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¿Cadáveres que contradicen a Dios? ¡Anda ya!
por Dionisio Byler

El 28 de julio (2017) se publicó en El País un artículo, firmado por Nuño Domínguez, titulado «Los cadáveres que contradicen a Dios con su ADN». Naturalmente, un título así atrajo mi atención. En síntesis, los cadáveres en cuestión son los de la población cananea, cuyo ADN según se ha podido analizar en excavaciones arqueológicas, viene siendo desde hace 5.000 años el mismo que el de la población del Líbano hoy día. Con ello, el título del artículo da a entender un cierto regocijo de poder demostrar a los cristianos que vivimos engañados.

Abandona así el estricto reportaje de una noticia científica, que es lo que pretende ser, para entrar al campo de la polémica contra la religión.

Como divulgación popular de un estudio científico el artículo es intachable. Como conocimiento de lo que Dios puede haber dicho o no, sin embargo, resulta deficiente. Solamente es posible «contradecir» lo que alguien de verdad haya dicho. Según el artículo, parecería ser que Dios habría dicho que los cananeos fueron exterminados sin dejar un solo sobreviviente sobre la faz de la tierra. Entonces la supervivencia del ADN de los cananeos en la población presente del Líbano sería una contradicción con lo que Dios habría dicho.

Aquí hay tres errores, uno de ellos más preocupante que los otros dos. El error más preocupante, por lo muy extendido que se halla, es el de pensar que Dios «dijo» todo lo que «dice» la Biblia. Esto demuestra un desconocimiento demasiado difundido, incluso entre cristianos, acerca de lo que la Biblia es, cómo es que la Biblia llega a existir, y cuál es la utilidad de la Biblia para el pueblo de Dios. A esto volveremos al final.

Los errores más superficiales sencillamente ponen de manifiesto, uno, desconocimiento de lo que pone la Biblia sobre los cananeos; y dos, desconocimiento de lo que ya ha venido descubriendo la investigación historiográfica desde hace décadas, acerca de la relación entre esa historia y las narraciones bíblicas sobre los cananeos.

Lo que pone la Biblia sobre los cananeos

En el libro de Génesis vemos una estrecha convivencia entre Abrahán y sus descendientes, con la población autóctona de Canaán. Hablan el mismo idioma y se entienden perfectamente. Tienen las mismas formas de explotación agropecuaria, la misma tecnología y metalurgia, las mismas armas de guerra. Parecen compartir unas mismas costumbres, tal vez hasta unos mismos valores. En algunos relatos de Génesis hasta parecen adorar al mismo Dios.

Pero además, después de Abrahán, Isaac y Jacob (que se casaron con su hermana y sus primas) los demás descendientes se mezclaron con la población cananea. El caso de Judá es el más emblemático, por ser el fundador de los judíos. Su esposa que le dio tres hijos fue cananea; y su nuera, con la que él tuvo ilegítimamente otros dos, también. Es decir que según el relato de Génesis, el ADN de todos los judíos es a partes iguales israelita y cananeo.

A lo largo de la Biblia, y a pesar del interés que ponen los relatos bíblicos en la genealogía, el caso es que se pertenece o no al pueblo de Dios por devoción y obediencia a Dios, no por genética. El grueso de la descendencia de Israel se diluye en paganismo y desaparece del relato bíblico. Entre tanto una minoría de auténticos «hijos de Abrahán» —que lo son por conservar la fe de Abrahán aunque sus antepasados fueran egipcios, cananeos, filisteos, sirios, asirios o babilonios— guardan los mandamientos y mantienen viva la fe. Esto es lo que dice la Biblia.

En el Nuevo Testamento tenemos el encuentro de Jesús con una mujer extranjera a cuya hija sana. En Marcos 7 la describe como «sirofenicia», es decir libanesa; pero en Mateo 15 la describe como «cananea», que es el término hebreo equivalente. Si bien es cierto que algunos capítulos del libro de Josué podrían interpretarse en el sentido de que Josué exterminó a toda la población cananea, el propio libro de Josué, así como Jueces, nos desengaña rápidamente de esa impresión; y el Nuevo Testamento sigue reconociendo la supervivencia de esa población con la más absoluta naturalidad.

Lo que hoy sabemos sobre la historia de Canaán e Israel

Este estudio de ADN no aporta ningún dato nuevo, mucho menos revolucionario. En las últimas décadas la historiografía de la tierra de Canaán e Israel en los siglos que cuenta el Antiguo Testamento, ha tomado dos rumbos diferentes.

Por un lado, el estudio y la predicación del Antiguo Testamento nos requiere a los cristianos seguir familiarizados con la secuencia y la lógica de sus narraciones, desde Génesis hasta los últimos profetas.

Y por otro lado, la historiografía secular ha tomado sus propios derroteros, basándose en las excavaciones arqueológicas y en textos que se han podido excavar y descifrar. No entraremos a describir el resultado más allá de este detalle, de que al no reconocer veracidad absoluta a ningún texto escrito, el historiador secular los considera todos y llega a sus propias conclusiones sobre lo que pudo haber sucedido. No lo hace por maldad ni por descreimiento, sino por la propia exigencia de su disciplina profesional como historiador secular.

En cuanto a los cananeos, sin embargo, la historiografía secular tiende a coincidir con lo que se puede entender leyendo cuidadosamente los detalles de las narraciones bíblicas. Israel es en sí misma la continuación y permanencia de Canaán. Israel es Canaán, ya no en la edad de bronce sino en la edad de hierro, aunque adoptando una nueva identidad «israelita» o «judía».

Lo que dice Dios y lo que dice la Biblia

Biblia

Decía al principio que este tercer error es el más preocupante: el de confundir lo que dice Dios y lo que dice la Biblia. Sobre esto ya he escrito más de la cuenta en varios de mis libros, de manera que aquí procuraré extremar la brevedad.

El texto Bíblico trae las voces de una multitud de personajes y de personas. Multitud de personajes, en el sentido de que en los muchos diálogos que ahí vienen escritos, ¡hablan más personajes que en una novela de Tolstoi! Por no faltar, en la Biblia hasta habla el diablo como personaje literario. Pero hablan también muchas personas: esa multitud de anónimos sabios escribas judíos que nos legaron el texto que hemos recibido como Antiguo Testamento, y hablan también los autores del Nuevo.

En toda esa multitud de voces, de voces de personas que pusieron sus pensamientos con pluma sobre pergamino, de voces de personajes literarios que con esa pluma y pergamino cobran vida y hablan, habla también Dios. A veces como un personaje literario más, pero eso no es lo más importante.

Dios habla interpelándonos misteriosamente mediante las palabras de la Biblia, para tocar nuestro espíritu interior, nuestra mente, sensibilidad, nuestros sentimientos de culpa, gratitud, regocijo, tristeza, devoción, religión… Esto es algo que nos llega en paralelo con el texto y las palabras del texto. No es lo mismo. Es algo superior, algo más allá, subyacente… Envuelve la totalidad de nuestra experiencia de cada día abrir la Biblia, ponernos en disposición de oración, abrirnos a Dios deseando su Palabra fresca que nos renueve, y empezar a leer.

Aunque no siempre. Habla cuando Dios quiere, no cuando nosotros. Y la lectura de la Biblia muchas veces nos resulta a todos aburrida y estéril hasta que cualquier día, inesperadamente, ¡habla!

Entrar a considerar la doctrina de la revelación nos llevaría a analizar más detenidamente qué es lo que decimos cuando empleamos términos como «revelación» o cuando decimos que Dios «habla». Veríamos el lugar privilegiado que tiene la lectura (o el oír leer, o el recitar de memoria) la Biblia, para la revelación divina que se derrama en nuestra mente y espíritu. Pero lo esencial aquí es reconocer que esto, la Palabra de Dios, es algo muy diferente a palabras en tinta sobre papel.

Dios no está muerto. Sigue hablando hoy. En continuidad y sintonía con lo escrito, pero sigue hablando. Dios tal vez no cambie, pero la humanidad y nuestras sociedades humanas seguimos evolucionando continuamente. Vivimos situaciones y perplejidades novedosas que llevan a un Dios vivo a decir cosas nuevas, diferentes, cosas que aunque vienen del mismo Dios que no cambia, sin embargo no coinciden del todo —en algunos particulares tal vez no coincidan en absoluto— con lo que dijo a la humanidad en otra era y con otras preguntas e inquietudes y miedos en sus corazones.

Ante la inmensidad de nuestros dilemas y nuestras dudas hoy día, ante el hecho terrible y sin precedentes de un planeta que se nos muere, frente a los millones de refugiados que huyen de su ciudad o de su país por el hambre o la guerra o la violencia desbocada, ¡Dios habla hoy! ¡No está muerto! ¡Escuchad!