Yo te alabo, tú me alabas, él se alaba (3/3)
por Félix Ángel Palacios
«Suave y hermosa es la alabanza», dice el salmista (Salmo 147,1). Lo es para Dios y lo es también para nosotros, que estamos hechos a su imagen y semejanza. Es fundamental aprender a hablar el lenguaje de la alabanza para relacionarnos con Dios y con los demás. Dios es digno de alabanza, y las personas de nuestro alrededor también lo son, tengan los defectos y los límites que tengan. Pero, ¿y nosotros? ¿Hemos de alabarnos también a nosotros mismos?
Una mente y un espíritu equilibrados saben reconocerse a sí mismos, saben hablarse y tratarse con benignidad y justicia. Quien no sabe valorarse, amarse y tratarse bien a sí mismo, ser feliz y alegrarse la vida, ¿cómo podrá hacerlo con otros? Ved el libro de Cantares, un magnífico ejemplo de cómo hablar el lenguaje de la alabanza, donde los amados derraman su admiración el uno por el otro, poniendo también en valor lo que ellos mismos son: «Morena soy, hijas de Jerusalén, pero codiciable…» (Cnt 1:5). «Yo soy la rosa de Sarón, y el lirio de los valles…» (Cnt 2,1). «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cnt 7,11).
¿Se alaba Dios a sí mismo? Dicho de otra manera: ¿pone Dios de relieve sus cualidades o méritos? Por supuesto. «Soy misericordioso» (Ex 22,27). «Con amor eterno te he amado» (Jer 31,3). «Yo hago siempre lo que agrada al Padre» (Jn 8,29). «Yo te he glorificado en la tierra» (Jn 17,4). «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Etc.
Como hemos visto (en la segunda entrega), el apóstol Pablo también utiliza este lenguaje para vindicarse ante los corintios por la falta de alabanza de éstos hacia él: «Yo debía ser alabado por vosotros» (2 Co 12,11). Pablo se siente incómodo, lógicamente, al sacar a relucir su pedigrí como apóstol, pero se ve obligado a resaltar lo que Dios ha puesto en su siervo. Para compensar su autoalabanza, termina subrayando sus debilidades «para que repose sobre mí el poder de Cristo» (2 Co 12,9).
En la Biblia encontramos una larga lista de autovindicaciones por parte de siervos de Dios que, llegado el momento, subrayan lo meritorio de sí: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Ti 4,7). «Sed imitadores de mí» (Fil 3,17). «Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte» (Mr 10,28). «Los oídos de los que me oían me llamaban bienaventurado […] yo libraba al pobre que clamaba […]; yo era ojos al ciego y pies al cojo (Job 29). «Jehová me ha premiado conforme a mi justicia, conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado» (Sal 18,20). «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 40,8). Etc.
¿Lo hacen para darse brillo, para jactarse, para considerarse superiores o mejores que los demás? Claro que no, en realidad lo hacen para dar gloria a Dios. Aquí está la clave del asunto, porque una cosa es gloriarse en uno mismo, sobrevalorarse con arrogancia, y otra alabarse con justicia, fruto de una mente equilibrada y un espíritu sano que sabe ver y valorar lo que es, lo que tiene y lo que hace por la gracia de Dios. Ejemplo a no imitar de lo primero, lo tenemos en el ángel de la iglesia de Laodicea: «Porque tú dices: yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad» (Ap 3,17). ¡Menudas ínfulas tenía el angelito! ¿Pensaba Dios también esto de él? Claro que no, pensaba justamente lo contrario: «No sabes que eres un desgraciado, un miserable…». ¡Madre mía, qué palabras más duras, pero qué constatación tan justa! Veamos también al fariseo en el templo: «Señor, te doy gracias porque no soy como los otros hombres…» (L, 18,10-14). Y es que la buena alabanza, sea hacia los demás o hacia uno mismo, es un vindicar lo que Dios mismo alaba.
Dicho de otra manera, la alabanza justa y sana nace en primer lugar de los labios de Dios, no de los nuestros. Lo que nosotros hacemos es recoger esas mismas palabras que son verdad y bendición, que nos recuerdan cómo nos ve nuestro Padre, cómo valora él nuestra vida y la de los demás.
«Que nadie tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Ro 12,3). «No es aprobado el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien Dios alaba» (2 Co 10,18). Por eso hemos de esperar a que sea Dios quien hable en primer lugar de nosotros, y utilizar esas mismas palabras para bendecir y bendecirnos. «Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica» (Jn 8,54). Si dejamos que sea Dios quien nos hable, quien nos señale lo hermoso que ha puesto en nosotros, el valor de lo que somos, de lo que tenemos y lo que hacemos, la belleza que nos ha transmitido, la benignidad de nuestras manos…, podemos —incluso debemos— repetir esas mismas palabras ante nosotros mismos porque es él quien nos glorifica. Si confío en el Señor, confiaré también en lo que él dice de mí, y esto tiene que ver también con la fe: «Que nadie tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Ro 12,3)
No vivimos en una sociedad acostumbrada a la alabanza, y menos aún la que se hace desde el Señor. Estamos más preparados para el reproche, la queja o la patada en el hígado, que para la alabanza. Vemos mucho narcisismo, engreimiento, vanagloria, jactancia y pedantería, epítetos totalmente aborrecibles para un corazón sensible al Espíritu de Dios, y por eso nos da miedo alabar a los demás, o a nosotros mismos, porque confundimos la buena alabanza con toda esta vanidad. Pero no son lo mismo, ni mucho menos.
En resumen, hermano, hermana, es fundamental aprender a hablar el lenguaje de la alabanza para relacionarnos con Dios, con los demás y con nosotros mismos. ¡Alabemos a Dios! ¡Alabemos a nuestros próximos! ¡Alabémonos en lo que Dios nos alaba! Haciéndolo tendremos un poco más de la mente de Cristo y disfrutaremos más de nuestro Señor, de sus siervos, de la trinchera en la que nos ha colocado en esta vida y que Dios cubre con su benignidad diaria.
Por último: Déjame que alabe tu paciencia e interés por leer estas tres reflexiones; y también que alabe el esfuerzo mío que he dedicado en compartírtelas… ¡para gloria de Dios!