paz — La paz en la Biblia es mucho más que ausencia de guerra o conflicto. Es un estado de perfección y bienestar general, igualdad social, y reconciliación con Dios y con el prójimo.
La paz de los romanos era, por excelencia, la pax romana imperial. Roma, habiendo conquistado a todos sus enemigos y rivales, mantenía por la fuerza de sus legiones el orden. Mantenía también las condiciones necesarias para que Roma pudiera conservar a perpetuidad el poder y fomentar el comercio gracias al cual toda la riqueza de sus vastos territorios confluía hacia la metrópoli imperial. Los emperadores eran aclamados (y adorada su divinidad) como los garantes de la paz, como los que habían bendecido a la humanidad con la ausencia de guerra. Esa paz imperial no estaba reñida, por supuesto, con la opresión de las gentes conquistadas ni con una economía basada en la esclavitud —es decir el maltrato más terrible y violento del prójimo inventado jamás por los hombres— y los castigos ejemplares necesarios para conservar en sumisión la población entera.
Entre tanto que el imperio entero se rendía a la pax romana, en un rincón olvidado de su territorio, según Lucas, un coro de ángeles se aparece a unos pastores que están pasando la noche a la intemperie con sus ovejas y les canta, entre otros conceptos, la idea de que con este niño nacido en Belén ha llegado por fin la paz para las personas voluntariosas. Es un reto, una contraposición, a la paz imperial. Es otra idea de lo que viene a constituir la paz. Es la paz como shalom, que es como se dice en hebreo.
Shalom ha sido siempre el saludo con el que se encuentran y despiden los hebreos. Por la trivialidad del uso de la palabra como saludo habitual, hay que suponer que es y era fácil olvidar la profundidad de lo que significaba shalom en realidad para el pueblo de Dios.
Un buen ejemplo de su significado se encuentra cuando el general Jehú, que está encabezando un alzamiento contra la corona, sale en su carro de combate al encuentro del rey Joram, que viene a Jezreel herido de una batalla contra los sirios. El rey manda delante de sí a dos de sus oficiales para que averigüen con qué intenciones viene Jehú. Le saludan: Shalom. A ambos Jehú les responde con una invitación: «¿Qué tienes tú que ver con esa paz?», y ambos oficiales se pasan a su bando. Al encontrarse con el rey, Joram le saluda: Shalom. Pero Jehú responde: «¿Qué paz es posible mientras persisten las perversiones y brujería de la reina madre?» —refiriéndose a Jezabel, promotora del baalismo y perseguidora de los profetas del Señor—.
La paz no es shalom si las cosas no están en orden con el Señor. La paz es un engaño si se vive en rebeldía contra Dios y faltando a sus mandamientos. Y los mandamientos del Señor tienen mucho de ritual, sacrificios y pureza; pero por lo menos otro tanto de justicia y trato considerado y justo del prójimo. Los mandamientos obligan a tratar como familia a los dependientes y siervos, a darles por ejemplo el descanso del sábado y de una multitud de festividades religiosas y romerías a lo largo del año. Los mandamientos obligan a perdonar deudas, devolver tierras y casas embargadas, dejar en libertad a los siervos al cabo de un tiempo, alimentar a viudas y huérfanos…
Las perversiones y brujería de la reina madre, entonces, eran en primer lugar faltar a la paz con Dios. Pero, como se vio cuando Jezabel mandó matar a Nabot para quedarse con su viña, la falta de paz con Dios es inseparable de la falta de shalom social, de justicia, equidad, bondad y consideración con el prójimo.
A mediados del siglo pasado cuando primero surgió la «teología de la liberación» en América Latina, pecó de ingenua al aliarse con movimientos revolucionarios marxistas, que por su dinámica militarista y terrorista, pocas esperanzas reales podían tener de acercarnos a una auténtica paz de Dios. Sin embargo sí acertaron en su análisis de que la paz —la ausencia de guerra— de que presumían los estados al servicio de las multinacionales y la oligarquía y latifundistas nacionales, no era en absoluto paz sino un estado continuo de violencia y brutalidad institucionalizada. Alegaban, entonces, que no eran ellos —los revolucionarios— quienes quebrantaban la paz, sino los regímenes de opresión estatal.
Hay muchas formas, entonces, de faltar a la paz —si por «paz» significamos el shalom de Dios, esa «paz para las personas voluntariosas» que anunciaron los ángeles en Belén—. Pero hay una única forma de alcanzar ese shalom divino: entregarnos al prójimo, por amor de Dios, como nos dio ejemplo Jesús, el «Príncipe de Paz». —D.B.