Como cristianos radicales,
nos compete hacer memoria de Jesús, del Mesías que no fue rey.
Reflexiones sobre el islam
por Antonio González
El horror de la actividad terrorista suele despertar dos tipos de actitudes en los medios de comunicación, en la sociedad, y también entre los cristianos. Para unos, el islam es una religión intrínsecamente perversa, y el terrorismo es su expresión natural. Para otros, el islam es una «religión de paz», que no se puede identificar con la minoría desquiciada de los yihadistas.
Como suele suceder en la vida, la verdad es algo más complejo. Al menos, lo es desde el punto de vista de la historia de las religiones. En la actualidad, los orígenes del islam están siendo sometidos a un fuerte escrutinio, semejante al que experimentó el cristianismo en el siglo XIX. Algunos eruditos occidentales cuestionan la existencia misma de Mahoma, o su ubicación en el lugar y la fecha que tradicionalmente le ha atribuido el islam. Sin embargo, para la casi totalidad de los musulmanes, la historia tradicional sobre Mahoma, conservada en los hadices, sigue siendo el esquema fundamental desde el que entienden los orígenes vinculantes de su religión.
Esta historia tradicional se suele dividir en dos partes, una primera en la Meca, donde gobernaba la tribu a la que pertenecía el mismo Mahoma, y una segunda en Medina. Esta división sirve todavía hoy para calificar las azoras del Corán, dividiéndolas en mecanas y medinesas.
En la Meca nos encontramos con que Mahoma, enfrentándose a su propia tribu, se convierte en el profeta de un monoteísmo semejante al judeo-cristiano. Frente al politeísmo de su medio, Mahoma defiende la unicidad de Dios. Frente a la división en tribus, y frente a los privilegios y conflictos de ahí derivados, Mahoma defiende la unidad de todos los creyentes en una nueva comunidad, la umma, caracterizada por la igualdad y la fraternidad. Algo no muy lejano a las ideas bíblicas, según las cuales el gobierno de Dios implica la igualdad básica de todos los gobernados por él. Este Mahoma, azote de los ricos y poderosos, es amenazado y perseguido, y su vida llega a estar en peligro, especialmente tras la muerte de su influyente esposa y de su tío, que le habían servido como protección.
Mahoma acepta la invitación para dirimir los conflictos tribales en Medina, adonde huye con sus discípulos. En Medina se convierte no sólo en un mediador y un pacificador, sino que, como líder religioso, va dirigiendo la transición desde una sociedad fundamentalmente tribal hacia una forma inicial de estado. El profeta de la Meca logra una progresiva concentración del poder coactivo, que pone fin a las interminables venganzas familiares y tribales. El acuerdo en la «Constitución de Medina» es que solamente un poder central podrá castigar los crímenes violentos, y decidir la guerra. Con ello asistimos al nacimiento de la nación árabe como un verdadero estado, más allá de las divisiones tribales. Y el profeta de la Meca se va convirtiendo en un verdadero líder de su nación. En otras palabras: en un jefe de estado.
Como jefe de estado, Mahoma tiene que hacer algo que todavía pertenece a la lógica de los códigos tribales: casarse con las hijas de los líderes tribales, para así asegurar su lealtad. Y como jefe de estado, comienza a tomar medidas violentas contra los enemigos y disidentes, incluyendo la aniquilación de una tribu judía, sospechosa de colaborar con el enemigo. Y es que el naciente estado islámico está en guerra con la Meca, que tras una guerra de desgaste finalmente termina por rendirse al profeta sin mucha resistencia. No sólo eso. El nuevo estado árabe inicia unas conquistas vertiginosas, que lo llevarán, tras la muerte de Mahoma, a constituirse como un enorme imperio, extendido desde España hasta Persia. Un imperio que los «califas» no podrán mantener unido, ni libre de conflictos internos.
En esta historia tradicional nos encontramos con un hecho sorprendente. Mahoma habría realizado en su propia biografía una transición que al judaísmo y al cristianismo le llevaron siglos, o milenios. Moisés nunca se convirtió en jefe de estado, porque entendía que el verdadero rey era Dios. El estado de Israel, en los relatos bíblicos, fue entendido como un desafío al reinado de Dios, y terminó en fracaso. El rey ungido, anunciado y esperado, no quiso ser rey, en el sentido habitual de la expresión. El Mesías no fundó un estado. Y es que el Mesías renunció a la violencia, característica esencial de todo estado. Y el cristianismo existió renunciando conscientemente a la opción estatal, siendo un pueblo sin estado, en medio de las naciones.
Ciertamente, a partir del siglo IV, primero en Armenia y después en el imperio romano, el cristianismo opta por convertirse en estado. El recurso a la violencia se legitima masivamente y se generaliza. Toda la historia de intolerancia y violencia «cristiana» comienza entonces, incluyendo la persecución y la muerte de los disidentes, y de otros cristianos. En muchos aspectos, se puede decir incluso que el islam fue más tolerante que el cristianismo con los grupos minoritarios. Los judíos, los cristianos de diversas tendencias, los mandeos, y otros grupos pudieron vivir a lo largo de los siglos, más o menos tolerados, en territorios musulmanes, mientras que en muchos lugares de Europa las minorías eran completamente destruidas.
Y, sin embargo, el islam tiene un problema. El paso de la oposición profética al estado acontece en la vida misma del fundador, por voluntad expresa de éste. En el caso del cristianismo, la transición sucede siglos después, y a costa de ignorar sistemáticamente los propios textos fundacionales. En cambio, en el islam, las azoras en las que se clama por la tolerancia religiosa, propias del período de la Meca, parecen dar lugar a otras mucho menos tolerantes, propias del período de Medina. El islam no puede borrar de su propios textos e historias fundacionales las huellas de una transición que comienza con la oposición profética y termina con la constitución de un estado, y de un estado que es islámico. Esto, obviamente, no significa automáticamente el terrorismo, que los musulmanes moderados pueden rechazar fácilmente: el islam no legitima cualquier tipo de guerra. Lo que sí significa es que el islam tiene en sí mismo una dificultad para evitar el integrismo, si por «integrismo» entendemos la voluntad de integrar la religión y la política, utilizando los recursos del estado.
Por supuesto, estas diferencias pueden parecer muy sutiles a aquellos árabes que todavía recuerdan las barbaries de los cruzados, cuando la sangre de mujeres y niños fluía literalmente por las calles de Jerusalén, o que sufren en su propia carne la ocupación o el pillaje violento de sus recursos naturales. En realidad, uno no puede juzgar a ningún musulmán, ni a nadie, por la propia interpretación de sus textos e historias fundacionales. Cada uno tiene derecho a hacer su propia lectura, y a vivir de acuerdo a ella. Y sin duda hay actualmente interpretaciones moderadas del islam, que se esfuerzan por hacer un lugar para el pluralismo y para la democracia.
Los cristianos, por su parte, deberían abstenerse de las fáciles generalizaciones. Quien diga que el islam es intrínsecamente violento y que tendría que ser prohibido, o estrictamente controlado por las autoridades, tendrá que oír, al día siguiente, de boca de sus vecinos ateos, la misma generalización: todas las religiones son violentas, y tendrían que ser prohibidas o estrictamente controladas por el estado. De hecho, no faltan intelectuales que dicen eso. Y, de hecho, todavía hoy, posiblemente la mayoría de las denominaciones cristianas, la mayoría de los teólogos, y la mayoría de los cristianos en el mundo consideran que la incorporación de los cristianos al gobierno, el uso de la violencia legítima, propia del estado, o la existencia de sociedades en algún sentido «cristianas» son metas deseables. En ese sentido, las tradiciones cristianas parecen volver siempre a pensar lo mismo: confrontar a Mahoma con los métodos de Mahoma.
Como cristianos radicales, nos compete hacer memoria de Jesús, del Mesías que no fue rey. Y que, al no serlo, el Mesías mostró en qué consiste verdaderamente el reinado de Dios. Porque la afirmación de que el reinar de ese Mesías, muerto y resucitado, es el reinar de Dios significa declarar lo más explosivo que han oído los siglos: que Dios reina desde abajo, que Dios reina desde la debilidad, que Dios reina desde el servicio, que Dios reina mediante la libertad de quienes acogen su reinado. La única manera cristiana de confrontar la violencia es la no violencia. Precisamente por eso no somos estado: porque la esencia del estado es la violencia. Si verdaderamente Dios estaba en Cristo, reconciliando el mundo consigo, ningún integrismo monoteísta es posible, ni cristiano, ni judío, ni musulmán. Y, precisamente por eso también, ninguna nueva tiranía atea o «laica» es legítima, porque la fuente última de autoridad no se puede identificar nunca, de ninguna manera, con el poder de algún estado. El verdadero y único Dios, el Creador de los cielos y de la tierra, no estaba en los palacios de Caifás, ni en los palacios de Pilato, ni en los palacios del César.
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