nacer de nuevo / renacer — Metáfora en el Nuevo Testamento, que explica la transformación radical que experimenta la persona que de verdad asume su condición de discípulo de Jesús, y abraza la proximidad del reinado de Dios.
El evangelio de Juan anuncia esta idea ya en su prólogo, en el capítulo 1. Allí algunos, por haber creído en su nombre, han «recibido la potestad» de llegar a ser hijos de Dios. Lo son porque no han nacido de sangre (humana) ni por la cópula de sus padres («por voluntad de un varón»), sino de la paternidad de Dios.
El tema reaparece en el capítulo 3 de Juan. Aquí viene el fariseo Nicodemo a conversar con Jesús. Nicodemo reconoce, por las señales que ha hecho, que Jesús procede de Dios. Jesús no se da por satisfecho con esa admisión. Quiere llevar a Nicodemo más allá del reconocimiento de que Jesús procede de Dios. Hay otra realidad igual de importante, que es la llegada del reinado de Dios sobre la humanidad. Sin embargo nadie es capaz de «ver» el reinado de Dios —es decir, discernirlo, entender que ha llegado y abrazarlo— sin primero haber nacido de Dios.
Nicodemo entiende que esto significaría nacer de nuevo. Dice que ya está viejo y que volver al vientre de su madre… ¡Si Nicodemo es ya anciano, su madre sin duda viene siendo cadáver desde hace años! Aunque el evangelio no nos lo dice, pienso que Jesús habrá soltado una carcajada ante la broma de Nicodemo; pero vuelve a insistir en la idea de «nacer de nuevo». Como Nicodemo seguramente también se ha dado cuenta, Jesús no está hablando de cuestiones de la carne sino del espíritu.
Pablo, en algunas de sus cartas, explora la idea de morir a un viejo «yo» carnal, corrompido por el pecado y la rebeldía contra Dios, para vivir ahora «en Cristo» como una nueva persona guiada por el Espíritu de Dios. Esta nueva persona es espiritual, obediente a Dios. Abunda en buenas obras. En Romanos Pablo habla de una dinámica sin esperanza en el capítulo 7, donde uno procura agradar a Dios y vivir como él manda, pero sin conseguirlo. A continuación, en el capítulo 8, habla de que «no hay ninguna condenación», sin embargo, para los que están ahora en otra dinámica, la del Espíritu, que produce de suyo y con toda naturalidad, precisamente los frutos de obediencia que no se consigue con esfuerzos «carnales».
En las cartas de Pablo ronda siempre, entonces, la idea de que hay una vida carnal, inútil para agradar a Dios. Hace falta morir a esa manera de vivir. Hay también una vida posterior, espiritual. Se emplee o no el término «renacer» o «volver a nacer», el resultado es en cualquier caso otra vida diferente, con otras reglas de juego y otros valores. Pero lo que es más importante, otras posibilidades, antes inexistentes, de vivir de acuerdo con los preceptos de Dios y dedicados, ahora sí por fin, a las buenas obras en beneficio del prójimo.
Esta cuestión de «nacer de nuevo» no tiene como objetivo principal la «salvación» personal, individual. Eso viene incluido, por supuesto; al continuar el capítulo de Juan 3, Jesús habla claramente de salvación y condenación. Pero el objetivo final de esta vida nueva es lo que Jesús llama «reinado de Dios» —la plena integración en un pueblo con unos valores y una forma de conducta radicalmente diferentes a los de este mundo caído. Y en Pablo, tiene que ver con la rehabilitación que nos hace capaces de vivir, por fin, conforme a la voluntad de Dios, que es, en síntesis, hacer buenas obras.
Las buenas obras no tienen ninguna virtud para acercarnos a Dios. Eso nos viene de pura gracia. Las buenas obras son, al contrario, la expresión natural de esta nueva vida en Cristo.
Por último cabe mencionar los capítulos 19 y 20 de Apocalipsis. El capítulo 19 habla claramente de muerte. Las aves carroñeras se hartan de la carne de los cuerpos muertos de los que peleaban contra Dios. Sin embargo en el capítulo 20, después de toda esa muerte sin sobrevivientes, los reyes de la tierra que antes comandaban la guerra contra Dios, entran ahora en procesión por las puertas de la Nueva Jerusalén. Traen a Dios los tributos de toda la tierra. Si habían muerto en el capítulo 19, en el 20 no sólo los vemos vivos, sino que son ahora fieles súbditos de Dios. Está claro, entonces, que aquella «muerte» no había sido un castigo sino la condición necesaria para «renacer», para vivir ahora en sumisión y obediencia a Dios y ya no en guerra y rebeldía contra Dios.
En fin, siempre más o menos la misma idea, aunque descrito de diferentes maneras por diferentes autores.