Colección de lecturas
 

PDF El montanismo

La fe en la periferia de la historia
por Juan Driver
Copyright © 1997 Ediciones SEMILLA (Guatemala) y CLARA (Colombia)
Reproducido aquí con permiso.



Capítulo 4.

El montanismo

Puesto que el enemigo de la Iglesia de Dios es el adversario de todo lo bueno, … se puso en actividad para que de nuevo surgieran raras herejías contrarias a la Iglesia. Algunas de éstas se arrastraron como reptiles ve­nenosos por Asia y Frigia, pretendiendo que Montano era el Paracleto, y que las dos mujeres que le acompañaban, Priscila y Maximila, eran pro­fetisas de Montano. … Contra esta herejía de los catáfrigios … surgieron … hombres elocuentes. … Esta nueva profecía (como ellos dicen), merece llamarse, más bien, falsa profecía.

Uno de aquellos, que era un recién convertido llamado Montano, … permitió al enemigo entrar en su vida y quedó sujeto por el espíritu. De pronto estuvo como arrebatado y entró en un éxtasis como un poseído, hablando y pronunciando cosas extrañas y profetizando desde entonces contra las instituciones que han prevalecido en la Iglesia y que han sido entregadas y preservadas por la tradición desde el principio.

Él animó a dos mujeres más y las llenó del espíritu corrupto, de modo que también ellas hablaban como él, en una especie de éxtasis frenético, sin sentido y en una forma extraña y novedosa. … Los que fueron engaña­dos eran frigios, pero este arrogante espíritu (Montano) enseñaba a blasfemar contra toda la Iglesia universal, que se halla bajo el cielo, porque éste espíritu falsamente profético no había conseguido ni honor ni entrada en ella.

Los santos obispos de esa época intentaron reprender al espíritu que se hallaba en Maximila, pero otros que manifiestamente colaboraban con aquel espíritu se lo impidieron. (El obispo dijo) no dejéis que el espíritu de Maximila diga, «Me persiguen como si fuera un lobo en medio del rebaño. No soy lobo; soy palabra, espíritu y poder». Maximila también advirtió que habría guerras y convulsiones políticas. … Había muchos entre ellos que habían sufrido el martirio.

En cuanto a Montano, uno pregunta, ¿Quién es este nuevo maestro? Sus obras y sus doctrinas nos dan una idea adecuada. Éste es el que enseñó la disolución del matrimonio; él que instituyó la ley de los ayunos; quien llamó Jerusalén a Pepuza y Timio (que son pequeñas ciudades de Frigia), a fin de reunir en ellas a personas de todas partes; quien estableció recau­dadores de dinero y, bajo el nombre de ofrendas, ha ideado un modo de percibir donativos ... (Eusebio de Cesarea: Historia eclesiástica, V, 14­18) [1]

Fuentes históricas

Como ocurre muchas veces, para reconstruir la historia de un movimiento marginado, hay que recurrir a los voceros de la Iglesia institucional. Pues los documentos, que a la Iglesia le interesa conservar, son sus propias polémicas contra el movimiento, más bien que los testimonios escritos por éste. Tales documentos generalmente suelen ser perjudiciales para el movimiento. Así pues, para reconstruir la historia del movimiento montanista no nos queda otra alternativa que recurrir a la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea.

Eusebio reconoció haber dependido de cuatro fuentes para elaborar su historia; Apolinario de Hierápolis, el historiador Miltiades, Apolonio, y Serapión, obispo de la Iglesia en Antioquía en esa época. Por lo menos una de las fuen­tes que Eusebio consultó, Apolinario de Hierápolis, no fue escrita hasta unos cuarenta años después de los hechos y refleja francamente los prejuicios acumulados durante muchos años de lucha entre el movimiento montanista y las autoridades eclesiásticas establecidas.

Por otra parte, Tertuliano, quien participó en el movimiento durante los últimos trece años de su vida, nos provee, en sus escritos de la época montanista, con testimonios que nos ayudan a comprender la orientación general y ciertos elementos concretos de la historia del movimiento.

Una descripción del movimiento

En medio de las repetidas olas de persecución, que sufrió la Iglesia en Asia a fines del siglo I y en la primera mitad del siglo II, surgió en la provincia de Frigia un nuevo movimiento profético. Los nombres de varias personas apare­cen asociados con el incipiente movimiento: Montano, Alcibíades, Teodoto y, más tarde, Priscila y Maximila. La característica que más destacaba al movimiento era su convicción de ser una «nueva profecía»; una nueva expresión carismática en que el espíritu de la profecía volvía a florecer en la Iglesia cristiana, en contraste con las estructuras institucionales de la autoridad eclesiástica. (Eusebio de Cesarea: Historia eclesiástica, V, 3) [2].

Los cristianos en las aldeas rurales de Frigia, situadas a unos veinticuatro kilómetros de Filadelfia en Asia Menor, procedían de un trasfondo pagano, de origen humilde, y muchos de ellos eran esclavos. Vivían bajo condiciones precarias y difíciles, y a ello se sumó la persecución, primero de parte de las autoridades imperiales, y luego, a manos de la iglesia mayoritaria. Entre ellos surgió una tendencia a interpretar estas condiciones como señales del inminente desenlace final de la historia, llevándoles a enfatizar los aspectos escatológicos, incluso apocalípticos, de la tradición cristiana.

La Iglesia en el imperio empezó a tomar nota del movimiento alrededor del año 172. Eusebio pensaba que el movimiento recién comenzaba. Su situación fue discutida en Roma cuando Ireneo, obispo de la iglesia en Lyon, intercedió en favor del movimiento ante las autoridades eclesiásticas. Resulta difícil distinguir entre la realidad y la exageración en los relatos de Eusebio. Sin embargo, podemos ver, detrás de estas apreciaciones negativas y francamente polémicas, una serie de elementos que caracterizaron al movimiento en sus comienzos.

La persecución y el martirio

Los sufrimientos y las severas persecuciones, que padecieron las comunida­des cristianas en Frigia y Asia Menor, determinaron, en gran parte, sus actitudes hacia la sociedad secular y, también, hacia la iglesia mayoritaria. Los cristianos en Asia Menor sufrieron cuatro persecuciones principales en el curso del siglo II: bajo Trajano en el año 112, bajo Antonino Pío en el año 155, y bajo Marco Aurelio en los años 165 y 185. En contraste, la Iglesia en Siria sufrió poco, con la excepción de una breve persecución oficial en 112, cuando Ignacio de Antioquía fue llevado a Roma y padeció el martirio. En el norte del Africa la persecución se dio después del año 180. Generalmente se ha pensado que el movimiento montanista surgió en el contexto de la primera de estas persecuciones, alrededor del año 156. Bajo la misma persecución, Policarpo, el obispo de la iglesia cercana en Esmirna, había sufrido el martirio.

No sólo fueron perseguidos por las autoridades imperiales. Sus vecinos pa­ganos los delataban como criminales comunes y reclamaban su muerte en los procesos judiciales. El Martirio de Policarpo, un documento cristiano posterior que recuerda el evento, nos ofrece un ejemplo de esto.

El procónsul … dio orden a su heraldo que diera por tres veces este pregón: «¡Policarpo ha confesado que es cristiano!» Apenas dicho esto por el heraldo, toda la turba de gentiles, y con ellos los judíos que habitaban en Esmirna, con rabia incontenible y a grandes gritos, se pusieron a vociferar: «Ese es el maestro de Asia, el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses, el que ha inducido a muchos a no sacrificarles ni adorarlos». … Entonces dieron voces todos en gritar unánimemente que Policarpo fuera quemado vivo. (Martirio de San Policarpo, XII) [3]

Tertuliano, quien fue atraído al movimiento alrededor del año 207, unos trece años antes de su muerte, refleja en algunos de sus escritos tardíos esta actitud heroica de parte de los montanistas hacia el sufrimiento y el martirio.

Así, Juan nos enseña que hemos de poner nuestra vida por los hermanos, … más aun entonces por el Señor. … ¿Qué aprueba él más que ese consejo del Espíritu? Pues, efectivamente, incita a casi todos a entregarse para el martirio, y no huir de el. Si te exponen a la infamia pública, será para tu bien. Pues el que no queda expuesto a la infamia humana, lo será delante del Señor. … No busquéis morir en cama, … ni a causa de fiebres, sino a morir la muerte del mártir, para que sea glorificado el que ha muerto por vosotros. (Tertuliano: De la fuga bajo persecución, 9) [4]

Perseguidos por las autoridades imperiales, los cristianos en Frigia tendían a oponerse al poder civil. Por su parte, los obispos de las iglesias en el imperio tendían a aliarse, o por lo menos a hacer la paz, con la sociedad secular a fin de mantener la protección de sus feligreses y el desarrollo de las comunidades cristianas. Más tarde Tertuliano, ante la disyuntiva de hacer una elección entre los obispos de la Iglesia y los montanistas, optó por los últimos, convenci­do de que entre ellos se encontraba el espíritu y la vida cristiana verdaderos. Los escritos posteriores de Tertuliano reflejan marcadamente este conflicto entre la Iglesia cristiana y el poder civil de su época.

Tertuliano escribió un tratado Sobre el palio donde explica por qué solía usar el manto común, llamado «palio» y rehusaba llevar la toga tradicional como vestido. «Fue introducida por los romanos después de su victoria sobre Cartago y simboliza la derrota y la opresión, mientras que el palio lo usaban ya antiguamente personas de todo rango y condición. … Se recomienda por su simplicidad y utilidad» [5].

En su tratado Sobre la corona, Tertuliano se oponía tenazmente al servicio en las fuerzas militares romanas y cuestionaba incluso el patriotismo como un valor autónomo. «La corona militar está prohibida por la sencilla razón de que la guerra y el servicio militar son irreconciliables con la fe cristiana. El cristiano conoce solamente un juramento: la promesa bautismal; solamente sabe de un servicio: el prestado a Cristo Rey. Este es el campamento de la luz; el otro, el de las tinieblas» [6].

En la medida en que Tertuliano puede ser considerado como un intérprete fiel del movimiento montanista, nos sirve de ejemplo en su oposición, en el nombre de Cristo, a toda contemporización con los reclamos absolutistas del poder civil. Sus escritos fueron dirigidos contra la ideología del imperio romano, pero también contra la de los obispos que estaban dispuestos a hacer ciertas concesiones en su trato con Roma. A comienzos del siglo III, hubo una severa persecución bajo el emperador Séptimo Severo. En todas las regiones del imperio el montanismo se destacó como el partido de los mártires. En realidad, fueron los «herejes», los marcionitas y los montanistas, quienes fueron considerados por las autoridades imperiales como los más «peligrosos».

Crisis de autoridad espiritual

Es evidente que el movimiento montanista surgió en medio de un renovado énfasis sobre el papel del Espíritu en la Iglesia. Este es el elemento que Eusebio, en su interpretación de los eventos, encontró más ofensivo. Este movimiento, que intentaba restaurar el carácter fundamentalmente carismático de la auto­ridad en la Iglesia, surgió como reacción frente a una creciente institucionalización de la autoridad eclesiástica.

Durante su período formativo, la autoridad en la Iglesia cristiana se expre­saba en formas notablemente carismáticas. El profetismo ocupaba un lugar prominente en la Iglesia primitiva. Las comunidades paulinas, cuya vida interior se halla reflejada en textos como 1 Corintios 12-14, Romanos 12, y Efesios 4, manifestaban esta orientación. La Didaché, escrita alrededor del año 100, refleja una situación semejante. Había que otorgar libertad a los profetas para participar en las reuniones de la comunidad [7]. Además, una serie de criterios adicionales para discernir entre los profetas auténticos y los falsos, que en­contramos en la Didaché, 11-13, indican que el profetismo carismático y el apostolado itinerante seguían siendo realidades importantes en la vida de la Iglesia.

Justino Mártir, quien escribió en Roma alrededor del año 150, también des­tacó el lugar fundamental que el profetismo seguía ocupando en la Iglesia de su tiempo. En su debate con los judíos de la época, Justino insistía en que la presencia de la profecía carismática entre las comunidades cristianas y su desaparición entre los judíos era una clara indicación de la forma en que la comunidad mesiánica había reemplazado al judaísmo en los designios salvíficos de Dios.

Y así entre nosotros pueden verse hombres y mujeres que poseen carismas del Espíritu de Dios. ... Porque entre nosotros se dan hasta el presente carismas proféticos; de donde vosotros mismos debéis entender que los que antaño existían en vuestro pueblo, han pasado a nosotros. Mas a la manera que entre los santos profetas que hubo entre vosotros se mezclaron también falsos profetas, también ahora hay entre nosotros muchos falsos profetas, también ahora hay entre nosotros muchos falsos maestros. Mas ya nuestro Señor nos advirtió de antemano que nos precaviéramos de ellos. (Diálogo con Trifón, 88, 1; 82, 1) [8].

A través de un lento proceso que duró varios siglos, la autoridad espiritual en la Iglesia cristiana llegó a institucionalizarse, tomando la forma del canon, del credo y del episcopado monárquico. En su lucha contra la heterodoxia, y especialmente contra las ideas de Marción en Roma, la Iglesia llegó a formar un canon de sus escrituras, una lista oficial de los escritos de reconocida autoridad espiritual en la Iglesia. Este proceso fue gradual en la Iglesia esparcida por el imperio, duró varios siglos y desembocó finalmente en la formalización de una lista de los testimonios acreditados por la Iglesia, frente a otros escri­tos que podían presentarse.

El así llamado Credo de los apóstoles empezó probablemente como una especie de confesión de fe para los catecúmenos que se bautizaban en la Iglesia en Roma. Más tarde, también sirvió para identificar claramente a los que estaban en comunión con el obispo de Roma, en contraste con otros que se consideraban herejes. Hacia el año 150 el Credo de los apóstoles al parecer estaba cumpliendo esta función.

Desde comienzos del siglo II la presencia del obispo se consideraba como una garantía de la unidad de la Iglesia. Ignacio de Antioquía, quien escribió alrededor del año 112, nos ofrece uno de los primeros testimonios sobre este proceso.

Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre. … Que nadie, sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo aquella Eucaristía que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización ha de tenerse por válida. Dondequiera apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal. Sin contar con el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía; sino, más bien, aquello que él aprobare, eso es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hiciereis sea seguro y válido. (Ignacio de Antioquía: Carta a los esmirniotas, VIII, 1-2) [9]

Mientras Ignacio proponía al obispo como signo de autoridad en una congregación local, esta visión del obispado monárquico fue ampliada hasta aplicarse al obispo de las congregaciones cristianas situadas en las ciudades principales del imperio, tales como Roma, Alejandría, Antioquía, etc., en sus relaciones con otras congregaciones. Así que, la ortodoxia de las personas llegó a determinarse con base en su relación con el pensamiento de estos obispos. Finalmente, en el imperio, el obispo de Roma llegó a ser reconocido como el primus inter pares, institucionalizándose con ello la autoridad episcopal.

En el curso de su historia, entre los siglos segundo y tercero, la Iglesia, para convalidar su existencia, miraba en forma creciente no al futuro, iluminado por la parusía inminente de su Señor, ni al presente, iluminado por los dones carismáticos del Espíritu Santo, sino al pasado, iluminado por la composición del canon apostólico, la formulación del credo apostólico, y el establecimiento del episcopado apostólico. Éstas llegaron a ser las normas para medir la ortodoxia. Y la ortopraxis servía cada vez menos para la identidad eclesial.

La protesta montanista se dirigió fundamentalmente contra la institucionalización de la autoridad en la Iglesia. Abogaba por comunidades cristianas, edificadas mediante una amplia gama de ministerios carismáticos, que podían seguir escuchando la voz viva del Espíritu, con los testimonios apostólicos escritos en sus manos, y esperando siempre una nueva luz para su edificación.

En el caso del movimiento montanista, el Espíritu no les reveló nuevos dogmas. Aun los enemigos del movimiento tuvieron que admitir su ortodoxia doctrinal. En lugar de girar en torno a obispos o cuestiones teológicas, el concepto de sucesión apostólica, que caracterizaba a este movimiento radical, implicaba una preocupación por una sucesión de la praxis apostólica. De allí surgió su insistencia en una ética mucho más rigurosa que la que se daba en la iglesia mayoritaria.

Una ética cristiana rigurosa

Frente a una tendencia creciente en la Iglesia a rebajar el nivel de discipli­na, que había caracterizado a las comunidades cristianas desde el principio, el movimiento montanista llamó a los cristianos a un compromiso ético renovado. Una de las diferencias más evidentes entre los cristianos y sus vecinos paganos tenía que ver con sus prácticas sexuales. En una sociedad libertina, entregada de manera desenfrenada a la promiscuidad sexual, los cristianos se distinguían notablemente. Pero los montanistas iban aún más lejos. Comenzaron imponiendo una serie de restricciones al matrimonio. Limitaban a sus miembros a un solo matrimonio. Las segundas nupcias después de la muerte de uno de los miembros de la pareja eran vistas como una bigamia sucesiva, tan reprobable como un concubinato inmoral.

La virginidad se glorificaba como un ideal para los cristianos. Y la abstinencia sexual se consideraba superior a las relaciones sexuales, aun dentro del matrimonio. Tendencias encratistas les llevaron a la noción de que la vida matrimonial era incompatible con una experiencia cristiana de dimensiones realmente plenas. Es posible que este concepto, ajeno a la tradición judeocristiana, haya entrado en la Iglesia con el ingreso de muchos convertidos recientes del paganismo. Conceptos como estos se hallaban entre las religiones de la provincia de Frigia. Sin duda, formaban parte de una perspectiva pesimista de la historia, que esperaba su desenlace final en breve. El encratismo fue condenado por la Iglesia en Roma hacia fines del siglo segundo.

Tertuliano, en su tratado Exhortación a la castidad, también ensalzó la virginidad y la continencia sexual. Y para ese fin citó a Priscila, la profetisa montanista. «La santa profetisa Priscila declara asimismo que todo santo mi­nistro sabrá cómo administrar las cosas santas. Porque —dice ella— la conti­nencia produce la armonía del alma y los puros ven visiones, e inclinándose profundamente, oyen voces que les dicen claramente palabras de salvación y secretas» [10].

Los montanistas tomaron más en serio otras disciplinas espirituales, tales como el ayuno. En sus esfuerzos por autodisciplinarse, ellos ayunaban varios días cada semana, incluso períodos más o menos extensos durante el año.

La disciplina congregacional también era practicada con mayor rigor entre los montanistas. Desde su perspectiva, la santidad de la Iglesia, se hallaba más en la vida concreta de sus miembros, que en su vocación institucional.

También era notable la actitud montanista hacia las mujeres, que consti­tuían una parte tan esencial de las comunidades cristianas. La comunidad neotestamentaria, siguiendo el ejemplo de Jesús, había reconocido los minis­terios que las mujeres ejercían en su interior. Y ahora, en este movimiento de renovación carismática, florecen de nuevo estos ministerios ejercidos por mujeres. Seguramente, para estas mujeres rurales, acostumbradas al servilis­mo a que eran sometidas por las estructuras sociales tradicionales, y que las duras labores agrícolas sólo servirían para hacer más agudo, esto representaba una gran liberación. En la tradición bíblica los hombres y las mujeres participaban en igualdad de condiciones como vehículos del Espíritu. Ahora, en un nuevo florecer del Espíritu, los ministerios carismáticos se compartían una vez más en la Iglesia.

Mientras tanto, la iglesia mayoritaria se mostró muy poco interesada en el papel de la mujer en la Iglesia. Poco a poco prevalecieron las fuerzas eclesiásticas de ley y orden, y se establecieron como predominantes las estructuras de la jerarquía (término que literalmente significa las autoridades del templo). Antes de morir, alrededor del año 179, Maximila se quejaba de ser «perseguida como lobo en medio del rebaño. No soy lobo. Soy palabra, espíritu y po­der» [11].

Visión escatológica

A mediados del siglo II, para las comunidades atribuladas y perseguidas de Frigia y Asia Menor, la esperanza de un reino milenial restaurado era muy atractiva. Para Eusebio, el historiador de la Iglesia, el reino había llegado ya en la nueva era «dorada» constantiniana, y no le interesaba otro. Pero los pueblos atribulados suelen vivir y sobrevivir en la seguridad de una esperan­za. Así había sido con las comunidades cristianas de Asia Menor (situadas precisamente en la misma área geográfica en que surgió el movimiento montanista), que recibieron la carta profética de Juan, el Apocalipsis, hacia finales del siglo I. Y así también era ahora, unos cincuenta años después, entre las congregaciones de la misma región.

Los montanistas vivieron un cristianismo popular extremadamente riguroso con un gran entusiasmo apocalíptico. Reconocieron en la ciudad de Roma, al igual que en la estructura imperial entera, el reino de las tinieblas en lucha mortal contra el reino de la luz, exactamente como los cristianos que leyeron primeramente el Apocalipsis de Juan.

Montano, al igual que Juan, el profeta apocalíptico, llamaba a la Iglesia al arrepentimiento ante la inminente llegada del reino de Dios. Se trataba de una renovación de la esperanza escatológica, al igual que de la autoridad carismática y de una seriedad ética. Aunque Eusebio tildaba de herético al movimiento por su milenarismo, esta visión estaba bastante extendida en la Iglesia primitiva. En su Diálogo con Trifón, escrito en Roma alrededor del año 150, Justino Mártir confiesa su esperanza de «que ha de reconstruirse la ciudad de Jerusa­lén y … que allí ha de reunirse … el pueblo (cristiano) y alegrarse con Cristo, con los patriarcas y profetas y los santos. … Yo y otros muchos sentimos de esta manera, de suerte que sabemos absolutamente que así ha de suceder; pero también te he indicado que hay muchos cristianos … que no admiten estas ideas. … Yo, por mi parte, y … otros cristianos de recto sentir en todo, no sólo admitimos la futura resurrección de la carne, sino también mil años en Jerusalén, reconstruida, hermoseada y dilatada como lo prometen Ezequiel, Isaías y otros profetas». (Diálogo con Trifón, 80) [12].

Los temas juaninos que reaparecen en el montanismo son realmente nota­bles. Se ha sugerido que el movimiento montanista es una repetición ampliada de la visión juanina. Los montanistas tomaron su término para el Espíritu, Paracleto, de Juan. Los temas de la escatología y del milenarismo, del marti­rio, del conflicto entre Roma y Jerusalén, y de la exaltación de la virginidad, todos son temas prominentes en el libro de Apocalipsis. Y en el montanismo, al igual que en el libro de Apocalipsis, notamos una marcada antipatía cristiana hacia todo el sistema opresivo que Roma representaba.

Conclusión

En el fondo, detrás de las ideas y de las prácticas que nos parecen un tanto extrañas y exageradas, detrás del milenarismo y la extrema exaltación del celibato, podemos apreciar la presencia de un pueblo oprimido y perseguido que se resiste a someterse al diálogo con las autoridades bajo las condiciones dictadas por ellas.

El montanismo puede ser comprendido como una respuesta de parte de las clases pobres y rurales, no sólo las de Asia, sino esparcidas a través de todo el imperio, a los poderes imperiales, pero más directamente a los obispos de las iglesias urbanas en su disposición creciente a hacer las paces con el imperio. El choque del montanismo es contra una iglesia en que la autoridad está llegando a institucionalizarse en el canon, en el credo, y, sobre todo, en un episcopado monárquico.

Desgraciadamente, la iglesia mayoritaria ha sido la que más ha sufrido las consecuencias de este desenlace. En lugar de dedicar sus energías al cumplimiento de su misión como testigo del reino de Dios en medio de los reinos de este mundo, la Iglesia concentró sus esfuerzos en el combate de estos grupos disidentes en su seno. Las primeras reuniones de los obispos en los grandes sínodos de la Iglesia fueron organizadas precisamente para combatir al montanismo y contrarrestar su influencia entre las clases pobres y oprimidas.

El movimiento montanista tuvo sus simpatizantes en todo el imperio, en el occidente al igual que en el oriente. Ireneo, el obispo de la Iglesia en Lyon en el sur de Francia, le escribió al obispo de Roma rogándole que «no apagara al Espíritu» por medio de acciones severas iniciadas para su represión.

Tertuliano, que se encontraba entre los obispos y la iglesia de los montanistas, optó por estos, convencido de que ellos representaban la Iglesia verdadera. Él insistía en que el Paracleto vino a la Iglesia para establecer una nueva calidad de vida, más bien que una nueva doctrina. Él mismo llamaba a los montanistas «hombres del Espíritu».

Rechazados por la iglesia mayoritaria, los montanistas se organizaron en iglesias. En lugar de incluir el título de «obispo» entre sus ministerios, reconocieron a patriarcas y a compañeros (koinonos) del Señor. Este último título informal de honor era utilizado entre los cristianos en Asia Menor, especialmente para confesores y mártires, tales como Policarpo, entre otros [13].

En las ciudades del imperio la iglesia mayoritaria se impuso gradualmente. Sin embargo, algunos vestigios del movimiento montanista perduraron hasta el siglo V, especialmente en las áreas rurales. No obstante, aunque el movimiento montanista finalmente desapareció, otros movimientos radicales surgieron, una y otra vez, con el mismo espíritu de renovación y con agendas reformistas similares: el novacianismo, el monasticismo, el donatismo, los valdenses, los anabaptistas y muchos más.

 


1. Christian Frederick Cruse, trad.: The Ecclesiastical History of Eusebius Pamphilus, Grand Rapids, MI, Baker Book House, 1958, pp. 194-200. [Hay una trad. española reciente, Eusebio de Cesarea: Historia eclesiástica (trad. George Grayling y notas de Samuel Vila), 2 t., Barcelona, Clie, 1988. Las citas corres­ponden al t. 1, pp. 311-322, N. del E.]

2. Ibíd. , pp. 182-183.

3. Daniel Ruiz Bueno: Padres apostólicos, Madrid, Católica, 19936, (Biblioteca de Autores Cristianos), pp. 680-681.

4. Alexander Roberts, y James Donaldson, eds.: The Ante-Nicene Fathers, vol. IV, Buffalo, The Christian Literature, 1885, p. 121.

5. Johannes Quasten: Patrología, t. 1, Madrid, Católica, 1968, (Biblioteca de Auto­res Cristianos), p. 612.

6. Ibíd. , p. 605.

7. Padres apostólicos, p. 88.

8. Daniel Ruiz Bueno: Padres apologetas griegos, Madrid, Católica, 1954, (Bi­blioteca de Autores Cristianos), pp. 460 Y 449.

9. Padres apostólicos, p. 493.

10. Quasten, op. cit., p. 602.

11. W. H. C. Frend: The Rise of Christianity, Filadelfia, Fortress, 1985, p. 256.

12. Padres apologetas griegos, pp. 445-447.

13. Padres apostólicos, p. 676.