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Schipani, "Acompañamiento en tiempos de duelo" Manual de Psicología pastoral © 2016 Daniel S. Schipani
Foco Las bienaventuranzas introducen el currículo (o sea, la visión a manera de proyecto de vida) del reino de Dios que encontramos en los capítulos 5 al 7 del Evangelio según Mateo. Ellas identifican varias categorías de gente «dichosa» las cuales, en la perspectiva de la sabiduría convencional, jamás se considerarían así. Por eso es que las bienaventuranzas deben entenderse desde la perspectiva divina que Jesús presentó en su ministerio de enseñanza y acompañamiento. Jesús sabía muy bien que Dios recibe y bendice especialmente a las y los «pobres en espíritu» (es decir, quienes reconocen su necesidad espiritual), los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón puro, los que trabajan por la paz, los que permanecen fieles frente a la opresión… Así podemos comprender que las personas afligidas y que lloran (5:4), resultan ser dichosas; lo son, no porque sufren sino porque su condición de dolor y su apertura al consuelo y la sanidad las coloca más cerca del corazón de Dios. El texto de II Corintios destaca dos asuntos de la mayor importancia para la teoría y la práctica del acompañamiento. Primero que nada, Dios es la fuente de misericordia y consuelo, y llamarlo «Padre» [2] comunica la convicción de que el amor divino es no sólo inmenso sino también fácilmente accesible y disponible, especialmente en tiempos de tribulación. Notemos además la declaración enfática de que esa consolación se ofrece en toda situación de tribulación, sin excepciones. En segundo lugar, el texto paulino que hemos escogido afirma una relación directa y causal entre el cuidado que hemos recibido y la disposición y el empoderamiento que tenemos para ser agentes de consolación «a los que están en cualquier tribulación». Parece que tampoco hay excepciones cuando se trata del ministerio de consolación. En otras palabras, la inefable generosidad de la gracia divina se ha de reflejar en nuestro acompañamiento a los afligidos, los que lloran; y tales personas «bienaventuradas» a su vez nos ayudan a reencontrarnos con Jesucristo de maneras especiales («en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis…», Mateo 25:40).
Este capítulo extiende y profundiza el tema del anterior, es decir, el acompañamiento en tiempos de crisis. Aunque damos atención especial a aquellas crisis que siempre incluyen un fuerte contenido de pérdida y duelo, reconocemos que esa dimensión de pérdida y duelo generalmente está presente también en alguna medida en todas las crisis que experimentamos a la largo de nuestra vida. Por lo tanto, será útil que se haga referencia al contenido de la capítulo 8, especialmente en lo relativo a dinámica de las crisis, metas y proceso de acompañamiento, y destrezas necesarias. Al mismo tiempo debemos aclarar que no debe confundirse el acompañamiento en tiempo de crisis con el cuidado que se ofrece para asistir a las personas y sus familias a procesar saludablemente las pérdidas y los duelos resultantes. Las intervenciones en tiempo de crisis—lo que hemos llamado «prevención secundaria», o sea atención pronta cuando la crisis se genera—son relativamente breves y a corto plazo (hasta alrededor de ocho semanas después de la situación crítica que precipitó la crisis). El acompañamiento en tiempos de pérdida y duelo tiende a ser un proceso a mediano y largo plazo. Al completar esta capítulo esperamos haber alcanzado los objetivos siguientes:
EXPLORACIÓN Podemos afirmar con absoluta seguridad que la vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte, siempre incluye la realidad y la experiencia de la pérdida. De hecho, nuestro crecimiento y desarrollo a lo largo de la vida va jalonado con pérdidas normales que suelen causar las llamadas «crisis de desarrollo»: perdemos el alojamiento cálido del vientre materno, la niñez, el vigor juvenil, las fuerzas y la salud de la edad madura, etc. Pero, además, tarde o temprano sufrimos pérdidas mayores—un ser querido, salud, amistad, trabajo, bienes materiales, etc.—que nos afligen y agobian. Estas pérdidas nos hacen tomar conciencia de nuestra fragilidad, vulnerabilidad, y mortalidad. De modo que otra afirmación categórica que podemos hacer es que el dolor y la pena que se asocia en alguna medida a estas pérdidas es una experiencia humana universal; y también lo es, por lo tanto, la necesidad de pasar por un proceso de duelo. En el caso de la pérdida de un ser querido, es claro que hay una relación directa entre la calidad del amor que nos une, por ejemplo en la relación de amistad, y la profundidad de la pena o aflicción que sentimos ante la pérdida. Dos casos bíblicos interesantes en este sentido son los relatos de la experiencia de David y de Jesús. Según II Samuel 1:26, David lamentó con mucho dolor la muerte de Jonatán, su amigo íntimo: «Angustia tengo por ti, Jonatán, hermano mío; cuán dulce fuiste conmigo. Más maravilloso fue tu amor que el amor de las mujeres.» Por su parte, «Jesús lloró», nos cuenta Juan (11:35), ante la muerte de Lázaro. Los testigos presenciales dijeron, «¡Miren cuánto lo amaba!». Y la narrativa destaca que Jesús estaba «profundamente conmovido» (36-38). En todos los casos de pérdidas importantes—una persona amada, partes de nuestro cuerpo, pertenencias, y otras—es normal tener ciertas sensaciones fisiológicas, pensamientos abrumadores y emociones negativas tales como profunda tristeza, aflicción, ansiedad, y agobio. Nuestra conducta se altera de maneras diversas, por ejemplo con necesidad de dependencia y apoyo por la pérdida de seguridad personal, o con retraimiento y tendencia a aislarnos. Como bien explica Pablo Polischuck, dependiendo de la magnitud del trauma, de los síntomas que una persona muestra, y de la longevidad del proceso, consideramos el proceso de ajuste y resolución a dos niveles: el duelo considerado normal, y el que se considera anormal o patológico [3]. Junto con la observación de lo que nuestras reacciones en situaciones de pérdida tienen en común, debemos reconocer por cierto que el proceso de duelo es complejo y requiere cuidadosa atención porque hay maneras diversas de procesar el duelo. Por lo general, la resolución adecuada del duelo entre las culturas hispanas tarda no menos de un año como promedio y más aún en casos de divorcio, ruptura, y muerte. Además, dentro del sistema familiar, una pérdida suele impactar en forma diferente a los distintos miembros de esa familia [4]. Las diferencias individuales se relacionan con las maneras en que cada cual se adapta y resuelve el proceso de duelo. Entre los factores que condicionan la naturaleza del proceso y su curso, y el nivel de adaptación o resolución que puede alcanzarse, están los siguientes: (1) edad y sexo, estado civil y cultura; (2) experiencias pasadas, tanto positivas como negativas; (3) carácter y personalidad; (4) fe y espiritualidad—creencias, vivencia de comunión espiritual con Dios y con la comunidad de fe; (5) prácticas y disciplinas espirituales (oración, lectura bíblica, confesión, discernimiento, etc.) que afectan el crecimiento emocional-espiritual de la persona, incluyendo su manejo del estrés; y (6) apoyo y sostén social, especialmente familia, amistades, iglesia, y otros. Cuando analizamos las situaciones críticas de pérdida, como en el caso de una muerte, las dos variables más importantes a tenerse en cuenta en relación al duelo son: (1) el grado de anticipación de la pérdida, y (2) las circunstancias traumáticas contextuales y las experiencias relacionadas con la muerte. Es claro que hay diferencias notables entre el impacto que causan las pérdidas inesperadas (por ejemplo por accidente, o suicidio) en contraste con los de desenlace lento debido a situaciones terminales crónicas (por ejemplo, cierto cáncer inoperable). Las muertes súbitas son generalmente traumáticas porque se vivencian como una forma especial de violencia emocional y espiritual, como destacamos en la capítulo anterior. En estos casos, se trata de una especie de violación de nuestras expectativas de normalidad, lo cual evoca un sentido de injusticia ligado a confusión, perplejidad, y desazón; todo esto a menudo se expresa como protesta y lamento, como ya vimos en el caso de muchos Salmos. Además uno trata de encontrar sentido a la experiencia, incluyendo intentos de comprensión a la luz de la fe. En los párrafos siguientes describiremos la dinámica de las situaciones de pérdida y duelo; lo haremos sintetizando los aportes de varias fuentes de estudio y labor terapéutica que han iluminado eficazmente esta área de nuestra labor de acompañamiento. Enfocaremos lo que se ha llamado «fases» y «tareas» en la «elaboración»—trabajo creativo y recreativo—del duelo. Fases en la elaboración del duelo. Varios investigadores han propuesto una comprensión de la dinámica de pérdida y duelo como una cierta sucesión de etapas en el que se procesa o «elabora» la aflicción ligada al trauma de la pérdida. Una de las figuras más conocidas en este campo es Elizabeth Kübler-Ross [5], quien propuso una secuencia de comportamientos con cinco fases que tiende a observarse en el caso de personas que enfrentan normalmente una enfermedad incurable: (1) negación y aislamiento, con impresión de pérdida de sentido de realidad, debido a que es muy difícil aceptar el «shock» de la desgracia inesperada; (2) ira y cierto malestar generalizado, porque uno se mueve a resistir y protestar frente a la situación traumática, y en medio de ella; (3) regateo, intento de negociar; (4) tristeza profunda, desasosiego, y depresión frente a la realidad de pérdida; y (5) eventual aceptación plena de tal realidad, con resignación y apertura a la re-orientación existencial y familiar. Es importante notar que se trata de un esquema descriptivo y no prescriptivo o normativo. En otras palabras, podemos trabajar con este patrón en mente siempre y cuando lo entendamos no como etapas que deben cumplirse una tras otra en cierto orden lógico-psicológico; más bien podemos considerarlo como punto de referencia sobre las distintas formas y contenidos de nuestras reacciones psicológicas—emocionales, mentales, de comportamiento—y espirituales, frente a situaciones traumáticas personales tales como el diagnóstico comprobado de una enfermedad incurable, o la muerte súbita de un familiar cercano. Es precisamente por esta razón que también debemos considerar las llamadas «tareas» en la dinámica de pérdidas y duelos. De hecho, es más importante que tengamos en cuenta las tareas—en el sentido de prácticas y comportamientos normativos, o sea necesarios siempre— que describiremos a continuación, que la memorización de las fases a la manera de una secuencia fija que debe seguirse mecánicamente. Tareas necesarias en la elaboración del duelo. Aquí cabe reconocer también que hay varios aportes que pueden tenerse en cuenta e integrarse de modo que nos resulten útiles para la práctica del acompañamiento en situaciones de pérdida. Para comenzar, una afirmación general que debemos hacer es que toda familia y comunidad (por ejemplo, la iglesia) necesita procesar la pérdida y el duelo con dos tareas estrechamente vinculadas entre sí. En palabras breves y sencillas, estas tareas son, primero que nada, compartir en familia (y en la «familia de la fe») el reconocimiento de la realidad de la tragedia o la muerte, y los sentimientos y pensamientos ligados a la pérdida; esto se realiza lamentando, contando historias o anécdotas; celebrando ciertos rituales que simbolizan dolor y aflicción, búsqueda de paz y sanidad, etc. Es bueno que tales actividades incluyan a niñas y niños. La segunda gran tarea a realizarse es la de reorganización o reestructuración del sistema familiar (y eclesial, en la medida que la pérdida afecta significativamente a la comunidad de fe [6]). La resolución saludable del duelo incluye siempre una reinversión de energía, tiempo y recursos dentro del sistema afectado. La recuperación deseable se evidencia en el logro de nuevo equilibrio sistémico, con nuevos patrones de interacción entre los miembros y modificación o redistribución de sus roles. Estas dos tareas principales pueden entenderse también como los comportamientos y prácticas que los sobrevivientes deben realizar para re-adaptarse a la vida por medio de la experiencia de duelo: (a) aceptar la realidad de la pérdida; (b) sentir el dolor y sufrimiento sin negar ni suprimir sus emociones «negativas» (tristeza, depresión, agobio, desaliento); (c) ajustarse al nuevo ambiente en el cual ya no está la persona o el objeto perdido; y (d) re- ubicar emocionalmente a quien se ha perdido (o a lo que se ha perdido), y hacer nuevos vínculos a fin de seguir adelante en la vida dentro de la familia y la comunidad.
CONEXIÓN Ahora nos toca considerar la perspectiva de quienes acompañamos a otras personas en sus procesos de duelo. Para ello debemos identificar las pistas principales con las cuales podemos desarrollar un adecuado ministerio de cuidado y consejo. Comenzaremos destacando las metas, los contenidos y los métodos a tener en cuenta para luego concentrar nuestra atención en algunas de las circunstancias graves de pérdida y aflicción que enfrentamos con frecuencia y que requieren acompañamiento adecuado. En pocas palabras, la doble meta general del cuidado para que se elabore saludablemente el duelo es la siguiente: (a) ayudar a las personas y familias a que aborden y resuelvan cualquier asunto inconcluso (debido a la pérdida), especialmente en los casos de muerte de un ser querido; y (b) que puedan reorientarse esperanzadamente en la vida como personas dentro de sus contextos familiares y comunitarios. A la luz de lo que ya explicamos en la sección anterior—Exploración—sobre la dinámica de las crisis de pérdida y duelo, nuestro acercamiento psico-espiritual puede caracterizarse con los principios—o sea, guías confiables para la práctica—que destacamos a continuación.
Las pistas generales que acabamos de identificar nos sirven para considerar varias situaciones específicas de pérdida que a menudo requieren acompañamiento pastoral. Los casos de divorcio y de personas en proceso de morir se presentan con relativa frecuencia como desafíos y oportunidades que es necesario saber enfrentar con sabiduría terapéutica en el mejor sentido de la expresión. Menos frecuentes, pero igualmente importantes, son las oportunidades de acompañar a los sobrevivientes en caso de suicidios, y a quienes sufren la pérdida que representa el aborto. El caso de las situaciones postraumáticas presenta un desafío especial que generalmente reclama atención especializada; de todas maneras, identificaremos algunos conocimientos básicos sobre la atención a las mismos. Debido a la limitación de espacio, a continuación sólo consideraremos ciertos principios clave con la recomendación de que se lea la bibliografía sugerida para esta capítulo. Casos de divorcio. Lamentablemente, un gran porcentaje de los matrimonios termina con el divorcio y no con la culminación del compromiso expresado con las palabras, «hasta que la muerte nos separe». Por lo tanto, el divorcio es una de las experiencias de pérdida y aflicción más comunes hoy día; y la iglesia es un lugar privilegiado donde se puede ayudar a procesar el duelo resultante. A menudo los divorcios incluyen un sentido de fracaso y frustración, junto con emociones y sentimientos de enojo, culpa, amargura, y soledad. Por lo tanto, el acompañamiento que se puede ofrecer debe incluir varios objetivos específicos siempre, claro está, a la luz de lo que la persona o la pareja exprese como sus necesidades, aspiraciones, y recursos. En todos los casos, sin embargo, podemos tener en cuenta ciertas metas generales y relacionadas entre sí, como las siguientes [8].
Personas en proceso de morir. La fe cristiana y la iglesia ofrecen recursos muy valiosos en relación con el duelo anticipado de la muerte que se avecina en las llamadas situaciones terminales. Y esto aplica tanto a la persona moribunda como a su familia. Se trata primera y fundamentalmente de un ministerio de presencia, al que hicimos referencia en la capítulo anterior. Por lo tanto, la oportunidad del acompañamiento físico, emocional y espiritual en tales situaciones nunca debe menospreciarse. Son ocasiones muy claras en que podemos ministrar como testigos de un proceso con una variedad de emociones y pensamientos, incluyendo aquellos que identificamos antes en relación con las fases y los temas del proceso de duelo. Dependiendo de circunstancias particulares, observaremos temores y ansiedades, sentido de pérdida de control, tristeza, e ira. Pero también podemos ser testigos de muestras de paz y sosiego, esperanza, y amor. Generalmente, podemos tener en cuenta ciertas metas generales y relacionadas entre sí, como las siguientes.
La crisis del suicidio. Todo suicido, cualquiera sea la causa o la motivación, representa una claudicación ante la vida y, por lo tanto, estimula preguntas relativas a la salud emocional-mental y a la responsabilidad moral de la persona. También requiere consideración especial desde una perspectiva espiritual, teológica, y pastoral. Lo cierto es que quienes consideran suicidarse están en plena situación de crisis, sin excepciones. Tampoco hay duda de que los intentos de suicido que resultan exitosos desencadenan otras crisis para quienes sobreviven, las cuales son generalmente traumáticas. La razón es que los sobrevivientes quedan con sentimientos de culpa, vergüenza, ira, y mucha aflicción; también tienen la sensación de incertidumbre, perplejidad, y de que algo importante queda inconcluso, junto con las preguntas y dudas relativas a la fe y la espiritualidad. Dado que, de por sí, quienes consideran el suicidio ya están pasando por una crisis de pérdida y duelo, destacaremos especial, aunque no exclusivamente, algunas pistas para el cuidado de la persona suicida.
La crisis del aborto. Todo aborto, ya sea espontáneo o inducido, es una pérdida que es necesario procesar, cualesquiera sean las circunstancias en que haya ocurrido. Aquí enfocaremos la situación del aborto provocado debido a que, en todos los casos, incluye una dimensión moral especial que no está presente del mismo modo en los abortos espontáneos [10]. De hecho, el aborto provocado o inducido es un problema serio a nivel mundial. La gama de razones por las cuales se decide provocar el aborto es bastante amplia. Puede ser para salvar la vida de la madre o mejorar su estado de salud física o emocional, para evitar que nazca una criatura con serios defectos físicos o mentales, para «salvar el honor» u ocultar la deshonra de una mujer violada, por conveniencia y ante un embarazo no deseado, o para evitar el crecimiento numérico de una familia o de la población en una sociedad donde se practica el control demográfico. Lo cierto es que el aborto plantea problemas médicos, legales, sociales, económicos, psicológicos y morales-espirituales, y es causa de serias discusiones. Además, últimamente han ocurrido desarrollos de interés sobre el tema, como ser nuevos conocimientos sobre la vida intrauterina y sobre cuándo es el feto capaz de vivir fuera del útero, se ha experimentado con tejido fetal, y se ha difundido el uso de las llamadas «píldoras del aborto», para nombrar algunos. Las pistas siguientes nos ayudan a ofrecer el tipo de acompañamiento necesario, siempre con un enfoque psico-espiritual.
Situaciones postraumáticas. Lo que sigue sirve para complementar las observaciones generales que hicimos en la capítulo anterior relativas a los traumas y al TEPT (trastorno de estrés postraumático). Las tragedias por las cuales algunas personas atraviesan pueden resultar en lo que se llama reacciones postraumáticas que siempre incluyen la característica de duelo anormal. El estrés traumático puede ocurrir debido a tres tipos de circunstancias: (a) Acciones humanas intencionales (abuso físico o sexual, tortura, asalto, terrorismo, etc.; y también el hecho de ser testigo de tales formas de violencia); (b) acciones humanas involuntarias (accidentes de tránsito y otros, incendios, serios errores médicos, etc.); (c) desastres naturales (inundaciones, terremotos, tornados, ataque de animales, etc.). En general, los traumas causados intencionalmente son los más difíciles de elaborar; la razón es que causan la pérdida profunda de confianza y dañan la capacidad de formar futuras relaciones saludables. Los traumas causados por acciones naturales son los menos complicados y más fáciles de superar. En todos los casos, es útil tener en cuenta las observaciones que siguen.
APLICACIÓN Las crisis de pérdida y los procesos de duelo siempre se acompañan de ciertas experiencias de espiritualidad, aunque no necesariamente religiosas estrictamente hablando. Tradicionalmente, el rol de los ministros religiosos y de las comunidades de fe en relación a tiempos de tribulación y aflicción ha sido importantísimo. Podemos afirmar que, a pesar de los procesos de secularización en marcha, los avances en las áreas científicas y profesionales relacionadas con la atención terapéutica, y la mayor accesibilidad de recursos, todavía hay mucho que las iglesias pueden ofrecer en cuanto a acompañamiento y cuidado de personas y familias. Las comunidades de fe y sus líderes pastorales siguen teniendo oportunidades únicas de servir como verdaderos sistemas de salud, cuidado, y plenitud humano, como hemos estado enfatizando desde el comienzo. Son redes de sostén y apoyo con un alto potencial terapéutico. Volviendo al tema del capítulo 1, reiteramos que la iglesia está llamada a ser sacramento de la Gracia y la Sabiduría divinas, tanto debido a su triple razón de ser—adoración, comunidad, misión—como a las posibilidades programáticas que puede y debe desarrollar en su contexto específico de vida y ministerio. Notemos brevemente en los dos párrafos siguientes cómo puede implementarse el ministerio de consolación en ambos casos. En la dimensión de adoración dominical y en otras actividades comunitarias o grupales, las prácticas de lamento, testimonio, y oración intercesora, en palabras y cánticos, son formas de culto con las que se puede acompañar a los afligidos. También está el sermón o la meditación bíblica, especialmente pero no sólo en tiempos de tribulación, junto con ciertos ritos especiales de bendición (por ejemplo, ungimiento con aceite) que pueden crearse según las circunstancias y la naturaleza de los duelos. Los cultos funerales y memoriales, por cierto, son eventos especiales de adoración que también deben incluir la dimensión de consuelo. Como «cuerpo de Cristo» y comunidad de seguidoras y seguidores de Jesús, la iglesia tiene un lugar clave ubicada entre la familia y la sociedad, y como «familia de Dios» para sus miembros. El apoyo mutuo en tiempos de crisis puede manifestarse de maneras diversas: palabra oportuna, visita, comunicación escrita, contribución financiera, la celebración de aniversarios etc.; las llamadas «células» o pequeños grupos que se reúnen semanalmente para orar, estudiar la Biblia, y compartir experiencias, son ambientes ideales para ofrecer y recibir acompañamiento en medio de nuestras pérdidas y duelos. La iglesia es también «templo del Espíritu» llamada a participar en la misión de Dios en el mundo. La iglesia puede ser una presencia consoladora frente a las tragedias que tan frecuentemente sacuden a la sociedad. Hay mucho dolor a nuestro derredor: accidentes de todo tipo donde pierden la vida personas de todas las edades, violencia juvenil en el barrio y en la escuela, desastres naturales, etc. El servicio de acompañamiento como expresión especial del amor al prójimo puede tomar, entonces, diversas formas, siempre orientado en la dirección del amor, la justicia, la paz, y la verdad. Desde un punto de vista programático, y complementando los tipos y formas de acompañamiento referidos en el párrafo anterior, están las múltiples oportunidades de cuidado en tiempos específicos de sufrimiento y aflicción. Mientras que las prácticas de adoración, comunidad, y misión, definen a la iglesia como tal (o sea que no hay iglesia sin ellas), los programas particulares son expresiones contextuales de ministerio, y varían según los desafíos y oportunidades que se presentan. Hablamos entonces de programas que pueden desarrollarse tanto para fomentar formación y crecimiento como una dimensión preventiva (prevención primaria) como también para responder adecuada y prontamente a las crisis de pérdida y duelo (prevención secundaria), y facilitar el proceso de recuperación (prevención terciaria). Notamos además que tales programas pueden estar dirigidos tanto a la comunidad de fe como tal, como también hacia «afuera», a manera de testimonio de gracia en presencia, palabra, y acción consoladora. Ejemplos de la primera categoría—prevención primaria—son la educación sobre la salud integral en la persona y la familia, el manejo de las pérdidas, prevención del estrés paralizante, los procesos de crisis y duelo y cómo acompañar sin hacer daño, etc. En cuanto a la segunda y tercera categorías—prevención secundaria y terciaria—además del consejo pastoral a personas, parejas, familias, y grupos (por ejemplo adolecentes después de una tragedia), pueden programarse diversos grupos de sostén y apoyo, cuyo planeamiento y liderazgo deben tener adecuada supervisión. En muchas congregaciones existen grupos de sobrevivientes de violencia doméstica, y de quienes han superado crisis de duelo (por ejemplo, muerte de seres queridos, enfermedades graves) y están en vías de recuperación. Se recomienda, además, seleccionar y capacitar a un equipo de personas para encargarse de apoyar a quienes pasan por una situación de pérdida y duelo. Su contribución puede tomar varias formas, incluyendo la visitación periódica, y la llamada «amistad espiritual» (encuentros personales para compartir sobre las realidades de la vida a la luz de la fe y la relación con Dios en particular).
Por último, cabe recordar que el ministerio con personas que necesitan elaborar saludablemente sus duelos nos pone en contacto con nuestras propias ansiedades y temores, pérdidas y aflicciones, vulnerabilidad y muerte. Es una labor difícil y dolorosa para la cual debemos estar capacitados y preparados adecuadamente, a partir de nuestra propia historia personal y familiar de crisis, pérdidas y duelos. Como bien nos recuerda Howard Clinebell:
También debemos saber evitar la llamada «fatiga de compasión» que sobreviene por el exceso de atención empática prolongada frente a situaciones trágicas y traumáticas. Es posible incluso llegar a desarrollar un trauma secundario o «vicario» que resulta de una fuerte identificación con las personas sufrientes a quienes acompañamos en su proceso de duelo. Es evidente que esa situación complica innecesariamente la situación difícil que experimentan quienes reciben nuestra ayuda, además de que perjudica nuestra salud física, emocional-mental, y espiritual. Aquello de «llorar con los que lloran» no significa duplicar la situación crítica que padecen quienes necesitan nuestra ayuda (¡y así colocarles en situación de sentirse culpables por nuestra debilidad e incompetencia!). De modo que aquí se aplica una vez más la observación relativa a la distancia óptima física, mental-emocional, y espiritual, que debemos mantener para actuar con integridad y eficacia. En los capítulos siguientes con foco en la salud mental y espiritual y el cuidado personal, consideraremos principios clave para seguir profundizando nuestro conocimiento clínico, desarrollar destrezas y métodos de acompañamiento, y cultivar la buena mayordomía de nuestro propio ser. Lecturas recomendadas Sara Baltodano. «Crisis y superación», y «Familias nutricias». En El cuidado pastoral de la familia en un mundo cambiante e inseguro. Guatemala: SEMILLA, 2007, págs. 57-89. Howard Clinebell. «Cuidado y asesoramiento en el duelo». En Asesoramiento y cuidado pastoral. Grand Rapids: Libros Desafío, 1999, págs.211-232. Jorge E. Maldonado. Crisis, pérdidas y consolación en la familia. Grand Rapids: Libros Desafío, 2002. Pablo Polischuk. «El tratamiento de personas en procesos de duelo; Tratando el duelo en casos complicados». En El consejo integral: Su ontología, teología, psicología y praxis. Edición del autor, 2012, págs.
1. Las palabras griegas traducidas al español por consolación y consuelo en II Corintios 1:3-7, incluyen las ideas de animar y ayudar. Son de la misma raíz que parákletos, como por ejemplo en Juan 14:16 en la referencia a la función del Espíritu de Dios como acompañante, consejero, consolador, y abogado. 2. Es posible que para muchas personas la palabra «padre» evoque recuerdos y emociones negativas debido al maltrato (padres abusadores) o a la negligencia (padres distantes o ausentes) que sufrieron; eso es, lamentablemente, lo opuesto de lo que el texto significa y lo que, según los Evangelios, Jesús experimentó en su comunión con Dios como Padre bueno y justo. En el cuidado y consejo pastoral debemos ser sensibles ante tal posibilidad y utilizar lenguaje más inclusivo (Dios como padre y madre, por ejemplo) ya que, después de todo, nuestro lenguaje acerca de Dios es siempre metafórico. Es decir que no hay lenguaje humano capaz de nombrar adecuadamente la realidad de Dios, ni siquiera la gama de posibilidades que encontramos en la Biblia. 3. Pablo Polischuk, El consejo integral (Edición del autor, 2012), capítulos 25 y 26. Polischuck hace una contribución muy importante a partir de su larga experiencia clínica y educativa, la cual tenemos especialmente en cuenta en este capítulo. 4. El trabajo de Jorge Maldonado sobre este tema es especialmente recomendable. Véase Crisis, pérdidas y consolación en la familia (Grand Rapids: libros Desafío, 2002). 5. En español puede leerse, de Elizabeth Kübler-Ross: Preguntas y respuestas a la muerte de un ser querido (Barcelona: Ediciones Martínez de Roca, 1998); Los niños y la muerte (Barcelona: Luciérnaga, 1999); y, especialmente, Sobre la muerte y los moribundos (Barcelona: Grijalbo Mondadori, 2000). 6. Situaciones que, lamentablemente, suelen afectar en forma traumática a las comunidades de fe, incluyen los siguientes tipos: la muerte inesperada, o el descubrimiento de inmoralidad en el liderato; accidentes fatales en que mueren niños, adolescentes u otras personas; enfermedades que acaban con la vida de niños, jóvenes y otros; suicidio; pérdida masiva de propiedad y pertenencias debido a accidentes, etc. También se encuentran, por cierto, aquellas situaciones traumáticas que afectan a la sociedad a la que la iglesia pertenece y que por lo tanto afectan a ésta debido a su compromiso solidario y misión; tal es el caso, por ejemplo, de desastres naturales, y de los efectos de la criminalidad imperante y violencia armada de diferentes tipos (pandillas, policía, grupos paramilitares, ejército, etc.). 7. Aunque la mayoría de las personas pueden elaborar sus duelos saludablemente, hay muchas quienes no pueden hacerlo por diferentes causas. Las señales de patología posible son, entre otras, las siguientes: negar o reprimir el dolor más allá de los primeros momentos del trauma; continuar viviendo como si nada hubiera pasado; el tiempo transcurrido entre la pérdida grave y las manifestaciones anormales excede al año y continúan como si el tiempo se hubiera detenido; las reacciones post-traumáticas son exageradas (por ejemplo, llanto descontrolado ante cualquier estímulo que suscite asociación con la pérdida, o total falta de afecto); irrupción frecuente de angustia o pánico; hiperirritabilidad; abuso de medicamentos, otras drogas, o alcohol para «escapar» de la realidad; depresión crónica (o clínica), manifestada con agobio, letargo, desgano y estupor generalizado, deseos de dejar de vivir; anormalidades en el funcionamiento diario en el hogar, la escuela, o el trabajo; cambios drásticos de personalidad; etc. En fin, los duelos anormales o complicados se revelan con la incapacidad que demuestra la persona para seguir adelante en la vida más allá de la pérdida, tiene mucha dificultad en reanudar sus relaciones sociales, y siente que su agonía es interminable. En términos psiquiátricos, los duelos anormales o complicados son los que duran con tales síntomas por lo menos seis meses a partir de la pérdida traumática. 8. En esta sección y la siguiente tomamos en cuenta la contribución de Howard Clinebell sobre estos temas, Asesoramiento y cuidado pastoral (Grand Rapids: Libros Desafío, 1999), págs. 223-227. 9. Entre las señales de que la persona subconscientemente está pidiendo ayuda, se destacan éstas: amenazas obvias de suicidio; referencias indirectas o amenazas encubiertas (por ejemplo, con sentimiento de desvalorización personal, vaciedad y falta de sentido o de propósito en la vida, etc.); respuestas de resignación, desesperación o desesperanza ante pérdidas devastadoras; fatiga psico-espiritual profunda debido a duelos anormales, etc. Además se han identificado diversos factores de riesgo en varias categorías como las siguientes: demográficas (personas mayores o ancianas que viven solas o aisladas, adolescentes idealistas); médicas-mentales (personas con enfermedades incurables, enfermedades mentales graves, drogadicción); traumas (pérdidas debido a tragedias, otras pérdidas graves), etc. 10. Reconocemos que la muerte del ser en gestación en los casos de abortos espontáneos, o sea debido a alguna patología biológica y fuera de una decisión voluntaria de producir el aborto, siempre es una pérdida dolorosa. El acompañamiento puede ayudar a sobrellevar y superar la crisis resultante para la mujer y su pareja (y, a veces, el resto de la familia también). Los principios que tratamos para el consejo en lecciones anteriores, especialmente sobre la familia y las situaciones de crisis, y en ésta, ciertamente pueden aplicarse y adaptarse en estas situaciones. 11. Daniel S. Schipani, Psicología pastoral del aborto (Buenos Aires: Kairós, 2001), págs. 13-20. 12. Nuestra posición frente al aborto provocado en situaciones de embarazo normal se fundamenta bíblica y teológicamente a partir de estas convicciones: la vida humana es un don divino que debe aceptarse con gratitud y debe tratarse con reverencia, respeto y cuidado; Dios tiene compasión especial hacia los más pequeños, débiles, y vulnerables; la comunidad de fe es el lugar mejor para discernir sabiamente el camino mejor frente a las decisiones más difíciles que debemos tomar; Dios reconoce nuestras limitaciones e inclinaciones junto a su gracia restauradora. 13. Howard Clinebell, Asesoramiento y cuidado pastoral, pág. 231. |