La encarnación de nuestro Señor
por Dionisio Byler
Entre todas las festividades cristianas, la de Navidad es seguramente la más popular.
Hay algo entrañable en la representación con muñequitos de la escena de un bebé con sus padres en un establo —a veces en una cueva— con animales de granja, rodeado de adoradores que incluyen pastores, reyes y ángeles. Aquí en el hemisferio norte, la iluminación especial de nuestras calles, comercios y casas en los días más cortos del año tiene un efecto psicológico importante, aliviando la sensación oprimente de una oscuridad excesiva que es propia del invierno. Efecto parecido en el ánimo tienen los ritmos alegres y la mezcla de dulzura y nostalgia que son propios de villancicos populares y canciones seculares navideñas.
Algunas formas de entender y explicar la salvación que nos trae Jesús de Nazaret, han enfatizado históricamente la importancia de la Navidad. Cuando hace años decidí empezar, para disfrute de mis hijos, una colección de muñequitos para la configuración del tradicional Belén, empecé, como es natural, con las figuras de Jesús, María y José. En la tienda se referían a ese trío de muñecos como «el Misterio». Entendí subliminalmente que esa expresión venía a expresar el convencimiento de que algo sobrenatural, misterioso, inexplicable, maravilloso, venía representado ahí. En un país con una notoria devoción a la Virgen, eso tenía que referirse necesariamente a la concepción de Jesús sin el acto carnal. Pero el énfasis en el milagro de la encarnación tiene otros aspectos igual de interesantes que ese.
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Menno Simons, un líder importante entre los anabaptistas del siglo XVI, escribió sobre la encarnación de Nuestro Señor, en términos que hoy nos resultan incomprensibles, pero que eran comúnmente aceptados en su día, a finales de la Edad Media.
A Menno, como a muchos otros, le parecía importante enfatizar la diferencia y contraste entre la humanidad nuestra y la de Jesús, el segundo Adán, el primogénito de una nueva raza de humanos libres de toda mácula de pecado original. Para poder ejercer de Salvador, Jesús tenía que no solamente no haber pecado él, sino haber nacido sin que se le hubiese pegado el defecto esencial de la humanidad, expresado como «pecado original».
La teología tradicional católica conseguía esa diferencia entre la humanidad de Jesús y la nuestra, primero enfatizando su concepción virginal; y segundo, para mayor protección de su pureza, inventando la Inmaculada Concepción de María, donde ella misma fuera «sin pecado concebida». Así Jesús podía considerarse doblemente apartado de contaminación por reproducción sexual: ¡Inmaculado de segunda generación!
Menno (y otros muchos pensadores cristianos de su era) conseguía este mismo efecto partiendo del desconocimiento que había en aquel entonces de los pormenores de la reproducción sexual a nivel celular y genético. Los antiguos siempre consideraron que en el acto sexual el varón «siembra» su «simiente» en la mujer, más o menos como el agricultor siembra trigo o cualquier otra planta. La tierra nada confiere a esa planta, más que lugar fértil donde arraigar. Así también, la mujer nada confería al hijo o hija, aparte de la matriz fértil donde desarrollarse hasta nacer. Así las cosas, Jesús es hijo del Espíritu Santo que lo sembró asexualmente en María. Pero María nada contribuyó de suyo a la humanidad de Jesús. La humanidad de Jesús, en efecto, no desciende de Adán sino que es humanidad de nueva creación, sembrada en María por el Espíritu.
Los anabaptistas contemporáneos suyos tuvieron sus dudas acerca de esta doctrina tal cual la desarrolló Menno, aunque acabarían adoptando su nombre para identificarse como movimiento cristiano. Pensaban que en esto Menno habría hecho bien en seguir su práctica en todo lo demás: ceñirse estrictamente a la Biblia y evitar especulaciones de poco provecho.
Detrás de ese interés en contrastar la humanidad de Jesús y la nuestra hay varias presuposiciones, que pueden cada una ser considerada para intentar juzgar si se tienen en pie.
La idea del pecado original, por ejemplo, que se trasmite biológicamente por la cópula carnal. Para empezar, la Biblia entera no conoce el término «pecado original». Buscaríamos en balde allí, por consiguiente, cualquier noción de cómo sería que se trasmite de una generación a otra. La Biblia —Pablo en los primeros capítulos de Romanos, por ejemplo— denuncia que cada ser humano vive de maneras que desagradan a Dios y perjudican al prójimo y por eso necesita una intervención divina que restaure su comunión con Dios y con el prójimo. ¡Necesitamos un Salvador! Pero Pablo no especula cómo es que somos así; sencillamente describe lo que entiende que es una realidad.
El desarrollo medieval del concepto de sacrificio sustitutorio es otro concepto que habría que contrastar. La carta a los Hebreos había explorado diversos paralelos entre la muerte de Jesús y el ritual del templo en Jerusalén. El cristianismo posterior desarrolló la idea de Cristo como víctima sacrificial perfecta, que aplaca la ira divina y restituye el orden y la paz con Dios y en la sociedad.
Para que funcione la noción de sacrificio sustitutorio, es necesario imaginar que sea posible transferir los pecados de una persona a otra. Luego también cada infracción necesitaría su castigo de igual gravedad que la propia infracción. Con tal de que caiga sobre «alguien» ese castigo, la infracción quedaría saldada y volvemos a estar todos en paz con Dios y unos con otros.
Esto mismo sucedía a nivel secular en la Edad Media. Si se cometía un asesinato, había que culpar rápidamente a alguien y ejecutarlo públicamente, con lo cual la sociedad recuperaba la sensación de orden y tranquilidad cívica. No era necesario que el ajusticiado fuera realmente culpable, algo que era imposible muchas veces de establecer, especialmente cuando se arrancaban «confesiones» recurriendo a la tortura. Lo importante era que «alguien» pagara con la vida, saldando así la cuenta abierta en la convivencia social.
Con este tipo de nociones, la idea de que un justo —sin ningún tipo de imperfección propia, ni siquiera la del «pecado original»— pudiera saldar con Dios la cuenta de todos nuestros pecados, parecía perfectamente lógica. Tenemos aquí, entonces, otro motivo para enfatizar el milagro de la encarnación como el acto central de la salvación. Porque sin esa perfección como víctima inocente, la muerte de Jesús no habría conseguido borrar a la vez todos y cada uno de nuestros pecados de toda la humanidad.
Otros tal vez enfatizaron la encarnación como milagro central de la Salvación por sostener inconfesadamente ciertas nociones propias del gnosticismo, que se conocen en teología como docetismo. Según el docetismo Jesús no fue realmente humano sino que solamente lo pareció. Lo que fue, y esto es seguro, es divino. Se rebajó a la forma humana, asumió provisionalmente una identidad humana, para guiarnos en el camino hacia la negación de lo bajo, terrenal, animal, grosero, sensorial, que sufre los apasionamientos de la carne —lo cual envilece nuestra condición humana— hasta alcanzar una existencia puramente espiritual, como la suya.
El milagro de la encarnación habría sido, entonces, no que Jesús se hiciera de verdad humano, sino que nosotros alcancemos a ser de verdad espirituales, rozando la divinidad con una «vida eterna» equiparable a la de los ángeles.
Quizá es porque se prestaba con cierta facilidad a tanta distorsión y tanta especulación baldía, que aparte de Mateo y Lucas, ningún otro autor del Nuevo Testamento menciona en absoluto el nacimiento o encarnación de Nuestro Señor. Su nacimiento figura ahí, en Mateo y Lucas, como un detalle entre otros que describen su encaje en la nación judía desde Abrahán y en la humanidad entera desde Adán. Pero no hay allí ningún desarrollo de la encarnación como algo que tuviera en sí importancia teológica. Mucho más desarrollo teológico sobre los orígenes de Jesús tenemos, por ejemplo, en el evangelio de Juan. Juan no menciona el nacimiento de Jesús para nada, pero en cambio sí habla de su preexistencia como Logos o Palabra divina y eterna.
El Nuevo Testamento en general asume, sin explicar, que Jesús es uno de nosotros, un varón como cualquier otro, a la vez que ahora ha sido exaltado hasta la diestra de Dios en los cielos. En el libro de Apocalipsis, las alabanzas se dirigen indistintamente «al que está sentado en el trono y al Cordero», distinguibles pero esencialmente inseparables. El Nuevo Testamento hace ambas afirmaciones acerca de Jesús —su humanidad y su deidad— sin entrar en asociarlo necesariamente a su nacimiento. El Nuevo Testamento tiende a enfatizar mucho más la obediencia de Jesús hasta la cruz, y su posterior resurrección y glorificación como recompensa por esa obediencia. Obediencia que nos propone como ejemplo a seguir, con igual promesa de resurrección.