bautismo — Término griego que significa inmersión o sumersión, es decir, meter en el agua. Los baños rituales de purificación eran parte de la tradición israelita desde siempre, una tradición que actualizó Juan «el bautista» y a continuación adoptó también Jesús.
Con Juan, el baño de inmersión en el río Jordán vino a significar la purificación personal —el «arrepentimiento»— con que el individuo se declaraba emocional, mental y espiritualmente dispuesto a pertenecer al anunciado surgir del reinado de Dios en su pueblo Israel. El reinado mesiánico de Dios en Israel venía siendo profetizado desde hacía siglos, pero Juan anunció que por fin estaba por llegar el momento.
Jesús no explica en qué se diferenciaba —si es que en algo— su adopción del bautismo de Juan, con que también se bautizaron los que seguían a Jesús. Pablo, sin embargo, en sus cartas, explica el sentido que la iglesia primitiva empezó a dar al acto bautismal. Podía seguir significando, por supuesto, la adhesión personal al proyecto de Dios de actualizar su reino en la humanidad; podía seguir significando el arrepentimiento y una disposición a purificarse del pecado y la rebeldía contra Dios como quien lava suciedad de su piel cuando se baña. Pero Pablo explica que también significa asumir la muerte y resurrección de Jesucristo.
La inmersión en el agua podía ahora significar —según Pablo— nuestra identificación con la muerte y el sepulcro de Jesús. Esto es un arrepentimiento, si cabe, aún más dramatizado que el de solamente bañarse. Ya no es suficiente una limpieza: lo que hace falta es abandonar esta vieja «carne» corrupta y corrompida por viejas costumbres de rebeldía contra Dios. Así como dejaron a Jesús sepultado bajo tierra y sellado detrás de una piedra enorme, los cristianos se disponen a abandonar su propia vida primera, morir al viejo yo, hacer suya la muerte de Cristo.
Pero Cristo resucitó. Y así como salió vivo del sepulcro con un cuerpo real y material —si bien diferente al cuerpo que entró a su tumba— ahora el creyente emerge del agua bautismal una nueva persona, con otras capacidades morales y espirituales que no estaban al alcance de su vieja «carne» por mucho que se esforzara.
El bautismo en la iglesia primitiva era un acto de máxima seriedad y compromiso. Los que se convertían del paganismo eran instruidos detalladamente y mediante exorcismos renunciaban expresamente a todos los dioses y espíritus y fuerzas ocultas que podían afectar su voluntad, arrancando de sus vidas cualquier otra lealtad que no fuera la más absoluta y completa lealtad al Dios de Israel. Siempre que afloraban viejas costumbres o actitudes contrarias a Cristo y sus enseñanzas, se volvían a someter a instrucción y exorcismo hasta que la iglesia quedaba satisfecha de que ya todo aquello quedaba superado. La preparación para el bautismo podía tardar años enteros. El problema no eran las creencias: eran las viejas lealtades; hábitos y conductas y actitudes contrarias a Cristo.
Los primeros cristianos no tardaron en hallar paralelos entre el acto bautismal y el sacramentum por el que los militares romanos juraban lealtad al César como su señor, su soberano indiscutible y su dios. Los militares romanos debían adorar y ofrecer sacrificios al César y se expresaban dispuestos a morir y matar por él. Por la obediencia que juraban al César, marginaban su propia conciencia y sus propias nociones del bien y del mal.
Por eso cualquier cristiano bautizado que entraba al servicio militar se apartaba automáticamente de la comunión de la iglesia. Su posterior sacramentum militar anulaba e invalidaba su bautismo de lealtad a Cristo, que los cristianos empezaron a llamar también «sacramento».
Y a la inversa, en la iglesia primitiva cualquier militar que se bautizaba como cristiano pasando como todos por el exorcismo de sus lealtades anteriores, invalidaba y dejaba sin valor su sacramentum de obediencia militar. Asumía así un riesgo enorme de martirio, porque en cualquier momento su lealtad a Cristo podía desembocar en desobediencia a sus superiores, lo cual se castigaba con la muerte.
Hoy día nos cuesta mucho entender esa clase de compromiso y cambio absoluto de lealtades, como lo que significó el bautismo para los primeros cristianos. Nos cuesta mucho imaginar que alguien se juegue la vida por sus convicciones. Nos cuesta mucho considerar cabalmente lo que significa morir a nosotros mismos para renacer entregados a Jesús y al prójimo —y hasta al enemigo. Es esencial recuperar otra vez la noción de la seriedad de compromiso que supone bautizarnos.
Dicho todo esto, se comprenderá que en nuestras iglesias es inconcebible el bautismo infantil. Solamente una persona si no adulta por lo menos ya con criterios morales bien desarrollados, puede asumir un compromiso de tamaño calado.
—D.B.