sumisión — En el Nuevo Testamento, el verbo griego hypotássō se suele traducir indistintamente al castellano, según el contexto y los traductores, como «someter/se» o «sujetar/estar sujeto».
En otros tiempos, cuando las diferencias sociales se asumían sin rechistar y las personas no eran ciudadanos libres sino súbditos de un soberano, el concepto de sumisión o estar sujeto a un superior, era no solo natural sino necesario.
Cuando Pablo manda y explica, en los primeros versículos de Romanos 13, la necesidad de someterse a las autoridades cívicas y militares del Imperio Romano, lo hace desde el reconocimiento del poder ilimitado que tenían para hacerles la vida imposible —incluso quitarles la vida— a los súbditos del imperio. Un poder así solamente era concebible para Pablo desde la presuposición de que así Dios ponía orden en la sociedad para impedir el caos y la violencia generalizada. No creer que Dios lo ordenaba habría sido admitir que hubiese algo que se escape al control soberano de Dios sobre todo lo que existe.
Algo parecido habrá sido su razonamiento, seguramente, en cuanto a la sumisión de esclavos a sus amos, o de las esposas a sus maridos, en conformidad con las normas sociales de su día. Al someterse a sus superiores sociales, los cristianos y las cristianas por una parte evitaban entrar en conflictos inútiles cuyo único resultado sería ser sometidos por un poder superior a sus fuerzas para resistir. De una manera —voluntariamente o por la fuerza— iban a acabar teniendo que reconocer su rango inferior. Entonces era más inteligente someterse voluntariamente y así evitar padecerlo a la fuerza, con violencia.
Pero especialmente, esa sumisión voluntaria venía a expresar el convencimiento de que en esta escala social donde mandaban los más fuertes y privilegiados sobre los más débiles y desprotegidos, Dios mismo está sentado en el trono por encima de todas las demás autoridades, humanas, espirituales, angélicas y demoníacas. Ningún poder se puede escapar del poder último de Dios, a quien los cristianos encomendaban su causa, a quien imploraban en sus padecimientos y humillación.
En esto seguían el ejemplo de Cristo, que por la esperanza que tenía en el Padre, por la certeza de la resurrección y gloria que le aguardaba, se sometió al tribunal saduceo y al juicio de Pilato, incluso a la violencia del centurión que lo crucificó y de los soldados que lo clavaron a una cruz. Los cristianos también habían de llevar su cruz —sabiendo que su propia cruz los hacía participar en la cruz de Cristo— con la esperanza de alcanzar ellos también resurrección y gloria. Porque sobre todas las demás autoridades está el Trono en el cielo, con Cristo sentado a la diestra de la Majestad en las alturas.
Este discurso sobre la necesidad de sumisión de las personas inferiores en el escalafón social del Imperio Romano, sin embargo, se ve matizado y socavado por otro discurso, que es el de las relaciones en el seno de la comunidad cristiana. Aquí lo necesario es en primer lugar estar sometidos unos a otros, y todos al Espíritu, que por medio de cualquier hermano o hermana, tal vez hasta de una esclava sin honra ni independencia personal, pudiera pronunciarse proféticamente sobre la vida de cualquiera. Someterse unos a otros en un proceso de discernimiento en comunidad, en la mutua confesión de pecados, en la mutua exhortación a la santidad en Cristo.
Luego también, junto con el discurso de sumisión de los débiles, está el discurso de amor, suavidad, tacto, y generosidad de los fuertes. En Efesios 5 la esposa debe someterse al esposo como la iglesia se somete a Cristo; pero a la inversa, el esposo ha de amar y mostrar generosidad de espíritu hasta entregar la mismísima vida por el bien y la felicidad de su esposa. Pedro dice que si los esposos no se ponen de acuerdo en esta relación, que viene a ser una expresión más de esa sumisión mutua, entonces sus oraciones hallarán impedimento y no serán atendidas por Dios. Entre tanto, bien es cierto que Pablo manda al esclavo fugado Onésimo regresar a las órdenes de su amo Filemón; pero en su carta insta a Filemón a no tratarlo como un esclavo, sino como un hermano; como si se tratase nada menos que del mismísimo apóstol Pablo.
Pero es que Jesús ya había dicho que en la comunidad de sus seguidores, lo primeros serían los últimos; los principales serían los que se humillaban como niños (que eran los últimos en el escalafón social de aquella era, equiparables a los esclavos); los más importantes serían los que más se dedicaban a servir a los demás.
Pero entonces, si la disposición servicial es lo que nos da la talla de la auténtica autoridad espiritual en la comunidad cristiana, tal vez lo que más corresponde al Reinado de Dios sería que los varones se sometan a las mujeres, y los amos a los esclavos. Entonces resultaría que el Reino de Dios es realmente lo que pretende ser: un reino al revés, donde las apariencias engañan y Dios está haciendo algo nuevo, revolucionario, en la sociedad humana.
—D.B.