Gozo inefable después de tristeza inconsolable
por Dionisio Byler

  gozo

Este tema se basa —sin ser lo mismo— en lo que prediqué este año el domingo de Pentecostés. Se me ocurre, sin embargo, que viene igualmente a cuento ahora en la temporada de Adviento, cuando recordamos el anhelo ferviente en el pueblo de Dios, de que por fin les llegase el Mesías prometido por los profetas de Israel.

Eran tiempos oscuros. El tirano Herodes el Grande reinaba en Judea con formas y valores grecorromanos, tutelado por el Imperio y obligado a adaptar sus políticas a las de Roma. Bien es cierto que Herodes reconstruía el Templo de Jerusalén con un esplendor y gloria que ni en tiempos de Salomón eran imaginables. Pero también construía templos paganos y un puerto nuevo, Cesarea Marítima, en honor al emperador. Un templo dedicado al divino César Augusto presidía desde las alturas la llegada de los navíos a puerto.

Es de suponer que no solamente el anciano Simeón y la viuda Ana —que nos cuenta el evangelio de Lucas— sino muchos otros judíos piadosos también, clamaban a Dios continuamente que llegase ya el Salvador.

En cuanto a Pentecostés, los 120 seguidores más íntimos de Jesús llevaban ya una montaña rusa de sentimientos encontrados en los meses previos.

El Domingo de Ramos se habían emocionado como quién más con la aclamación de su humilde rabino galileo, que cabalgaba sobre una burra aclamado a viva voz por multitudes, con hosannas y vivas al hijo de David. Se las prometían gloriosas, se veían ya en la inauguración del eterno reino de Dios.

Pocos días después veían a Jesús juzgado por un tribunal que ya lo había condenado antes de la formalidad del juicio, condenado a la peor muerte imaginable, la tortura mortal de crueldad extrema, de la cruz reservada a esclavos rebeldes. No por ser culpable de nada, sino por pura conveniencia política para evitar altercados en las calles de Jerusalén.

Unas 60 horas después, corría entre ellos la noticia de que Jesús volvía a estar vivo, que le había visto María, que se había aparecido a dos de ellos en el camino a Emaús, que lo habían visto diez discípulos, días después once con Tomás. Encuentros fugaces en Jerusalén, en Galilea…

Y después, la desazón de su ascensión al cielo. Su dejar ya de aparecerse entre ellos en cualquier momento. Promesas, sí, de volver algún día, de enviar su Espíritu Santo para llenarlos de poder; pero ausencia al fin, que les tenía que parecer imposible de paliar con nada en el mundo.

Y entonces, como es natural, como es propio de la naturaleza humana cada vez que nos sentimos desanimados, perseguidos, atormentados de dudas o por circunstancias difíciles, en momentos trágicos o angustiosos de soledad y separación, por muerte o por distancia… Entonces, decía, claman los 120 con intensidad y asiduamente al Señor en oración. Se reúnen una y otra vez para elevar al cielo sus oraciones, su clamor, su petición de que otra vez su suerte tome un giro de 180 grados.

No digo nada nuevo, que no se haya observado ya mil veces, si afirmo que es especialmente en circunstancias trágicas o estresantes, cuando nos sentimos abrumados por el futuro, que nos abrimos especialmente a Dios. Pero lo que vengo a proponer es que esa intensidad de clamor a Dios pareciera ser el estado de ánimo que es esencial para que Dios pueda derramar sobre su pueblo su Espíritu. Si tú buscas un Pentecostés personal, supongo que Dios te lo puede dar en cualesquier circunstancias. Pero lo más probable es que se derrame sobre ti una unción especial del Espíritu Santo, solo cuando tu petición sea urgente, intensa, apasionada, sin tregua.

Es engañoso construir teología sobre la experiencia personal, por cuanto esta es, además de personal, subjetiva. Aunque uno la viva como revelación divina, no nos proporciona la misma seguridad que lo que nos revela la Sagrada Escritura. Pero podemos, sí, poner aquí un ejemplo personal, una vez observado el principio bíblico de que el clamor intenso delante de Dios suele ser la antesala de un feliz resplandor de gracia divina.

En mis años de estudiante universitario en Estados Unidos, lejos de mi familia que vivía a la sazón en Uruguay, entré el tercer año en un ciclo de sentimientos lúgubres y difíciles, a los que no conseguía sobreponerme. A pesar de mi dedicación personal a Dios, mi conducta intachable, mi lectura de la Biblia cada día, mi participación en un grupo de estudiantes que nos reuníamos para orar, cantar coritos y estimularnos unos a otros a la vida en Cristo, mi participación asidua en la iglesia… A pesar de todo eso no conseguía quitarme del alma ese oscuro nubarrón que empañaba mi ánimo. Leyendo una mañana aquel texto donde el apóstol exhorta «Estad siempre gozosos», algo en mi interior se sublevó.

Puse llave a la puerta de mi habitación, caí de rodillas junto a mi cama, y le dije al Señor: «De aquí no me levanto hasta que no me llenes de tu gozo. ¡Que así no puedo seguir!»

No sé qué es exactamente lo que esperaba al derramarme en lágrimas ante el Señor implorando un cambio en mi estado emocional, pero desde luego lo que jamás imaginé fue lo que en realidad sucedió.

El Señor me empezó a hablar en voz alta —cualquiera diría que estaba loco, pero a mí me parece que no— y a reprocharme las muchas otras cosas que había en mi vida que eran para mí más importantes que él. Empezando por mi amiga más querida, a cuyo lado era feliz como no lo era con nadie. Nuestra relación era de amistad, de intimidad en conversación y actividades y gustos compartidos, no intimidad de pareja. Yo —bien es cierto— deseaba que nuestra relación fuese más que eso, pero ella me quería como amigo y pasaba horas conmigo como amigo. Y me dejaba claro que nunca habría más que eso.

Hubo que entregarle al Señor, con lágrimas y bastante resistencia de mi parte, todo ese entramado complejo de sentimientos frustrados típicos de todo joven en cuanto a intensidad, aunque cada joven lo vive como un mundo único, que nadie jamás ha vivido antes ni nadie en el mundo podría comprender. El caso es que el Señor me acusó de idolatría, de idolatrar a esa amiga, y me dejó claro que la única manera de vivir gozoso era renunciar a mi ídolo.

Con llantos renuncié a esa idolatría, pero ese no era más que el principio.

Una por una, el Señor me fue mostrando todas las cosas que había en mi vida, que por importarme más que lo que me importaba Dios, venían a constituir en mi vida idolatría. Yo, que me creía un buen joven cristiano evangélico, ¡vaya antro de ídolos era mi corazón! ¡Cuándo no esa oscuridad del alma, esa ausencia del gozo del Señor! Renunciar a cada uno de esos ídolos, uno a la vez, me partía el alma y más me deshacía yo en lágrimas.

No sé cuánto tiempo estuve así. Si media hora o tres horas. Hasta que al fin la voz del Señor ya no tenía más ídolos que reprocharme y su silencio me dejó en paz.

Entonces ya no había estorbo en mi corazón al derramamiento del gozo del Señor. La única manera que podría describir ese gozo inefable, indescriptible, es como se lo expliqué a alguien esa misma tarde. Era como si hubiera estado viviendo en blanco y negro y de repente empezaba a ver en color. De hecho, recuerdo que me maravillaba la belleza y luminosidad de todos los colores que veía. Tenía ojos nuevos; era capaz de reír de alegría porque todo lo que veía me parecía de una hermosura increíble. No sé si mis pies tocaban el suelo. Me parece que esos días a continuación flotaba en el aire. Si loco antes —cuando oía en voz alta la voz del Señor— rematadamente loco ahora, pero de felicidad.

¡Gozo inefable como el día de Pentecostés!

Preparemos nuestros corazones, esta temporada de Adviento, para recordar la luz admirable que alumbró a la humanidad y cambió nuestras lágrimas en carcajada.