Yo te alabo, tú me alabas, él se alaba (1/3)
por Félix Ángel Palacios
Permitidme compartir con vosotros algo sobre la alabanza, esa faceta tan importante en la vida del cristiano y de toda la Iglesia.
¿Y qué es alabar? Miramos el diccionario de la RAE y nos dice: «Manifestar el aprecio o la admiración por algo o por alguien, poniendo de relieve sus cualidades o méritos». Esto quiere decir que cuando expreso mi aprecio o mi admiración por una persona, cuando pongo en relieve lo que es, lo que tiene o lo que hace, la estoy alabando.
La diferencia entre esto y «hacer la pelota» es obvia, pues ponerse en plan zalamero implica decir cosas que no son del todo ciertas, que no son sentidas de verdad, o que están dirigidas a conseguir interesadamente algo de alguien. Veamos por ejemplo cómo «alaban» los niños y niñas a su padre o madre cuando quieren que les levante un castigo, les compre algo, etc. La verdadera alabanza, sin embargo, implica aprecio, admiración, emoción, reconocimiento. Es «quitarse el sombrero» ante alguien: «Cariño, este guiso está excelente, eres una artista, se nota que está hecho con amor».
Cuando alabamos a alguien lo hacemos por lo que él es («Eres bueno, eres paciente, eres inteligente, qué alma más hermosa tienes»), por lo que hace («Qué habilidad, qué bien haces las cosas, muchas gracias por tu ayuda»), o por lo que tiene («Es fantástica tu casa, me gusta mucho tu coche, qué vestido tan bonito»). De modo que cuando quiero alabar a Dios he de ponerme necesariamente delante de él, de lo que es, de lo que ha hecho por nosotros y en el universo en general, de lo que sigue haciendo a día de hoy en nuestra vida, y de lo que tiene (su soberanía sobre nosotros, sobre los ángeles, sobre esta Tierra, etc.). Alabar a Dios significa ponerse delante de él y contemplarle en sus atributos y su obra a nuestro alrededor, traer a la mente todas estas cosas, recordarlas y darles el valor que merecen, momento en el que somos abrumados, conmovidos y sorprendidos: «¡Cuán grande eres, Señor!»
Expresamos esta emoción cuando cantamos alabanzas en la iglesia o en la intimidad del recogimiento, pero si no soy capaz de admirarle y serle agradecido, si no consigo entender estas cosas y lo que supondría para mí no tenerlas, nunca podré alabarle de corazón. Recordemos que el apóstol Pablo declara que es la falta de gratitud y de reconocimiento hacia Dios la causa de la injusticia e impiedad del hombre (Ro 1,18-23). Esa falta de gratitud y de reconocimiento tampoco anda muy lejos de nosotros, por muy cristianos que seamos. Mira qué fácilmente sustituimos la alabanza por la queja o el enfado con Dios, con cuánta frecuencia nos sentimos contrariados por él, frustrados o incapaces de salir de nuestro minimundo y extender nuestros ojos más allá del ombligo y nuestra circunstancia.
«Cantad al Señor un nuevo cántico, su alabanza desde el fin de la Tierra» (Is 42,10). «Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque tú fuiste inmolado y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje, y lengua, y pueblo, y nación» (Ap 5,9). ¿Cuál es ese nuevo cántico? La alabanza, ese nuevo idioma con el que ahora nos expresamos delante de Dios, de su Hijo y de nuestros hermanos en la iglesia. Pero aquí tenemos un problema: «¡Ay, es que yo no soy muy expresivo (expresiva), es que a mí no me sale decir estas cosas!» Sea por carácter, por cultura —la expresividad cambia de un país a otro, entre regiones e incluso entre ciudades— o por cualquier otra razón, lo cierto es que ser poco expresivo o inexpresivo constituye un escollo para la alabanza. Pero esto, como todo en la vida, es cuestión de entrenamiento, y Dios quiere ayudarnos a cambiar los viejos esquemas mentales del mutis, el gruñido o la vieja letra de la ingratitud y el ensimismamiento, por el nuevo idioma de la alabanza.
¿Y cómo se aprende este idioma? Pues como todo en la vida: poniendo empeño en aprender y practicando delante de Dios y de quienes tenemos al lado. Porque la falta de alabanza para con Dios es también, y en la misma proporción, la falta de reconocimiento para con las personas de nuestro alrededor, esas con las que nos relacionamos a diario: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los hermanos de la iglesia, el pastor, etc. Pero a esto volveremos el mes que viene.