Teología sana, sequedad espiritual
por Lynn Kauffman
En una reunión reciente de un grupo de rehabilitación que sigue el programa Ocho Decisiones que Sanan tu Vida, uno de los asistentes trajo por accidente la Profesión de fe de los Hermanos Menonitas, en lugar del manual de estudio para el grupo. Eso pudo pasar, por el gran parecido entre ambos en cuanto a cubierta y tamaño.
Esto me puso a pensar acerca de cómo necesitamos equilibrio en nuestro caminar con Dios. Por una parte tenemos la invitación a descubrir a Dios y su enseñanza estudiando y reflexionando sobre el texto bíblico. En muchos sentidos, este tiene que ser nuestro punto de partida para una vida abundante. Pero Dios nos invita también a recibir sanación de nuestras heridas y de nuestros hábitos perjudiciales, para ordenar nuestras vidas «para que se parezcan a la de su Hijo» (Ro 8,29). Los dos manuales confundidos por su parecido externo, bien pueden representar esas dos invitaciones que discurren en paralelo.
La verdad que libera
Las palabras de Jesús a un grupo de creyentes nuevos en Juan 8,31-32 resaltan esta necesidad de conocer la verdad mentalmente pero también experimentarla para vivir bien: «Si ponéis en práctica lo que os digo, seréis de verdad discípulos míos. Experimentaréis personalmente la verdad, y la verdad os hará libres». Libres para vivir con más paz, felicidad y propósito. Libres y a salvo de nuestros pecados habituales y pensamientos nocivos. Libres para amar a nuestros hermanos como Jesús nos ama a nosotros. Libres para ser sal y luz para este mundo dolorido.
«Saber acerca de Dios» a través de la Biblia debería ser algo que nos lleva a «conocer a Dios» personalmente. Entonces Dios derrama sanación espiritual y emocional en nuestras vidas conforme le vamos obedeciendo. Saber acerca de la verdad, por sí solo, jamás nos podrá hacer libres.
Es trágico que muchos cristianos tienden a concentrarse en llegar a un conocimiento correcto de la Biblia y de la doctrina, mucho más que en alcanzar a ser sanados de actitudes y conductas malsanas. ¿Cómo lo sé? Porque así estaba yo. Lo he vivido. Conozco la triste realidad de relaciones rotas, sequedad espiritual, y esclavitud a pensamientos y pecados que destruyen, cuando no procuraba una maduración espiritual, emocional y en mis relaciones personales a la par que ahondaba en el estudio bíblico. Veamos los resultados cuando saber acerca de Dios y de la Biblia no procede a la par con conocer a Dios personalmente.
Relaciones rotas
Las relaciones rotas y malsanas parecen florecer cuando nos dedicamos más a estudiar la Biblia que a atender a nuestras relaciones. Recuerdo el ejemplo de tres misioneros americanos en España. Los tres habían estudiado en el mismo seminario evangélico conservador. En cuanto a doctrina estaban de acuerdo. Tenían un conocimiento inmenso de la Biblia. Los tres eran maestros excelentes. Pero sus relaciones entre sí habían decaído. Eran incapaces de trabajar juntos. En algún caso les costaba asociarse con ningún otro.
Un letargo espiritual
La sequedad espiritual también aparece cuando todo es cerebro pero no hay sanación. El doctor Jack Deere, profesor de Hebreo y Antiguo Testamento en el Seminario Teológico de Dallas durante once años, tenía una comprensión distorsionada del gran mandamiento. En lugar de amar a Dios y al prójimo por sobre todas las cosas, para él «el primer mandamiento» había llegado a ser «Cíñete a la doctrina correcta» y el segundo, «Convence a tu prójimo de que tu doctrina es la correcta».
El resultado de una forma tan distorsionada de pensar fue que Deere fue padeciendo una pérdida paulatina de intimidad con el Autor de la Biblia, y de amistad con otros. Al final dimitió de su cátedra y se dedicó como pastor y maestro a conocer íntimamente a Dios y «fortalecer a los débiles, sanar a los enfermos, vendar a los heridos, recoger a los descarriados y buscar a los perdidos» (Ezequiel 34,4).
Jamás podré olvidar la confesión que hizo Waldo Hiebert, un pastor eminente entre los Hermanos Menonitas, y profesor cuando yo estudiaba en el Seminario Bíblico de los Hermanos Menonitas (hoy Fresno Pacific Bible Seminary) a principios de los años 80. En un culto en la capilla del seminario dejó de lado repentinamente sus apuntes, y tras una pausa confesó: «Estoy seco espiritualmente». Su rostro dejaba ver la honda tristeza de su alma. De ello vino una reorientación de su tiempo y sus energías, para vivir y enseñar acerca de las disciplinas espirituales.
Podría referirme también a lo que sé de otros profesores de seminario, maestros y guías y discípulos de Jesús que he conocido. Cada uno ha aprendido a hallar un bello equilibrio entre el rigor académico de estudio bíblico, y vivir vidas rectas y en sana relación con el prójimo. También debería mencionar que en esta lista hay numerosas mujeres, algunas de ellas en la comunidad de inmigrantes donde hemos servido últimamente. Su conocimiento de Dios y de las Escrituras se ha visto equilibrado con vidas sanas que tienen una influencia positiva en otros.
Actitudes y pecados sin tratar
Por último, cuando la obtención y comunicación del conocimiento de la Biblia concentra todos nuestros esfuerzos, es frecuente que sigamos tropezando con los mismos pecados y actitudes del pasado a no ser que los hayamos sabido tratar. Son como una carga imposible de llevar, que pesa sobre nuestras espaldas y nos roba energías y hasta la misma vida. Nos parece imposible conseguir librarnos de ello.
Cuando acepté a Jesús a mis veinte y pico años, experimenté mucha transformación en muchas áreas de mi vida. Pero no en todas. Por ejemplo, durante casi toda mi vida he tenido luchas en cuanto a la ira, la amargura, la lascivia, la compulsión a agradar a los demás, compulsión a controlarlo todo, y envanecimiento espiritual.
Está claro que, en cuanto a esas cosas, no había experimentado que «la verdad os hará libres». Una consecuencia de ello fue llegar al borde de padecer un colapso nervioso mientras servía como misionero fuera de mi país, y eso muy a pesar de mi preparación excelente con títulos de escuela bíblica y seminario. Solo ha sido en los últimos quince o veinte años que he experimentado un proceso lento —tres pasos adelante, dos hacia atrás— de liberación. Ya no me encuentro en la misma condición que antes.
Por consiguiente, mis relaciones son ahora mucho más sanas. Mi gozo interior y paz están aumentando. Más que nunca disfruto de andar día a día con Dios. Aunque todavía tengo bastante camino por delante. Siempre seguiré descubriendo aspectos de mi vida sujetos a pecado, conforme voy ajustando mi vida cada vez más a los caminos de Jesús y no a los de otros individuos.
Santiago nos dice: «Confesaos mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros y obtendréis sanación. Mucho puede conseguir la oración del justo» (Stg 5,16). Sería más literal poner: «Practicad continuamente el confesaros mutuamente y orar unos por otros». Tales prácticas en relación con el pecado han de ser una actividad habitual en la vida del cristiano y de su comunidad eclesial. El resultado que se promete, es el de ser sanados. Una sanación que por supuesto puede ser de alguna dolencia física, pero que muchas veces tiene que incluir sanación espiritual y emocional.
Hace dos noches me reuní con el grupo de hombres que cursan Ocho Decisiones que Sanan tu Vida. Es el quinto grupo en que he participado a lo largo de los años. Siempre me ilusionan estos encuentros. Ha habido pocas reuniones en la vida de la iglesia, que Dios haya usado tanto para traer a mi vida una sanación a muchos niveles.
Pablo nos dice en 1 Corintios 8,1 que «el conocimiento hincha pero el amor edifica». Podríamos ampliar esa idea como sigue: «El conocimiento por sí solo hace que las personas sean engreídas y vanagloriosas; pero el amor que procura desinteresadamente lo mejor para los demás, edifica y estimula a madurar en sabiduría». Quiera Dios que seamos la clase de seguidores de Jesús y su reinado, que está aprendiendo y siendo sanada a fin de edificar a otros en la fe, para ser sal y luz en medio de un mundo dolorido.