Diccionario


templo
— Edificio, normalmente monumental, donde se aloja la imagen que hace concreta la presencia de un dios. En Jerusalén cumplía simbólicamente la misma función, aunque sin imagen divina.

Los templos parecen haber existido desde una antigüedad muy remota en todas las civilizaciones importantes. Se conocen en Sumeria, miles de años antes de Abrahán. Aunque del antiguo Egipto son más notables las pirámides funerarias, también existieron templos monumentales. Como los hubo también en el subcontinente índico y en las culturas del lejano oriente: China, Camboya, Japón, etc. Los templos piramidales de Mesoamérica parecen acusar influencias chinas.

En el mundo cananeo donde surge Israel, hubo entonces templos desde tiempos remotos de la antigüedad, a la vez que altares monumentales en «lugares altos» (la cima de ciertas colinas o montes), y una proliferación de matsebás (piedras clavadas verticalmente, en representación de la deidad masculina) y aserás (troncos o palos clavados verticalmente, en representación de la deidad femenina).

Los templos fenicios tenían una disposición de dos cámaras, como imitaría a la postre el templo al Señor de Israel, en Jerusalén. De éste se conoce que la cámara interior tenía la forma de un cubo de unos diez metros de lado, mientras que la exterior o primera, era rectangular, duplicando exactamente el volumen de la otra. A la primera solían entrar los sacerdotes para el ritual diario; a la interior, o «lugar santísimo», se entraba una vez al año. Allí estaba el Arca sobre la que posaban las estatuas de dos querubines, enormes y forradas de oro. Los querubines no representaban a Dios mismo, sino probablemente su «trono» o cabalgadura.

Según los relatos bíblicos, Salomón había construido este templo integrándolo a su complejo palaciego, «la ciudad de David», donde vivía con su harén. Había allí además un gran número de otros templos menores, dedicados a las diferentes deidades que adoraban sus esposas. Como el acceso al interior del templo al Señor en Jerusalén estaba limitado a un número muy exclusivo de sacerdotes, la mayoría de los adoradores rendían culto —en las festividades anuales y en las horas diarias de sacrificio— en el «atrio» del templo: una explanada al aire libre frente al edificio templario. Allí se encontraban el altar y el «mar» de bronce lleno de agua para los rituales de purificación, y dos columnas inmensas junto a la entrada del templo.

Destruido por los babilonios tres siglos después de su construcción, en el siglo V a.C. se construyó otro en Jerusalén, dedicado también al Señor de Israel, por orden del rey persa. En el siglo II a.C. el emperador griego de Siria lo dedicó a Zeus, interrumpiendo el ritual judío, que se restableció con la victoria de los macabeos. Hacia el año 20 a.C., Herodes el Grande lo reconstruyó a escala monumental. El templo de Herodes rivalizaba con los más magníficos que pudiera encontrarse en el mundo romano, pero fue destruido en el 70 d.C. cuando los romanos tomaron Jerusalén tras el alzamiento y la brevísima independencia de los judíos. Nunca se volvió a reconstruir, aunque los romanos construyeron en el monte de Sion un templo dedicado a Júpiter Capitolino.

Los soberanos persas y griegos habían empleado el templo de Jerusalén —y otros a lo ancho de su imperio— como tesorerías estatales donde almacenar caudales. A estos efectos, la legislación bíblica de los judíos especificaba la entrega de diezmos, ofrendas y contribuciones obligatorias en especie, que convertían el templo en una auténtica máquina de generar ingresos para la corona, que nunca se inhibió de «saquear el templo» (que es como lo sentían los devotos judíos) cada vez que se vieran en necesidad de sus fondos.

Hay un número de salmos que nos dejan ver el hondo sentimiento de devoción religiosa que inspiraban las peregrinaciones anuales al templo de Jerusalén, acompañadas de cánticos y salmos, en un ambiente festivo a la vez que religioso, seguramente reminiscente de las romerías populares en España. Había en esas ocasiones generosa consumición de carne, que era un alimento especialmente preciado porque su consumo no estaba normalmente al alcance de las clases trabajadoras.

Casi todas las tradiciones cristianas han dado en referirse a sus lugares de culto como «templo». Algunas tradiciones evangélicas, sin embargo, entendemos que «templo del Espíritu Santo» somos nosotros, el pueblo de Dios y cada cristiano en particular. Así es como se expresa el Nuevo Testamento. Aunque los apóstoles predicaron al principio habitualmente en el atrio del templo de Jerusalén, también conservaron palabras muy duras de Jesús, que desconfió rotundamente de toda la pompa y riqueza y poder mundanal que representaba ese edificio construido por Herodes.

—D.B.