Iglesia menonita hoy día (Indiana, EEUU). Los tópicos de rusticidad agraria del pasado ya no son útiles, porque los menonitas nos desenvolvemos con naturalidad en todas las sociedades y en todo tipo de actividad y profesión.
Aunque todo el mundo diga lo contrario
VI. Por qué me identifico como menonita
por Dionisio Byler
Un testimonio personal
Muchos, seguramente, se preguntarán por qué iba a querer alguien identificarse con una «denominación» cristiana. Sería positivo que nuestros lectores de otras tradiciones, pongan también en valor aquella a que pertenecen. |
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Desde tiempos bíblicos, el pueblo de Dios se ha visto en la circunstancia de que cada persona, además de saberse parte de este pueblo de Dios en general, también ha asumido otras formas de identificación. En Israel eran doce tribus, por ejemplo. No siempre se llevaron bien, aunque siempre se supieron inseparablemente emparentadas.
Diversidad desde los inicios cristianos
Desde el principio los seguidores de Jesús gozaron de una notable diversidad y autonomía local, obligada por las distancias y la precariedad de las comunicaciones.
Inicialmente el abanico de los cristianos abarcó desde los que estaban convencidos que para hacerse cristiano primero había que hacerse judío, hasta gentiles que se avergonzaban de las raíces judías de su fe. El Nuevo Testamento consagra el esfuerzo apostólico por conseguir un camino medio entre esos dos extremos pero por eso mismo, nos permite ver que esos extremos existían.
Después de que la iglesia adoptara el imperio y sus valores como propios, acabó dividida en tres ramas principales:
Con la Reforma protestante saltó por los aires la unidad institucional de todos los cristianos occidentales bajo el Papa. Desde entonces han proliferado innumerables «denominaciones», cada una con su propia génesis, su propia historia, su propia razón de ser y llamamiento por el Espíritu de Cristo. Esto solamente es negativo si se considera que la única unidad deseable es la institucional, con una misma jerarquía eclesial. Jesús es la cabeza viva y real de su iglesia, sin embargo; y como no ha dispuesto ese tipo de unidad institucional, hay que considerar que seguramente no será eso lo que le interesa.
Si Jesús nunca jamás ha dispuesto en su iglesia una unidad institucional, unidad de doctrinas y jerarquías, tal vez tenga que ver con el hecho de que Dios siempre ha valorado la diversidad como algo positivo. No hace falta más que fijarse en la naturaleza y la maravillosa multitud de seres vivos diferentes que Dios disfrutó de crear.
¿Y entonces por qué iba a querer Dios otra cosa que diversidad en la iglesia? Lo que ha hecho es generar toda suerte de comunidades de fe diferentes, aptas para las necesidades particulares de cada individuo que se cuente como hijo de Dios y discípulo de Jesucristo. Comunidades que el Espíritu Santo ha impulsado como respuesta a las diferentes circunstancias que ha afrontado el cristianismo a lo largo de la historia.
Llamarnos unos católicos, otros luteranos, otros metodistas o bautistas o pentecostales —y sí, también, otros menonitas— no tiene entonces nada de negativo o perjudicial para la iglesia, a no ser que con ello alguien quiera señalar un desprecio del prójimo. Y desde luego no es menos virtuoso que pretender ser cristianos «de marca blanca», genéricos, donde es imposible precisar su origen ni su composición teológica. Entiendo que esto último también es respetable dentro de la diversidad, pero no que se pretenda que es superior.
El redescubrimiento de los anabaptistas
En la rama del cristianismo histórico donde me encuentro, existe últimamente una clara tendencia, acaso irresistible, a preferir identificarse como anabautistas en detrimento del término menonitas, que fue durante siglos el término preferido. Yo, sin embargo, sigo prefiriendo identificarme como menonita, y en el resto de este artículo procuraré explicar por qué.
Hay, seguramente, motivos comprensibles por ese abandono de la identificación como menonitas. Hay quien rechaza la idea de rusticidad rural que se atribuye a los menonitas en algunos países. Hay algunos grupos de menonitas que en sus comunidades tradicionalistas han rehusado los avances tecnológicos del último siglo. Algunas comunidades menonitas son bastante tribales: están todos sus miembros emparentados entre sí desde hace siglos, comparten apellidos y rasgos genéticos derivados de las dos grandes ramas de sus orígenes, la suiza y la neerlandesa. En algunos países de América estos menonitas «étnicos» conservan sus dialectos del alemán que trajeron consigo sus antepasados al inmigrar.
Todos estos rasgos de algunas comunidades menonitas —la rusticidad, el atraso tecnológico, el tribalismo, el idioma propio— hacen que les resulte muy difícil evangelizar a otros; y también muy difícil integrarse en esas comunidades quien no haya nacido en ellas. Es comprensible entonces que otros menonitas, con mentalidad más evangelizadora, deseen distanciarse de esa identificación.
La alternativa se presentó, entonces, con el redescubrimiento de las raíces anabaptistas del menonitismo. Al asumir la identidad de «anabautistas», se podía obviar el medio milenio de tradiciones acumuladas por los menonitas, para volver a las esencias de esta rama del cristianismo como movimiento radical de recuperación de los auténticos valores cristianos. Idealizado el anabaptismo del siglo XVI como movimiento que se saltó quince siglos de historia cristiana para recuperar la fe del Nuevo Testamento, se saltan ahora estos cinco siglos postreros para volver a esa misma revolución. Y para que no le falte un cierto toque de modernidad, se descartan las formas históricas de esa designación en castellano (anabatista, anabaptista) y se acuña una forma nueva: anabautista.
El redescubrimiento del anabaptismo tuvo un éxito fenomenal. Entre otras virtudes, el paraguas del anabautismo resultaba apto para señalar una identidad compartida de diferentes grupos que por el motivo que fuera, no se identificaban con la Iglesia Menonita: Hermanos Menonitas, Hermanos en Cristo, Ámish, Iglesia de los Hermanos, Amor Viviente, etc., y diversos evangélicos —individuos e iglesias— con afinidad teológica a esta corriente cristiana.
Pero la idea que se divulgó a mediados del siglo XX sobre el anabaptismo del siglo XVI —y que obtuvo tanto éxito— tal vez no se corresponda del todo con la realidad. El anabaptismo no parece haber sido un movimiento único, admirablemente evangélico, bíblico, evangelizador, apostólico y puro. El apodo de «anabaptistas» es el cajón de sastre en que los perseguidores catalogaban como iguales —e igualmente peligrosas— diversas sectas, locuras colectivas, movimientos apocalípticos, alzamientos armados —y sí, también, a los evangélicos radicales que basaban su fe y vida en el Nuevo Testamento.
No fueron más anabaptistas, o mejores anabaptistas, los hermanos suizos con sus convicciones no violentas inspiradas en el Sermón del Monte, que los fanáticos militarizados, polígamos y apocalípticos, que se hicieron con el gobierno de la ciudad alemana de Münster en 1534. Ambos movimientos, por poner sólo dos ejemplos, bautizaron (o «rebautizaron», según como se viera) solamente a creyentes y no daban por válido el bautismo infantil. Y eso, el rechazo del bautismo infantil, era el común denominador suficiente para descalificar a cualquiera como anabaptista y digno de persecución.
La aparición en escena de Menno
Los hermanos suizos, así como los movimiento equiparables en Países Bajos y Alemania, rechazaban vehemente el descalificativo de «anabaptistas». En Suiza y Alemania adoptaron el nombre de menonitas (por Menno, ya explicaremos por qué). En Bohemia, Moravia y más allá, adoptaron el nombre de hutteritas (por Jacobo Hutter). Y en Países Bajos se conocen hasta hoy como Doopsgezind («de convicción bautista»). Menno se quejó amargamente de que «somos hechos pasar ante el mundo como anabaptistas, herejes, bribones, engañadores y sediciosos, y somos arrojados a las aguas, al fuego, a las galeras y los instrumentos de tortura». Esta buena gente consideró tan injusto el insulto de «anabaptistas», como cualquier otro de los que les arrojaban.
El neerlandés Menno Simons se sumó al fermento de células locales de cristianos que practicaban un bautismo exclusivamente para creyentes, en medio de la ola de profundo rechazo y horror que inspiró el alzamiento anabaptista en Münster y sus muchos crímenes y desmanes.
Gracias a su hondo conocimiento de las Escrituras, Menno supo hilar fino entre las diferentes tendencias anabaptistas: El «espiritualismo» de los que sólo aceptaban la integridad personal interior y renunciaban a plasmar su fe en comunidades de hermanos mutuamente comprometidos. Los desvaríos de profetas apocalípticos que anunciaban el regreso inminente de Cristo —junto con otros disparates que recibían por «revelación». Los alzamientos violentos de quienes vieron en el descontrol de aquellas primeras décadas del protestantismo su oportunidad para promover violentamente el comunismo como mandato divino. Y otras variantes locales de fanatismo religioso.
Menno hiló fino, decíamos, entre esa ensalada de corrientes dispares «anabaptistas», para predicar una adherencia férrea a la enseñanza apostólica del Nuevo Testamento. Anteponiendo las palabras y el ejemplo de Jesús a cualquier otro valor, enseñó a rechazar la violencia y la participación en la guerra. Entendiendo que el corazón es engañoso, enseñó que había que comprometerse a una comunidad disciplinada donde nos ayudamos unos a otros a conseguir el ideal de seguir a Cristo.
Fue —ya lo había sido en su etapa anterior como sacerdote católico— un predicador elocuente y poderoso, cuyos sermones ungidos traían a los oyentes a los pies de Cristo. Fue también un escritor prolífico que consiguió publicar un número muy respetable de obras. Por la gracia de Dios y a pesar del precio de 100 florines de oro sobre su cabeza, tuvo—cosa realmente rara entre los líderes «anabaptistas» de su generación— una vida relativamente larga y murió en su casa. Sus años de vida le dieron oportunidad de dar continuidad a su ministerio, ahondando su influencia.
Fue Menno, por todos estos factores, el hombre que levantó Dios para juntar las ascuas dispersas de las células de creyentes que se adherían con claridad evangélica a Cristo y el Nuevo Testamento. Ascuas aisladas que corrían peligro de apagarse, almas sedientas de enseñanza hondamente bíblica después de tanto disparate sectario, personas que anhelaban mesura y cordura después de tanto fanatismo y locura. Personas, sin embargo, que rechazaban el protestantismo estatal porque conservaba demasiada continuidad con el catolicismo imperial; un protestantismo que predicaba con la boca el evangelio del Nuevo Testamento, pero sin poner en práctica la santidad personal ni la disciplina de comunidades de hermanos y hermanas comprometidos. Porque al ser estatales, de las iglesias protestantes —igual que de la católica— eran igualmente miembros tanto los convertidos como «el mundo».
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No todo lo que predicó y practicó Menno hace medio milenio sería recomendable hoy, en el siglo XXI. ¡Dios nos libre de tradiciones de los hombres, de encumbrar una personalidad humana y creer que sea necesario adherirse ciegamente a sus ideas! Pero puestos a identificar con cuál rama de la iglesia comulgo, dónde me encuentro yo en el amplio y diverso espectro de la experiencia cristiana, acepto con satisfacción el apelativo de «menonita», que me parece más útil y claro que el de «anabautista».
Desde luego si otros —mi iglesia local a la que pertenezco, sin ir más lejos— prefieren identificarse como anabautistas, estoy dispuesto a asumirlo. Aunque me parezca injusto con las largas generaciones de menonitas que mantuvieron la fe a lo largo de medio milenio, entiendo que estas cosas a veces adquieren peso propio y que el neologismo «anabautistas» puede acabar siendo —para otros ya que no para mí— la palabra con que se prefieran identificar dentro de la maravillosa diversidad de la familia cristiana.