La muerte

En ¿Conoces a Joe Black? (Universal Pictures, 1998) la muerte, en el cuerpo de Joe Black (Brad Pitt) anuncia a Bill Parrish (Anthony Hopkins) que sí, que ha llegado la hora de dejarlo todo en orden…


Los últimos pasos
Félix Ángel Palacios

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir… (Eclesiastés 3,1-2).

Mas los años contados vendrán, y yo iré por el camino de donde no volveré (Job 16,22).

Como bien sabemos, la vida es un camino que hemos de andar de principio a fin, con sus momentos buenos y malos, sus colores vivos y apagados (incluidos el blanco y el negro) y, en definitiva, con sus circunstancias, que son variables a lo largo de los años. Una etapa se cierra y deja paso a otra que, sucesivamente, quedará a su vez concluida para iniciar una nueva porque todo tiene su tiempo.

Cada momento de la vida tiene su propia belleza y su dificultad, su gloria y sus carencias, su provisión y sus necesidades, resumido todo en el testimonio y el fruto que, con sus particulares características, se encuentran también en la etapa final y más concretamente en sus últimos pasos, si somos capaces de contemplarla desde una perspectiva correcta, más allá de las apariencias de un cuerpo que se derrumba con mayor o menor dramatismo.

Sea por enfermedad, vejez, accidente, violencia, etc., lo cierto es que la muerte, ese insulto a la vida y la dignidad de la persona, toca tarde o temprano a nuestra puerta y se presenta ante nosotros de forma inexorable. Son días de dolor, de ser sumergido en una espiral enormemente dura y desconocida para nosotros, en la que nos sentimos en cierta medida atemorizados, extrañamente tratados, pues no fuimos creados para morir y porque, pese a todo, en nuestro corazón hay eternidad (Ec 3,11). La muerte no deja de ser nuestro enemigo más poderoso e implacable, el último en ser totalmente vencido por el Señor (1Cor 15,26).


    Sea por enfermedad, vejez, accidente, violencia, etc., lo cierto es que la muerte toca tarde o temprano a nuestra puerta y se presenta ante nosotros de forma inexorable.


Aun siendo conscientes de lo delicado del tema y de que cada uno lo vive a su manera llegado el momento, podemos abordar ciertos aspectos que nos servirán para comprender mejor esa etapa final y sacar algunas conclusiones prácticas.

Los últimos pasos han sido objeto de estudios muy interesantes. De ellos podemos hablar, por ejemplo, de las fases por las que solemos pasar cuando sabemos que nuestro camino o el de un allegado concluye, de que el tiempo se acaba y es la hora de la despedida: nos referimos a las cinco etapas de Kübler-Ross (negación, negociación con Dios o con la vida en sí, depresión, enojo y aceptación)[1]. Podríamos hablar también del duelo del creyente que, en esos momentos, lucha con Dios en medio de la confusión y embotamiento que le produce saberse al final de sus días, a los que sigue el enojo, la ansiedad, el estrés y la depresión, tal como lo describe el Dr. Pablo Martínez Vila[2].

 Pero dejemos por ahora estos aspectos y detengámonos en aquellos otros, igualmente importantes y de máximo interés para el hijo de Dios en esa hora. Para empezar, la primera pregunta que uno mismo se hace es: «¿Cómo he llegado a entender esto? ¿Cómo sé que son mis últimos pasos en la Tierra?». El rey Ezequías nos servirá de ejemplo:

En aquellos días Ezequías enfermó de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa porque morirás, no vivirás (Isaías 38,1).

Aquí tenemos las dos pistas principales. La primera, que Ezequías enfermó de muerte, es decir, que su enfermedad era lo suficientemente grave como para dar a entender que era mortal. Y la segunda, que Dios se lo corroboró con una palabra específica, enviada en este caso por medio del profeta Isaías.

1. Las señales objetivas

El Señor reprochó a fariseos y saduceos su escasa sensibilidad para interpretar los indicios que indicaban el tiempo en el que vivían:

Sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis! (Mateo 16,3).

A lo largo del camino aparecen ante nosotros multitud de indicaciones que, a modo de señales, nos hacen ver en qué etapa de la vida estamos y, en consecuencia, qué hemos de hacer en cada una de ellas. Todo tiene su tiempo, nos recuerda Eclesiastés: tiempo para crecer y desarrollarse, para estudiar, para trabajar, para formar una familia y luchar por ella, para descansar, para jubilarse… y también para morir. 

Las señales que anuncian nuestra llegada a la etapa final suelen ser muy evidentes cuando se trata de un proceso orgánico que se agrava, crónico o no, una edad avanzada en la que la llama de la vida se va apagando, etc. Todo indica que se ha iniciado el derrumbe y apunta a un desenlace más o menos cercano, que puede ser inmediato o durar meses e incluso años. En nuestro medio, dicho pronóstico nos lo comunican generalmente los médicos y se realiza en un entorno hospitalario.

Este tipo de señales son objetivas y por lo tanto bastante indiscutibles, no hace falta ser profeta para detectarlas y entender su significado. No interpretarlas adecuadamente dependerá, pues, de factores totalmente subjetivos como la no aceptación de la muerte (al menos de la forma en la que se presenta o el momento en que lo hace), el miedo o la ansiedad que nos produce el hecho en sí, etc. Dicha actitud defensiva nos llevará, sin embargo, a no ver lo que tenemos delante y, en consecuencia, a perdernos por el camino, a desorientarnos y errar clamorosamente en lo que hacemos, como, por ejemplo, emprender proyectos de futuro cuando resulta evidente que no tendremos tiempo para desarrollarlos, orar de forma mal enfocada cuando deberíamos hacerlo en otra dirección…

El Espíritu Santo nos ayuda a pedir como conviene en cada momento de la vida (Romanos, 8: 26-28), nos asiste en dirigir nuestra oración hacia lo que se corresponde con la etapa en la que vivimos y la voluntad de Dios para ella. Pero si no sabemos dónde estamos, oraremos por cosas que están completamente fuera de lugar (oración que en los últimos pasos suele girar en torno a la sanidad, por ejemplo) y perderemos la oportunidad de vivir esos momentos con alabanza, gloria y honra (1P 1,7), ¡aun en medio del dolor y la dureza de la situación!


    Si no sabemos dónde estamos, oraremos por cosas que están completamente fuera de lugar —oración que en los últimos pasos suele girar en torno a la sanidad, por ejemplo— y perderemos la oportunidad de vivir esos momentos con alabanza, gloria y honra, ¡aun en medio del dolor y la dureza de la situación!


Es cierto que Ezequías clamó a Dios y vio su vida prolongada quince años más, pero sabía que esa sería su etapa final y que en ese tiempo el pueblo, a quien Dios también cuidaba, tendría paz pese a estar acosado por los enemigos. Por cierto, aquellos quince años no fueron precisamente los más gloriosos de Nehemías (2Cr 32,24-25).

Cuando damos el valor que merecen las señales con las que Dios, en su misericordia, nos muestra de forma patente lo que ha dispuesto para nosotros, y actuamos en consecuencia, podremos buscar la valentía necesaria para afrontar la etapa de los últimos pasos y convertirla en ese broche de oro que todo siervo de Dios merece.

2. La palabra de confirmación

La enfermedad de Ezequías nos da también la segunda pista sobre cómo Dios nos da a entender que nos encontramos en la etapa final de nuestra vida, y más concretamente en sus últimos pasos: la palabra que nos lo afirma o confirma.

Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa porque morirás, no vivirás (Isaías 38,1).

No conocemos el diagnóstico de la enfermedad de Ezequías, solo sabemos que cursaba con una llaga y que era «de muerte». Sin embargo, Dios confirmó la evidencia a través del profeta, que era el medio habitual por el que revelaba su voluntad en aquellos tiempos: No hará nada el Señor sin que revele su secreto a sus siervos los profetas (Am 3,7). En la era de la Iglesia, sin embargo, dicha información es dirigida principalmente y de forma directa al corazón, de manera que el hijo de Dios «sabe» que su camino toca a su fin cuando, guiado por el Espíritu, recibe ese mensaje en su interior.

Y ahora, he aquí que yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro  (Hechos 20,22-25).

Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano (2 Timoteo 4,6).

Sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado (2 Pedro 1,14).

Ese tipo de certeza es bien conocida por el siervo de Dios porque la ha experimentado en otras ocasiones, cuando el Espíritu Santo le adelantaba cuál era la voluntad del Padre, esa palabra rhema con la que dirigía su oración y sus actos. Del mismo modo, sabe ahora que ha de ir concluyendo las cosas y que ha de echar mano del valor para, como suele decirse, «estar a la altura de las circunstancias» y no dejar «flecos sueltos». Esto no significa, obviamente, conocer el día y la hora de nuestra partida, sino simplemente entender la etapa en la que se está y lo que dicha realidad conlleva.

Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho (1 Juan 5,14-15).

Pero esto no es todo. Al creyente que afronta sus últimos pasos sobre la Tierra le urge afirmarse en algo más, y en ello pondrá todo su empeño porque es consciente de que no le queda mucho tiempo.

En el próximo número:
    1. La mirada hacia atrás
    2. La provisión oportuna
    3. El final es el principio


1. Elisabeth Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos (On Death and Dying, 1969). Editorial Grijalbo (Barcelona, 1993).

2. Pablo Martínez Vila, El aguijón en la carne. Publicaciones Andamio (Barcelona, 2008).