchar a Dios en la Palabra es fruto de una vida espiritual cultivada. Es hacer un espacio para Dios en nuestro ser más íntimo. Es la práctica espiritual por la que nos sensibilizamos al silbo divino, apacible y delicado. El profeta Elías no encontró a Dios en el huracán violento, ni en el terremoto ni en el fuego, sino en el murmullo suave de Dios. Necesitamos estar sensibilizados y atentos a esa débil voz y dispuestos a responder cuando la escuchemos. Lamentablemente, estamos rodeados de tanto ruido interior y exterior que resulta difícil escuchar realmente cuando nuestro Dios nos habla. Muchas veces somos sordos, incapaces de distinguir cuando Dios nos llama e ineptos para discernir en qué dirección somos llamados. Incorporar un análisis interior para nuestras vidas en el culto de adoración es una de las prácticas de acompañamiento más necesarias, pero también más difíciles. Es una práctica que además ha de trascender la hora del culto, pues tan pronto como nos encontramos solos, sin personas con quienes hablar, libros que leer, televisión que mirar, o llamadas telefónicas que hacer, se abre en nosotros un caos interior. Este caos puede ser tan perturbador que preferimos inmediatamente ocuparnos. «Entrar en el aposento y cerrar la puerta» no significa que terminen de inmediato todos nuestros miedos, preocupaciones, malos recuerdos, conflictos no resueltos, sentimientos de enojo. Al contrario, cuando hemos podido eliminar nuestras distracciones exteriores encontramos a menudo que nuestras distracciones interiores se nos presentan con todo su poder. Pues muy seguido usamos las distracciones exteriores para defendernos de nuestros ruidos íntimos. Y no queremos confrontarnos con nuestros conflictos interiores porque nos produce dolor nuestra realidad, y lo peor de todo es que no nos transformamos. Muchas iglesias ya han eliminado en sus cultos la práctica de la introspección, del silencio, de la revisión de vida o simplemente de la quietud, porque la gente está tan enferma que no quiere saber nada de su interior. Por ello somos constantemente tentados a abandonar esta práctica; pero si perseveramos con la convicción de que Dios está con nosotros, descubriremos lentamente que Dios está renovando nuestra vida. Esta acción pastoral es una de las disciplinas más poderosas para liberarnos de la esclavitud de nuestras ocupaciones y preocupaciones y empezar a oir la voz que renueva todas las cosas. Acompañamiento en el proceso potenciador del ser humano El culto como una experiencia nutritiva y potenciadora La Cena del Señor es por excelencia el símbolo del alimento de la iglesia. Es un símbolo del nutriente amor de Dios. Es la acción de gracias por la vida. El tema de la gratitud está expresado en la palabra «Eucaristía». La participación en esta ordenanza es una experiencia profundamente conmovedora y renovadora para aquellos que han descubierto su vital simbolismo. Es una forma de renovarse internamente y así estar capacitado para experimentar una fuente interna de dar y amar. Lamentablemente la Cena del Señor se ha burocratizado, legalizado, y se ha convertido en un «privilegio» para unos y exclusión para otros. Hoy más que nunca urge recuperar su simbolismo original y que vuelva a ser una fuente sanadora para muchos que se acercan con hambre y sed de Dios. El culto como lugar para liberar los sentimientos de culpabilidad Dentro del servicio de adoración se deben proveer oportunidades para el autoexamen con períodos de silencio para la introspección personal, con un amoroso pero firme llamado a la confesión que debe ser parte de la dialéctica culpa-perdón y que desarrolle una conciencia de pecado-reconciliación. Siguiendo tal autoexamen, se debe seguir con una oración de confesión dentro del servicio. Un ejemplo de ello a continuación:
Tal proceso puede conducir a expulsar los sentimientos infectados, donde «el pus» de las heridas del espíritu sea drenado. Así como tantos teólogos y psicólogos han indicado, la habilidad para confesar profundamente requiere de una relación y de una atmósfera en la que el perdón esté presente. El perdón, la sanidad y la reconciliación con Dios debe ser el fundamento de cualquier servicio de adoración que toma la culpabilidad seriamente. Esta es la buena nueva del Evangelio. Y debe alcanzar cada dimensión del ser humano en el servicio de adoración. Un espíritu libre de juicio es imprescindible en un servicio de adoración para que la gracia de Dios fluya y se torne en una experiencia viva. La confesión es una bendición cuando es recibida en el oído atento y perdonador del hermano. Al abrir el corazón a Dios y a los hermanos descargamos el peso opresor del secreto que corroe nuestra salud espiritual y física; por eso dice el Salmo 32:3, «Mientras callé, se envejecieron mis huesos…» . En las palabras de Ricardo Zandrino:
Cuando confesamos algo corremos el riesgo de no ser comprendidos, de no ser perdonados, de perder nuestra imagen ante el otro, de no guardar el secreto confesado. Pero es un riesgo que debe ser enfrentado si se quiere promover la plenitud humana. Para ello, el culto debe darse en un ambiente adecuado que haga del acto de la confesión una experiencia de intimidad, confianza, delicadeza, seguridad, en el que se respeta y se ama al que entrega su ser en la confesión. Se acompaña desde la Palabra en el culto La celebración desde la Palabra se hace eficaz en el corazón del ser humano. Los cristianos no celebramos el culto como fiesta en gesto de meditación espiritualista. No nos juntamos para introducirnos en un momento de emoción compartida. Tampoco nos reunimos por motivos de pura penitencia. Más bien, expresamos la verdad más honda en la proclamación de la Palabra. Ciertamente, transmitimos el mensaje de Jesús y lo compartimos; pero nuestra unión es más profunda: realizamos su mensaje y lo actualizamos en el calor personal, familiar y comunitario como camino permanente de nuestro celebrar. Por ello se potencia al ser humano, para poner sus dones al servicio de su comunidad de fe. Podrá compartir lo que es, lo que hace y lo que tiene, generando así una comunidad de bienes, de dones y de vida. La Palabra de Dios predicada puede llegar a las fuerzas interiores del ser humano y destrabar su incapacidad para descubrir la realidad de su personalidad y de su entorno. Y cuando la Palabra de Dios se predica en comunidad se generan nuevos símbolos vivos y vitales que sirven también como un medio eficaz para el desarrollo de nuevos patrones culturales que potencian a toda la comunidad de fe. Acompañar para potenciar desde la Palabra ha de confrontar al adorador con las demandas de la ética cristiana, y ayudarlo a desarrollar sus relaciones con Dios y con las personas de manera que los capacite para responder creativamente a estas demandas. Para ello, la predicación de la Palabra tiene que ser contextual, pertinente al momento histórico y proclamada con voz profética. Los púlpitos de nuestra América Latina sufren de pastores que dan limitadamente un mensaje de vida para las congregaciones. Hay predicadores que hablan pero no comunican espiritualmente. Esconden el mensaje de Dios en un espeso follaje de palabras y más palabras, pero dejan a sus oyentes en la misma condición que antes de escuchar. Otros predicadores se preocupan por brindar un torrente de textos y frases bíblicas sin ningún afán de análisis serio, sin contextualizar esa Palabra, sin aplicarla al sentido de vida de su congregación. Otros solamente tejen ilustraciones dramáticas o chistosas para entretener a sus oyentes. Esta es una manera enfermiza de utilizar la Palabra de Dios. De lo que se trata es de usarla para sanar vidas, curar heridas, confrontar estilos enfermizos, sacudir conciencias pasivas y exhortar a la transformación que promueve el Evangelio. Es central que en los cultos se proclame la Palabra de Dios con tal pertinencia y poder sanador. La Palabra de Dios proclamada debe ser alimento para que su pueblo le adore. No debe ser un instrumento de desahogos personales, ni un momento de entretenimiento. Debe ser explicada la voluntad de Dios a la luz de las circunstancias históricas y culturales en las que vive la comunidad de fe. Potenciar al ser humano es una misión ineludible en todo lo que se hace dentro del culto. Por ello, con la palabra se abren alternativas, se descubren los dones y se desafía a la misión. El culto como una respuesta Potenciación para la misión Conclusión En las palabras de Ross Snyder, «adorar es el resultado del encuentro con Aquél que sana las debilidades, transforma las relaciones, despierta potencialidades y trasciende en nosotros. Es generar en nosotros una vida diferente de lo que somos». Por lo tanto, el acompañamiento pastoral a realizarse en el culto estará orientado a la formación de una comunidad litúrgica y se situará vocacionalmente ante el ser humano tal como es en realidad. Ese acompañamiento tomará en cuenta las tres dimensiones configurativas de su existencia como ser humano, que resultan ser tres claves características de la praxis pastoral: su radical debilidad, su apertura relacional y su participación en el proceso potenciador de su ser humano en comunidad.
1. Sergio Ulloa Castellanos es Licenciado en Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México, y posee un Master in Divinity de Northern Baptist Theological Seminary donde también cursó los estudios del Doctorado en Ministerio. Es pastor de la Iglesia Bautista y por varios años ha ejercido como profesor de Teología Pastoral y Rector de la Comunidad Teológica de México. 2. Dietrich Bonhoeffer, Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca, 1982, pág. 65. 3. Pablo Richard, «Nuestra lucha es contra los ídolos», en La lucha de los dioses, DEI, San José, 1989, pág. 13. 5. Joel Sierra, «Adoración y contexto», trabajo expuesto en la CTM, julio de 2006, pág. 11. 6. Xabier Pikaza, Antropología Bíblica: tiempos de gracia, Sígueme, Madrid, 1993, pág. 333. 7. Bonhoeffer, Vida en comunidad, 1982, pág. 37. 8. Cyril Richardson, «Prayer and Worship Re-Examined», Pastoral Psychology, No. XI, marzo de 1980, pág. 48. 9. Tomado de Howard J. Clinebell, Jr, en The Mental Health Ministry of the Local Church, Abingdon Press, Nashville, 1972, pág. 57. 11. Juan Damián, Renacer, Cuaderno Animador del CLAI, Concepción, Chile, 1994, págs. 9-15. 13. Oración de confesión del himnario Celebremos juntos, himno «Hemos cubierto la tierra», No. 88. 14. Ricardo Zandrino, Sanar es también tarea de la iglesia, Asociación Bautista de Publicaciones, Buenos Aires, 1987, págs. 62-63. 15. Miguel Ángel Darino, «La adoración: análisis y orientación», Talleres DIME, California, 1992, págs. 45-52. |
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