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El reino al revés The Upside-Down Kingdom
La política del lebrillo Hemos visto que Jesús tomó un camino independiente de los partidos políticos existentes en Palestina. No respaldó a los saduceos «realísticos» que trabajaban de la mano con los romanos. Rechazó los rituales de la religión convencional dirigidos por los progresistas fariseos. La serena vida de la comunidad esenia tampoco sedujo a Jesús. Y hemos visto que dio un enfático no a la violencia revolucionaria de los patriotas rebeldes. Jesús rechazó estas cuatro estrategias para enfrentar la dominación romana. En su reino están ausentes el templo, la ley oral, el desierto (o sea el aislamiento) y la espada. A pesar de que Jesús no abrazó estas opciones políticas, se mantuvo en medio de los acontecimientos. Los reinos despliegan banderas y estandartes. Simples pedazos de tela despiertan profundas lealtades emocionales e impulsan a la acción audaz. Las banderas y estandartes representan la identidad colectiva de un reino. Las banderas del reino al revés, ¡también están al revés! No son los símbolos tradicionales que enarbolan los reyes al derecho. Las banderas de nuestro reino son un pesebre, un establo, un asno, un lebrillo —o sea una palangana— una corona de espinas, una cruz y una tumba. Estos no son los emblemas que acompañan a un rey que nace en los recintos reservados en los hospitales para gente muy importante. Sus signos son limosinas blindadas, coronas doradas y el aplauso internacional. Pero no se equivoquen, Jesús es Rey. Él no entra caminando a Jerusalén; cabalga como un rey. Su montura, sin embargo, no es el blanco corcel de un comandante en jefe, sino el asno de un hombre pobre. La profecía judía consideraba que el asno era la montura real de un rey justo y humilde (Zacarías 9:9-10). Jesús es Rey; sí, pero ciertamente un rey poco común. La cruz se ha convertido en el símbolo preeminente, en el estandarte de la iglesia cristiana. Encarna el sacrificio expiatorio del amado Hijo de dios por los pecados del mundo. También simboliza el camino de la no-resistencia que Jesús adoptó ante el implacable rostro del mal. No obstante, el concentrarse únicamente en la cruz, puede infamar la misma razón de su existencia. Tres símbolos al revés fluyen juntos de la fuente del relato del evangelio: el lebrillo, la cruz y la tumba. El lebrillo es realmente el máximo símbolo cristiano. Jesús mismo usó voluntariamente un lebrillo para representar su ministerio de servicio. La cruz fue un símbolo romano, una cruel insignia del poder del Estado para ejecutar a los criminales. Los poderes gobernantes usaron la cruz, un instrumento de muerte, como reacción ante las iniciativas de servicio del lebrillo. La tumba vacía fue la palabra final de Dios. A través de las edades constituye la señal de que Dios derrotará las fuerzas del mal. En el contexto de la Última Cena, cuando su ministerio terrenal estaba por concluir, Jesús enarbola la bandera de su reino al revés. «… Se levantó de la mesa, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido…» (Juan 13:4-5). La toalla y el lebrillo son los instrumentos de trabajo del esclavo [1]. Este Rey al revés, usa las herramientas asignadas a los siervos. En lugar de los símbolos reales de espada, carroza y blanco corcel, Jesús recoge los instrumentos de servicio. En cualquier hogar en Palestina era costumbre que el esclavo lavara los pies de los invitados mientras éstos se reclinaban para comer. Como maestro de sus discípulos, Jesús tenía, por tradición, el derecho de esperar que ellos lavaran sus pies. Él se despojó de sus privilegios. En lugar de exigir servició, él sirve. Mientras Jesús se arrodilla para lavar pies, el discípulos se sienta en el lugar de su maestro. Lavar los pies no es trabajo agradable. Implica inclinarse hasta estar muy cerca de los pies sucios. El inclinarse, o doblegarse simboliza servicio obediente, tan ajeno a la arrogante actitud de «te serviré si me pagas bien». El siervo toca con sus manos los pies salpicados de tierra y barro. Normalmente un señor lava sus propias manos y rostro, pero no sus pies llenos de costras de lodo y polvo. Ese era trabajo de esclavos. El esclavo se concentra en los pies de su amo, ignorando su propia hambre. Jesús voluntariamente se inclina y realiza este trabajo sucio; nadie le obliga. El ha elegido servir. Está dispuesto a recibir órdenes. La toalla que usa es flexible. Brinda cuidado personal al ajustarse al tamaño del pie del otro. La toalla y el librillo han sido llamadas las herramientas y agentes de shalom [2]. No son símbolos vacíos, carentes de significado. Son los medios por los que algo puede realizarse. Las herramientas definen nuestro oficio. La toalla y el lebrillo son herramientas de esclavo. Lleva a cabo el trabajo que un profesional o un amo jamás realizarían. Estas herramientas nos ubican en la posición más baja al servir y elevar al otro a una posición superior. Por este simple acto, Jesús pone de cabeza nuestras jerarquías sociales y las sustituye con un nuevo orden. Al convertirnos en siervos y tomar turnos para lavarnos los pies mutuamente, terminamos con la distinción entre amo y siervo. Cuando nos volvemos siervos unos de otros, simultáneamente nos convertimos en los más grandes del reino. Esta no fue la primera vez que nuestro Rey tocó fondo. El Rey Jesús había lavado pies toda su vida. La conducta de la toalla y el lebrillo habían caracterizado toda su misión. Jesús había usado el lebrillo durante tres años, pero no para excluir a otros, como lo hacían los fariseos. Su lebrillo era el lebrillo del amor audaz. Asumía responsabilidad por otros y los recibía con beneplácito en el reino plano. No nos equivoquemos: fue su trabajo con el lebrillo el que preparó el escenario de la cruz. La cruz no cayó milagrosamente del cielo. Jesús la hubiera podido evitar. La cruz fue la consecuencia social natural de las fuerzas del mal ante la presencia del lebrillo. La cruz fue la violenta herramienta de los poderosos tratando de aplastar su ministerio de servicio. Sin lebrillo, no habría existido la cruz. En otras palabras, debemos distinguir la cruz del lebrillo que condujo a la cruz [3]. Ya hemos visto las características del ministerio del lebrillo. Jesús hostigó a los ricos que oprimían a los pobres. En el día de reposo, sanó a los enfermos y arrancó espigas. Comió con pecadores y amó a los publicanos. Pronunció blasfemia al llamar a Dios abba, su papito, y al perdonar pecados. Violó y condenó la ley oral. Recibió con beneplácito ser ungido por una prostituta. Viajó públicamente con mujeres. Aguijoneó a los lideres religiosos con sus parábolas. Habló libremente con samaritanos y gentiles. Sanó a los enfermos. Bendijo a los desposeídos. Tocó a los leprosos. Entró en hogares paganos. Limpió el santo templo. Movió a multitudes. En casi toda circunstancia, desafió las tradiciones convencionales del comportamiento religioso. En resumen, trastornó las creencias profundamente enraizadas de los piadosos. Usó el lebrillo y la toalla con diligencia para servir a los impotentes, sin tomar en consideración la costumbre social. El se percató que tal conducta desafiante podría precipitar su muerte. Pero todo el hostigamiento de las autoridades en su contra y la amenaza de muerte no lograron menguar o paralizar la expresión de su amor audaz. Su conducta constituía una amenaza para los poderes atrincherados. Los sacerdotes principales y los fariseos dijeron: «Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación» (Juan 11:48). Muchas de las acusaciones presentadas durante su juicio eran falsas. Pero es indudable que los líderes judíos estaban persuadidos que esta nueva enseñanza ponía en peligro la frágil paz de Palestina. Los romanos, igualmente, se sentían nerviosos de que cualquier disturbio pudiera perturbar su control sobre Palestina. Así que, hombro con hombro, los lideres religiosos y los políticos se unieron para ejecutarlo. El era más peligroso que Barrabás, el insurreccionista político. Sin saberlo, ellos condensaron en el letrero que colgaron sobre su cruz la amenaza política y majestuosa que Jesús representaba: «Rey de los Judíos». Después de lavar los pies de los discípulos en el aposento alto, Jesús les exhorta a seguir su ejemplo: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:14-15). Jesús nos extiende esa invitación. Nos invita a unirnos al oficio del lebrillo. Nos invita a más que un ritual periódico y ceremonial. Jesús nos invita a seguir su ejemplo viviendo vidas de servicio, de perdón y de limpieza hacia los demás, de la misma forma en que él nos ha limpiado. El evangelio claramente dice que el Maestro quiere que le sigamos; y ¿cómo le seguimos? realizando el trabajo pertinente a su reino. Nos llama a entrar al reino de lebrillo, no de santos que se acomodan en mecedoras para ponderar los misterios de la salvación de Dios. La palabra y el hecho se vuelven uno en Jesucristo. La Palabra se ha hecho carne y vive entre nosotros. Nosotros encarnamos la Palabra cuando actuamos en nombre de Cristo. Las palabras sin hechos carecen de contenido, están vacías. Los hechos autentican las palabras. Los más grandes discípulos del reino son los que hacen y enseñan los mandamientos (Mateo 5:19). «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7:21, énfasis añadido). Las ovejas y los cabritos serán separados en el juicio de acuerdo a sus obras relativas a vestir, alimentar, visitar y hospedar a los necesitados (Mateo 25:31-46). Los miembros de la familia de Dios son los que hacen su voluntad (Marcos 3:35). Jesús compara al que oye y actúa según sus palabras, a un hombre sabio. «¿Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que yo digo?» dice en Lucas 6:46. Al escriba le manifiesta que tendrá vida eterna si obedece el Gran Mandamiento (Lucas 10:28). Después de relatar la historia de El buen samaritano, Jesús dice: «Ve, y haz tú lo mismo» (Lucas 10:37). En forma de parábolas, Jesús nos dice que «el siervo que conociendo la voluntad de su Señor, no se preparó ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes» (Lucas 12:47, énfasis añadido en los versos anteriores). Este llamado al ministerio activo del lebrillo satura los evangelios. Se nos pide vender, dar, amar, perdonar, prestar, enseñar, servir e ir. Sólo hay una advertencia: el ministerio activo del lebrillo puede llevarnos a la cruz. Decisiones que cuestan caro Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará. Pues, ¿qué aprovecha al hombre si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a si mismo? Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles.
Por algunos años yo estuve persuadido que la cruz era un símbolo de sufrimiento; por lo tanto, cualquier sufrimiento personal constituía una cruz personal que yo necesitaba cargar. Consideraba una cruz la tragedia, el infortunio, un accidente o una enfermedad física. Era algo inevitable, algo que Dios, en su divina providencia, permitía que me sobreviniera. Como discípulo de Jesús, cargar mi cruz significaba aceptar mi tragedia y soportar mis sufrimientos sin quejas ni amargura. Dios verdaderamente camina con nosotros en medio de nuestras tragedias personales. El Dios que tiene contados cada uno de los cabellos de nuestra cabeza, ¡ciertamente cuenta cada lágrima! Pero creer que cargamos nuestra cruz principalmente a través de nuestros dolores personales es malinterpretar burdamente el significado bíblico de la cruz [4]. Una cruz no es algo que Dios pone sobre nosotros. No es un accidente o una tragedia fuera de nuestro control. Una cruz es algo que escogemos deliberadamente. Podemos decidir si queremos aceptar o no una cruz. Las palabras de Jesús, «Si alguno quiere...» implica una elección libre y deliberada. Dios no impuso a Jesús la cruz por la fuerza. La cruz fue el resultado natural, legal y político de su ministerio de lebrillo. Mucho antes de Getsemaní, Jesús se dio cuenta que la cruz sería el resultado inevitable de su agresivo ministerio de servicio. Repetidamente advirtió a sus discípulos que finalmente sufriría y moriría. Aun en Getsemaní su súplica al Padre para que «si es posible, aparta de mí esta copa» no fue una lucha contra el predeterminado plan divino. Fue una lucha para continuar viviendo voluntariamente el camino del amor, aun en medio de la violencia física. Era la tentación de huir, de pelear, de devolver los golpes cuando enfrentara la horrorosa cruz. Ver la cruz como algo menos que una elección voluntaria, convierte en una farsa la tentación de Jesús en el desierto. Es más, lo convierte en un títere irreflexivo y escarnece la integridad de toda su vida. La cruz es una decisión onerosa. Tiene consecuencias sociales muy caras. Podríamos parafrasear a Jesús diciendo: «Toma tu lebrillo en plena conciencia que puede acarrearte sufrimiento, rechazo, castigo y aparente fracaso». Jesús aclara cuáles son las consecuencias sociales de carga la cruz, en tres maneras. Primero, debemos estar dispuestos a negar toda ambición personal antes de poder tomar una cruz. Los valores que nuestra sociedad aplaude rigen la ambición personal. Negarnos a nosotros mismos, sin embargo, no significa desestimarnos o rebajarnos. Significa rehusar permitir que los valores de nuestro entorno secular moldeen nuestra ambición. Segundo, Jesús dice que si le seguimos podría parecer al mundo que hemos «perdido» nuestra vida. Podríamos parecer fracasados sociales si nos involucramos en ministerios importantes de servicio. Puesto que las herramientas de nuestro oficio son las herramientas de un esclavo, y los esclavos son personas fracasadas, según los parámetros de este mundo podría parecer que hemos «perdido» nuestra vida. Las palabras de Jesús enuncian la inversión más fundamental del reino al revés. El dice, en esencia, que si nos ceñimos la toalla y tomamos el lebrillo por amor a él, el mundo nos repudiará. Pero si jugamos según las reglas del juego del mundo, y pareciera que hemos alcanzado el éxito, podríamos haber «perdido» nuestras vidas para el reino de Dios. Tal choque directo entre los valores del reino y los valores del mundo es, indudablemente, algo muy duro. Pero una éxegesis justa no puede rendir un significado diferente. Jesús hace alusión a la tercera consecuencia social de la cruz cuando habla acerca de la vergüenza. La vergüenza es un concepto social. El observa que podríamos avergonzarnos de participar en el ministerio del lebrillo pues éste va en contra de las corrientes sociales predominantes. Por algún tiempo podríamos usar la toalla y el lebrillo; luego el ridículo podría tentarnos a dejarlos de lado y a jugar según las viejas reglas. Y así concluye diciendo que si nos avergonzamos de él y de sus palabras, el Hijo se avergonzará de nosotros (Lucas 9:26). «Y a cualquiera que me niegue delante de los hombre, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 10:33). Estas tres claves señalan al hecho que Jesús no hablaba de una cruz interior, espiritualizada o mística; tampoco estaba hablando de accidentes. El habla de decisiones costosas, decisiones que implican resultados sociales reales y diarios (Lucas 9:23). Su propia decisión de entrar a Jerusalén para limpiar el templo provocó su muerte violenta en la cruz. Analizando los costos Para Jesús la vida del discípulo es un compromiso serio pues termina con toda otra lealtad o vinculo. «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo». El comprende que el camino del lebrillo es muy costoso. Teme que sus devotos seguidores malinterpreten cuál es el precio que tienen que pagar por seguirle. Un día, cuando una multitud de entusiastas le seguía, les relató dos parábolas para subrayar el costo (Lucas 14:25-33). Cierto hombre decide construir una torre. Se sienta y calcula el precio de los materiales que necesitará, antes de comenzar su construcción. Si tuviera que suspender la construcción por falta de fondos, todos sus vecinos se burlarían de él y ridiculizarían su estupidez. De la misma manera, los discípulos que no consideren cuidadosamente el costo social de seguir a Jesús, se verán como tontos si rompen su compromiso. En el segundo relato, un rey se prepara para guerrear contra otro rey. Se sienta y calcula la fuerza de ambos ejércitos para ver si tiene una oportunidad razonable de ganar. Si errara en sus cálculos respecto a la fuerza de su enemigo y entablara combate con pocos soldados, su ejército sería aplastado. Los discípulos también deben calcular el costo de seguir a Jesús. En otra ocasión, dos admiradores quieren seguirlo como discípulos. Jesús recuerda al primero que la vida del discípulo trae consigo inseguridad y ostracismo social. «El Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza» (Lucas 9:58). El otro primero quiere ir a su casa a despedirse. Jesús le recuerda: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios» (Lucas 9:62). Con una mano se guía el ligero arado usado en Palestina [5]. Con la otra mano, usualmente la derecha, se empuña una pica de seis pies de largo para acicatear a los bueyes. La mano izquierda regula la profundidad del arado, lo levanta sobre las piedras, y lo mantiene recto. El agricultor continuamente observa las patas de los bueyes para mantener el surco a la vista. El agricultor que pierde su concentración termina dando vueltas en círculos en su campo. Tal confusión espera al discípulo que no se consagra totalmente al ministerio del lebrillo. En otra oportunidad, Jesús pide a alguien que lo siga. Pero éste quiere primero ir a casa para enterrar a su padre. La ceremonia del duelo duraba seis días. Jesús le dice que le siga inmediatamente, que proclame el reino, y que «deje que los muertos entierren a sus muertos» (Lucas 9:60). En todos estos casos, Jesús está diciendo primordialmente dos cosas. Primero, el que lo siga tendrá que pagar un alto precio social. Cuando los discípulos decidieron seguir a Jesús, ellos «lo dejaron todo» (Lucas 5:11-28). Segundo, Jesús espera que los futuros discípulos se sienten y calculen el costo de seguirle, antes de tomar una decisión. Deben seguirlo sólo después de hacer un profundo análisis de costos. De lo contrario, terminarán haciendo el ridículo, confundidos y devastados. Aquí no hay ninguna magia. Los discípulos siguen a Jesús totalmente conscientes que pueden ser avergonzados o perder una promoción. Nosotros amamos y servimos deliberadamente, aun cuando esto provoque el ridículo y el hostigamiento social. Tomar la cruz significa que nos involucramos en el ministerio activo del lebrillo sabiendo que puede acarrearnos ostracismo y rechazo. El número y tipo de cruces depende del escenario social y político. El mismo acto de amor en un contexto político puede traer solamente gestos de enfado y crítica; en otro, puede traer prisión, tortura y aun la muerte. Sin tomar en cuenta la forma o aspecto de la cruz, el discípulo que sigue el ejemplo de Jesús no se desquita, no toma represalias, ni busca vengarse. Cargar la cruz no es una decisión que se tome una sola vez. Es una afirmación diaria de nuestra disposición de tomar decisiones costosas por amor a Cristo. Una y otra vez, día tras día, escuchamos el llamado: «Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14:27). «Y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mateo 10:38). Seguir el camino de Jesús no significa andar descalzo, permanecer célibe o dormir al descampado. Le seguimos, involucrándonos en ministerios de lebrillo y aceptando las consecuencias sociales que esto conlleva. Le seguimos tomando decisiones costosas, pagando un alto precio. Un asunto espinoso Como el algodón de feria, la fe cristiana con facilidad se esfuma en una piedad sin sustancia. Caemos en la tentación de poner a nuestra fe un escarchado de azúcar. Hacemos a un lado el llamado al discipulado y nos concentramos en una espiritualidad fofa y vacía. A veces nos decimos unos a otros: «sólo cree en Jesús y todo saldrá bien». Pero la sustancia de la fe cristiana radica en nuestra disposición de tomar el camino de la cruz. Las costosas decisiones a las que nos impulsa el evangelio chocan con la fe mundana que adora al Dios del éxito. Sólo sigue a Jesús, se nos dice, y tendrás éxito en casi todo lo que emprendas. Sólo entrega tu corazón a él, y subirás hasta la cima de la escalera. «Nace de nuevo» y ganarás más concursos de belleza, meterás más goles, realizarás más ventas y recibirás más galardones. ¡No! Tal teología vierte un acaramelado piadoso sobre palabras severas. Ese Jesús no aplana las viejas escaleras posicionales; sino nos ayuda a escalarlas siempre y cuando le «demos a él todo el honor y toda la gloria». Este enfoque sencillamente cubre el viejo orden social con un manto religioso. El Jesús del Nuevo Testamento nos llama a un discipulado de alto precio, a la toma de decisiones costosas. Seguir a Jesús significa no solamente transformar nuestro hábitos y actitudes personales, sino volvernos a una nueva forma de pensamiento. Esta nueva lógica del reino al revés va en contra de mucho de lo establecido que damos por hecho. Jesús nos llama a una revisión básica de valores, de conducta y de pensamiento. No es suficiente simplemente bautizar la antigua lógica y las viejas estructuras con un nuevo vocabulario. Seguir a Jesús, convertirse, significa revisar las suposiciones y hábitos de la cultura dominante. Significa la creación de una contra-comunidad. Significa elegir otra forma de vida. Esto se hace manifiesto cuando Jesús nos advierte que sus seguidores pueden perder sus vidas en este mundo. Nuestra fortísima tentación es salvar nuestras vidas en ambos sistemas. Queremos salvar nuestra vida en este mundo y en la comunidad del pueblo de Dios. Queremos tener éxito según los parámetros seculares y según los valores del reino. Pero el éxito en los reinos de este mundo con frecuencia requiere que claudiquemos, que cedamos y que nos acomodemos al sistema imperante. Es fácil diluir la naturaleza perturbadora del evangelio en los símbolos de éxito de la cultura moderna. Si el evangelio de Jesús amenazara los bastiones de poder, sus discípulos no serían una multitud popular, y mucho menos coronada de éxito. Parece que Jesús trazara una dura línea cuando dice que los que salven su vida por vivir de acuerdo a los valores del reino al revés, pueden perderla en los reinos de este mundo. En medio de estas duras palabras brilla un rayo de esperanza. La cruz no es la última palabra. Es la palabra de en medio, en la secuencia de los tres pasos: lebrillo, cruz y tumba. Y la cruz no es el símbolo de derrota final, como pareciera a primera vista. La palabra final de Dios es la tumba vacía. La cruz expone a los sórdidos poderes del mal en toda su brutalidad y violencia. La resurrección simboliza la victoria final de Dios sobre los principados de las tinieblas. Ahora los cristianos pueden vivir en esperanza, pues Dios ha triunfado sobre el pecado. Con confianza ahora tomamos los lebrillos que van seguidos de cruces. La luz resplandece al final del túnel. Nosotros, los seguidores de Jesús, tenemos fortaleza para sufrir ante el mal ¡porque la tumba vacía declara que Dios ya ganó la victoria! La comunidad al revés El poder del reino al revés radica en la vida corporativa de sus ciudadanos [6]. La vida del reino consiste en realizar las cosas de Dios juntos. Jesús no habría representado una amenaza si no hubiera reunido a su alrededor una comunidad de seguidores. Un vagamundo solitario que habla palabras llenas de sabiduría no amenaza el orden establecido. Las palabras de Jesús acerca de la riqueza, el poder, el amor y la compasión implican que su gente comparte una vida corporativa juntos. Él nos llama al arrepentimiento y a unirnos a un grupo de discípulos caracterizados por una independencia espiritual, emocional y económica. Dejando atrás sus ambiciones personales, los ciudadanos del reino utilizan sus dones para embellecer y enriquecer al cuerpo de Cristo. Por ser la comunidad de Dios encarnado, representa al reino que imparte la vida de Dios en medio de culturas inclinadas a la muerte, la destrucción y la violencia. El carácter distinto de esta nueva comunidad emergió con júbilo por primera vez en la iglesia primitiva el día de Pentecostés. La vida congregacional se reduce a veces a una asistencia periódica a los servicios de adoración los domingos y a otras reuniones ocasionales. Con frecuencia nuestras ocupaciones, profesión, pasatiempos o descanso ocupan el primer lugar. Asistir a la iglesia es agradable, siempre que tengamos tiempo. Ocasionalmente resulta necesario, por el compromiso social. Pero el llamamiento de Jesús al discipulado eleva la vida corporativa de su pueblo por encima de cualquier otra actividad. Por cierto, todas nuestras otras ocupaciones debieran latir al unísono con el pulso de la comunidad cristiana. La forma y el modelo de la comunidad cristiana puede proyectar una imagen que partiendo de sus experiencias comunales alcance formas más tradicionales. Pero la vida en el cuerpo de Cristo no debe ocupar el último lugar en nuestras actividades; sino debe ser la locomotora que energetiza todas nuestras demás actividades. La tarea de reedificar la iglesia es un mandato nuevo y apremiante para cada generación [7]. Crear una vida corporativa cimentada en los valores del reino es más vital que tener todas las respuestas a las interrogantes políticas y económicas [8]. La creación de una comunidad cristiana es en sí misma un acto político, puesto que representa una nueva y diferente realidad social. Como lo declara un erudito: «Esta es la revolución original; la creación de una comunidad diferente con su propio juego distinto de valores» [9]. Esta no es una reunión donde unos cuantos cristianos se reúnen ocasionalmente para adorar. Es, más bien, la creación de una contra-comunidad, un nuevo orden que sigue el ritmo de un compás diferente. Cuando los discípulos de Jesús se reúnen, su agenda y vida corporativa pareciera estar al revés, al compararla con las jerarquías autocráticas que existen aún en algunas iglesias. Cuando la iglesia es fiel a su misión —estar en el mundo, pero no ser del mundo— constituye una minoría profética, una subcultura diferente. Jesús llama a todos al discipulado. Pero él sabe que no todos responderán. Su movimiento no creará una sociedad totalmente cristiana. Catorce veces Jesús describe el espíritu de su tiempo con las palabras, «esta generación» [10], En todos los casos, excepto uno, Jesús reprende a «esta generación». Es perversa, desleal, incrédula, adúltera (que rompe su pacto con Dios), e impertinente. Esta generación, según las palabras de Jesús, transita por el camino ancho que lleva a la destrucción. Los seguidores de Jesús deben caminar por la senda estrecha que lleva a la vida. Mas la senda angosta no está separada físicamente de la ancha. El camino estrecho no es del mundo, pero está en el mundo. De la misma manera que la sal, la luz y la levadura, la comunidad de discípulos penetra y enriquece al mundo. Estas imágenes las usó Jesús para simbolizar una subcultura distinta, una realidad social que brinda una alternativa. La comunidad de Dios no riñe con los valores culturales imperantes, ni es peculiar sólo por el gusto de ser diferente. Los miembros del nuevo reino tienen una visión diferente, un juego de valores diferentes. Consagran su lealtad a un Rey diferente. Y a veces esa lealtad significará que navegarán contra los vientos sociales predominantes. El pueblo de Dios constantemente es tentado para que absorba los valores que le rodean. Es fácil diluir el evangelio convirtiéndolo en algo que complazca a la mayoría. Y sin que nos demos cuenta, prestamos y usamos la ideología, la lógica y las estructuras burocráticas de nuestro prójimo. Podemos añadirle un teflón religioso en la superficie, pero en el fondo, los valores y procedimientos chocan con el camino de Jesús. Las estructuras organizacionales de nuestras iglesias deben ser funcionales e importantes para nuestro contexto cultural, sin que éste lo determine. En el momento que la iglesia capitula ente el mundo, su luz se opaca, su sal se vuelve insípida y su levadura se pierde. La participación en la comunidad cristiana determina nuestro bienestar espiritual y emocional. Siguiendo el compás de un ritmo diferente requiere de una comunidad que brinde el apoyo y el respaldo necesarios a sus integrantes. La comunidad cristiana puede fomentar la participación económica de varias formas. Las diferentes partes del cuerpo pueden apoyarse unas o otras en tiempos de necesidad. La comunidad cultiva el compromiso de cuidar de las necesidades espirituales y económicas mutuas. La práctica del jubileo se vuelve posible en el contexto de este tipo de comunidad. La comunidad de discípulos ofrece un testimonio corporativo del amor y de la gracia de Dios. Sin la comunidad, el discípulo solitario es sólo otra «buena persona que hace el bien». El testimonio del amor y cuidado corporativo constituyen una notable hazaña en medio de culturas donde la norma es la venganza cruel. La comunidad cristiana encarna el diseño de Dios para la integridad, la plenitud y el shalom humanos. La participación en la vida corporativa del pueblo de Dios nos ayuda a separar la sustancia de la cáscara en la vida moderna. Como individuos fácilmente podemos caer en la funesta trampa que presentan los medios de comunicación modernos, aparentemente deslumbrante y atractiva, pero que en realidad pone a la venta los demonios del materialismo recubiertos de un azucarado de caramelo. El Espíritu Santo en la comunidad de fe nos ayuda a discernir los tiempos en que vivimos. En el contexto de la vida corporativa, el Espíritu modela los valores y estrategias del reino. Conforme discernimos los tiempos y nuestros dones, somos movilizados a ministerios significativos. La verdadera adoración y alabanza sincera brotan en el servicio hacia los demás. El pueblo fiel a Dios se mueve en un ritmo balanceado, en un diálogo de adoración y servicio. Las estrategias que emplea la gente del reino son variadas. La agenda del reino es más importante que cualquier estrategia en particular. En algunos casos la comunidad cristiana puede desarrollar y operar ministerios bajo sus propios auspicios. En otros lugares, la gente del reino provee servicios sociales y legales a los necesitados a través de una variedad de instituciones. Aun otras veces, algunos se involucran en acciones sociales para modificar las estructuras sociales injustas. La gente del reino también participa en el mundo político y corporativo, siempre que pueda permanecer fiel a la agenda del reino del revés. Otros grupos cristianos se oponen al militarismo, a la opresión económica, el racismo, el autoritarismo y a otras formas de pecado y de maldad. No obstante, siempre lo hacen bajo el estandarte del Rey Jesús. Y siempre están más preocupados en hacer justicia que en demandarla para ellos mismos. En todos estos escenarios el asunto primordial no es la conformación de una estrategia perfecta. La interrogante más importante es ésta: ¿Abrazaremos el ministerio de lebrillo aun cuando nos lleve a la cruz? Más importante que una afinada estrategia, es el servicio misericordioso que fluye de una experiencia vital de adoración y oración en la comunidad cristiana. Finalmente, todas las expresiones de ministerio y servicio deben estar encauzadas hacia los demás, no a nosotros mismos, ni a la iglesia. Deben apuntar, en última instancia, a Jesús, nuestro Salvador y Señor. Las señales de la gente del reino La gente del reino toma muy en serio este reino al revés. También sabemos reír. Sabemos que debemos trabajar en un discipulamiento personal. Asimismo hemos saboreado la gracia de Dios. Sabemos que nuestra salvación no depende de un discipulado de caras largas; pero tomamos muy en serio nuestras cruces. También nos divertimos. Ya que la gracia de Dios nos ha tocado, podemos reírnos de nosotros mismos y de nuestros esfuerzos. Comprendemos que, como de costumbre, la verdad está en algún lugar ente el discipulado radical y la jubilosa despreocupación que fluye del propio espíritu de misericordia de Dios. La vida corporativa del pueblo de Dios es visible y externa. Esta es la gente que se compromete a compartir notoriamente. Practicamos el jubileo. La generosidad sustituye el consumismo y la acumulación. Nuestra fe mueve nuestras billeteras. Damos sin esperar que se nos devuelva. Perdonamos liberalmente, como Dios nos perdonó. Ignoramos las señales estigmatizantes que ostentan los marginados. Nos mueve una compasión genuina por los pobres y los destituidos. Miramos hacia abajo y nos movemos hacia abajo en la escalera. No tomamos nuestras estructuras religiosas muy en serio; sabemos que Jesús es Señor y Amo de la costumbre religiosa. Servimos en vez de dominar. Preferimos invitar que coaccionar por la fuerza. El amor sustituye el odio entre nosotros. Shalom vence la venganza. Amamos aun a nuestro enemigos. El lebrillo sustituye a las espadas en nuestra sociedad. Compartimos el poder, amamos audazmente y hacemos la paz. Aplanamos las jerarquías y nos comportamos como niños. La compasión sustituye a la ambición personal ente nosotros. La igualdad sustituye la competencia y los triunfos. La obediencia a Jesús desvanece la fascinación mundana. Estructuras de servicio sustituyen las burocracias. Nos llamamos unos a otros por nuestro nombre de pila, ya que tenemos un solo Señor y Dueño, Jesucristo. Nos unimos en una vida común para adorar y apoyarnos y allí discernimos los tiempos y los acontecimientos. En la vida común descubrimos la dirección del Espíritu Santo para nuestros ministerios individuales y corporativos. La generosidad, el jubileo, la misericordia y la compasión, son las marcas de la nueva comunidad. Liberados de la garra de los reinos al derecho, saludamos al nuevo Rey y cantamos un cántico nuevo. Juramos lealtad a un nuevo reino que ya está presente. Somos ciudadanos de un futuro que ya está irrumpiendo. Somos los que trastornan el mundo, porque sabemos que hay otro Rey, y que su nombre es Jesús. Nosotros, los hijos de Dios Altísimo, damos la bienvenida cada día al reino de Dios en nuestras vidas. Junto con Jesús exclamamos: «Venga tu reino. Sea hecha tu voluntad en la tierra, como en el cielo». Pues en verdad es el reino de Dios, el poder de Dios y la gloria de Dios, para siempre. Preguntas para discusión
1. Estoy ciertamente en deuda con el excelente ensayo de Brueggemann (1982) sobre el oficio y las herramientas del ministerio de lebrillo cristiano. 4. Consulte a Yoder (1972:132-34) para una crítica sobre la forma en el que el vocablo «cruz» es típicamente usado en el cuidado pastoral protestante. 6. Hauerwas (1983) ofrece una visión creativa de la apacible comunidad del nuevo reino. 7. Wallis (1976) presenta en el capítulo 5 un excelente argumento acerca de la urgencia de restaurar la iglesia. |