Todos buscan lo suyo
por Félix Ángel Palacios
Hay dos comentarios del apóstol Pablo en sus epístolas que me dejan perplejo. El primero de ellos está en 2 Timoteo 4,16: Todos me desampararon. El segundo lo encontramos en Filipenses 2,5: Todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús. Timoteo era, en este caso, una excepción, pues—continúa diciendo Pablo— a ninguno tengo con igual alma, que tan genuinamente se interese por vosotros.
Esto me hace pensar en el egocentrismo innato que llevamos incrustado en el alma, ese impulso que, entre otras cosas, nos hace priorizar los intereses propios por encima de los de los demás, incluso de los del propio Dios. Llegado el momento, también los cristianos preferimos la comodidad del hijo a la incomodidad del siervo, el bienestar al sacrificio, la abundancia a la penuria..., ¡exactamente igual que los demás!
¡Miserable de mí! —exclamaba Pablo por este mismo motivo—, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro 7,24). Lutero escribió una de sus obras más famosas, De servo arbitrio (Sobre el albedrío esclavo), aludiendo precisamente a esa naturaleza caída que nos impide hacer las cosas como debiéramos o quisiéramos, a ese impulso egoísta de nuestra alma. ¿Y qué podemos hacer? ¿Podremos librarnos algún día de esa esclavitud del ego y servir de verdad a Dios?
Por supuesto que sí, lo vemos constantemente a nuestro alrededor en aquellas personas que, como Timoteo, subordinan lo suyo a los intereses del reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). Pero, ¿cómo lo hacen?, ¿cómo puedo yo también estar en lo de Cristo Jesús antes que en lo mío? No hay ningún secreto, pero sí una fórmula. Timoteo la conocía bien porque su padre espiritual, Pablo, se la recordaba en sus cartas: el ejercicio.
Ejercítate para la piedad, porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente y de la venidera (1 Ti 4,7-8). La piedad es, como sabemos, lo que nos lleva a ocuparnos de las cosas santas, al amor y la compasión por los demás (DRAE). Como cualquier otra virtud, la piedad se desarrolla mediante el ejercicio, pues solo soy fuerte en aquello en lo que me entreno. Esto vale también para lo físico, lo psíquico o lo intelectual, para lo bueno y para lo malo, de modo que si me dedico cada día a las tonterías de la vida, a sentirme yo bien, a pasar buenos ratos con la gente, a estar únicamente con quien me escucha, comprende, etc., no solo potenciaré mi inmadurez, sino que ejercitaré mi ego, o dicho con otras palabras, iré a lo mío.
Interesarse por las personas que nos rodean es algo que se practica, que se desarrolla, y es una de las características más asombrosas e impactantes del cristianismo (Jn 13,35). Solo la práctica diaria de este interés por los demás me sacará de mí mismo y hará crecer en mí la piedad.
Jesús, el Hijo de Dios, dejó su trono y puso su vida por nosotros en una cruz. ¡Y lo volvería a hacer! Así que llevar su espíritu dentro de nosotros nos empuja irremediablemente a hacer lo mismo (1 Jn 3,16), a bendecir a los demás con lo que tengo y lo que soy, empezando por mi tiempo.
El tiempo es lo más irrecuperable que tenemos en esta Tierra, el bien más valioso pues está tasado desde que nacemos. Así que dar nuestro tiempo significa dar nuestra propia vida, quedarnos definitivamente sin un trozo de ella, a diferencia del dinero (que también significa tiempo y esfuerzo), la salud u otras cosas, que, aunque importantes, son potencialmente recuperables. Esto hace que algo tan sencillo como que alguien pase un rato conmigo suponga darme lo más valioso que tiene, su tiempo, y con él su corazón.
El espíritu del desagüe nos convierte en seres permanentemente insatisfechos, inmaduros, subdesarrollados espiritual y emocionalmente, gente con cara de que no se le paga lo que se le debe, unos perfectos ignorantes de lo que es el Evangelio. El espíritu del Santo, por el contrario, nos lleva al amor centrífugo, que es expansivo, dirigido hacia fuera: da, se aleja de uno mismo, se acerca al otro, consuela, bendice, alegra, ayuda, provee…
El amor verdadero no busca lo suyo (1 Cor 13,5) porque es centrífugo, está dirigido hacia fuera, que es lo que hace la lavadora cuando gira rápidamente para extraer el agua de la ropa. Pero nuestra alma sí lo busca, y mucho, porque está programada por el pecado para funcionar de forma centrípeta, como el desagüe que traga insaciable el agua de su alrededor. Esta es también la razón por la que, para la mayoría de nosotros, nuestros problemas con el amor consisten fundamentalmente en recibirlo, no en darlo.
El espíritu del desagüe nos convierte en seres permanentemente insatisfechos, inmaduros, subdesarrollados espiritual y emocionalmente, gente con cara de que no se le paga lo que se le debe, unos perfectos ignorantes de lo que es el Evangelio. El espíritu del Santo, por el contrario, nos lleva al amor centrífugo, que es expansivo, dirigido hacia fuera: da, se aleja de uno mismo, se acerca al otro, consuela, bendice, alegra, ayuda, provee... Cuando Cristo nos salva del pecado, lo hace también de nosotros mismos, de estos determinismos egocéntricos e inercias del alma, que son muchas.
Pablo sabía que la mayoría de nosotros haríamos lo mismo que aquellos todos que buscaban lo suyo, que no estaríamos dispuestos a acompañarle en su difícil vida, siempre en conflictos, prisiones, etc., privaciones que no emocionan para nada a nadie. Estar ahí, acompañar, pasar tiempo con quien nos necesita, aguantar con paciencia el dolor y la adversidad que esto implica…, esto es buscar lo de Cristo Jesús.
Para ejercitarme en la piedad, primero debo clamar a Dios por salir del espíritu del desagüe para, acto seguido, desarrollar en mí el hábito de buscar lo que es de Cristo Jesús. Solo así estaré a la altura de las circunstancias como hijo y como siervo, llegado el momento. Es este ejercicio lo que le llevó a Timoteo a ser sensible para con los filipenses, a cuidar de Pablo, etc., lo que probablemente perjudicó algunos de sus intereses personales que, ahora, quedaban en un segundo plano.
Resulta curioso el funcionamiento del amor: cuanto más lo perseguimos, tanto más parece alejarse de nosotros, tanto más nos huye, frustrándonos y decepcionándonos constantemente. Esto es así porque entendemos el amor desde la naturaleza egocéntrica con la que hemos nacido, un camino equivocado pues, como sabemos, más dichoso es dar que recibir (Hch 20,35).
Puede que, como le pasaba al apóstol, sean pocos quienes se interesen de verdad por nosotros, sobre todo cuando tenemos problemas o pasamos por situaciones poco normales. Sin embargo, serán muchos los que permitan que nos acerquemos a ellos para bendecirlos con un trozo de nuestra vida, con lo que tenemos y lo que somos, con nuestro tiempo. Es entonces cuando encontramos de verdad el amor, ese que tanto se hace de rogar, que tanto parece esquivarnos y que, centrífugo, se convierte en verdadero, genuino, inagotable..., como el amor de Dios.
¿Te imaginas una iglesia en la que todos tuviéramos el alma de Timoteo? ¡Qué hermosura! ¡Qué fuerza! ¡Qué bárbaro! Que Dios nos ayude a construir esa iglesia cada día.