Ahora entiendo el evangelio (17/24)
Ungidos para evangelizar
por Antonio González
El tercer paso en la llegada del evangelio es, como vimos, la recepción del Espíritu Santo, tal como leemos en el discurso de Pedro en el día de Pentecostés (Hch 2,38).
1. Ser llenos del Espíritu
El Espíritu Santo está presente en la creación desde el primer momento, y en formas misteriosas está presente también en la vida de los no creyentes. De hecho, es el Espíritu Santo el que nos da la convicción de pecado, antes de llegar a creer (Jn 16,7-8). También vimos que la misma fe era imposible sin el Espíritu Santo.
De lo que ahora se trata es de un paso más, que nos capacite para la misión que Dios otorga a los creyentes. Esta capacitación se representaba en el Antiguo Pacto con una «unción» con aceite, como la que se practicaba con los reyes o los sacerdotes. Sin embargo, los profetas habían prometido una unción distinta. Era la unción con el Espíritu del mismo Dios para anunciar las «buenas noticias», el evangelio del reinado de Dios (Is 61,1-6).
Jesús había citado el pasaje de Isaías para caracterizar su propia misión, al comienzo de su predicación, en la sinagoga de Nazaret:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para proclamar el año agradable del Señor (Lc 4,18-19).
Con la renovación del pacto entre Dios y su pueblo, sucedida con Jesús, esta unción está ahora a disposición de todos los creyentes. El Espíritu de Dios no está a nuestra disposición solamente para convencernos del pecado y para llevarnos a la fe. Podemos ser llenados completamente con el Espíritu Santo, tal como sucedió en el día de Pentecostés:
De repente vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados, y se les aparecieron lenguas como de fuego que repartiéndose se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse. Y había judíos que moraban en Jerusalén, hombres piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el cielo. Y al ocurrir este estruendo, la multitud se juntó, y estaban desconcertados porque cada uno los oía hablar en su propia lengua (Hch 2,2-6).
Esta experiencia también es descrita como un «bautismo en el Espíritu Santo» o «con el Espíritu Santo». Y es que el bautismo, como vimos, es un «sumergirse», una «inmersión», en la que somos empapados por el amor mismo de Dios, como olas de amor líquido que se derraman sobre nosotros. Era la promesa de Dios anunciada por los profetas (Jl 2,17-21), y repetida por Juan el bautista. Él bautizaba con agua, pero Jesús nos bautizaría con el Espíritu Santo (Mc 1,8; Jn 1,33).
No se trata de una experiencia elitista para unos pocos cristianos, sino de una promesa de Dios para todos los creyentes (Hch 2,39). Tampoco es una experiencia puntual. Los primeros cristianos, tras haber sido llenos del Espíritu Santo en Pentecostés, volvieron a ser llenados tras haber recibido amenazas de las autoridades (Hch 4,31).
De hecho, la forma verbal que encontramos en un pasaje de la carta a los Efesios sugiere esta traducción, más literal: «estad siendo llenados continuamente del Espíritu» (Ef 5,18). La vida cristiana es una proceso de ser llenados por el Espíritu Santo, una y otra vez, como olas que se suceden unas a las otras.
2. La vida en el Espíritu
La vida cristiana comienza entonces con un nuevo nacimiento, realizado en el agua y en el Espíritu (Jn 3,1-15). El Espíritu Santo da testimonio a nuestro propio espíritu de que somos hijos de Dios (Ro 8,16). Y ese mismo Espíritu de Dios va haciendo posible el triunfo sobre «las obras de la carne» (Ro 8,14), en las que todavía se muestra la lógica de Adán.
De este modo, la vida cristiana entera puede entenderse como una transformación, en la que, mediante el poder del Espíritu Santo vamos muriendo al «viejo ser humano» (Ro 6,6; Ef 4,22; Col 3,9), y vamos siendo renovados en el nuevo hombre, a imagen de Jesús (Ef 4,24; Col 3,10). Libres de la lógica retributiva, es Dios mismo el que nos transforma, por su Espíritu:
… nosotros todos, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu (2 Co 3,18).
Frente a las «obras» de la carne, empeñada en su propio esfuerzo y auto-justificación, empieza a brotar algo que no son obras nuestras, sino que es el fruto del Espíritu Santo en la vida cristiana:
… el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio (Gal 5,22-23).
Este importantísimo fruto solamente puede brotar cuando la vida humana permanece unida al Espíritu de Jesús (Jn 15). Y la razón es que la vida cristiana solamente es posible como un regalo de Dios. No algo logrado por las propias fuerzas, sino algo recibido de la fuente de la vida, en la medida en que permanecemos unidos al Señor:
… la mente puesta en la carne es muerte, pero la mente puesta en el Espíritu es vida y paz (Ro 8,6).
De hecho, la vida cristiana no es una vida aburrida ni triste, sino una vida de paz y de gozo. A diferencia de los poderes de este mundo, que se basan en la fuerza y en las amenazas, el reinado de Dios es «justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Ro 14,17).
De la plenitud o llenura del Espíritu Santo brotan multitud de dones y carismas que capacitan a los cristianos para servirse mejor unos a otros, y también para compartir el evangelio con los que todavía no creen. Estos dones no son capacidades propias, atribuibles a uno mismo, sino regalos de Dios. De ahí su carácter sobrenatural (Ro 12,6-8; 1 Co 12,7-11; 4,7-12; 1 P 4,.9-11).
El destino de los dones del Espíritu Santo no es la promoción personal, o la promoción del propio ministerio. Son dos que Dios da para servir a los demás. Es interesante observar que, en la presentación de los dones espirituales que encontramos en los capítulos 12 y 14 de la primera carta a los Corintios, Pablo ha introducido un largo texto (el capítulo 13) que trata precisamente del amor. El amor es el sentido y el motivo de los dones. El fruto del Espíritu es amor, porque el Espíritu es el amor mismo de Dios derramado en nuestros corazones.
Cuando estamos motivados por el amor a los hermanos cristianos, y por el amor a las persona que todavía no creen en el Mesías, estamos en la actitud correcta para anhelar los dones del Espíritu (1 Co 14,1). Y esto nos muestra algo muy importante. Los dones del Espíritu no suelen llegar «sin más». Los dones del Espíritu llegan como resultado de nuestra búsqueda, de nuestro anhelo. De ahí la necesidad de pedir, de buscar, de llamar al Padre para que nos dé el Espíritu Santo, tal como Jesús nos aconsejaba (Lc 11,9-13).
3. Para la reflexión