Comunión (Santa Cena, Cena del Señor, Eucaristía) — En la tradición menonita o anabautista no existen «sacramentos», un término que no viene en la Biblia, sino «ordenanzas», es decir actos rituales que ordenó celebrar nuestro Señor Jesús. Estos son: el bautismo, la Comunión, y el Lavatorio de pies. Tradicionalmente entre nosotros, se ha celebrado el Lavatorio de pies en la misma reunión cuando se toma la Comunión, por cuanto aparecen con esa vinculación en Juan 13.
En las iglesias evangélicas está mucho más difundido referirse a la Comunión con las expresiones «Santa Cena» y «Cena del Señor», que son términos perfectamente descriptivos del sentido conmemorativo que tienen, de la última cena del Señor con sus discípulos. El término Eucaristía es más frecuente en iglesias con un hondo sentido litúrgico: es una castellanización de la palabra griega que significa «agradecimiento», «acción de gracias». También está muy difundida en tales iglesias la palabra Comunión para designar este acto, y esta ha sido la palabra preferida tradicionalmente también en las iglesias menonitas.
En la Comunión (y con la mayúscula indicamos el uso de esta palabra para designar el acto litúrgico ordenado por nuestro Señor Jesús) celebramos comunión a dos niveles.
En primer lugar tenemos la comunión entre nuestro Señor Jesús y nosotros, las personas que somos sus discípulos por decisión personal y voluntaria, decisión que hemos señalado expresa y públicamente mediante el bautismo. Mediante el bautismo, como lo explica el apóstol Pablo, hemos muerto al viejo «yo», haciendo nuestra la muerte de Cristo en la cruz y sepultando nuestra vida e identidad anterior en las aguas; y al emerger del agua hemos resucitado juntamente con Cristo, haciendo nuestra su resurrección, para vivir de ahora en adelante con una identidad nueva, la que tenemos en común con Cristo, como parte de su Cuerpo, que es la iglesia.
En el rito de la Comunión, entonces, revalidamos y actualizamos otra vez esa comunión inseparable entre la identidad de Cristo y nuestra identidad como miembros de su Cuerpo, la iglesia, para vivir por él y para él y en el poder de su perdón y su gracia.
Al ingerir el pan y el vino, símbolos potentes de la carne y sangre de Cristo, que penetran por la circulación de la sangre hasta cada célula de nuestros cuerpos, volvemos a tomar conciencia de esa identidad compartida con nuestro Señor. Recordamos una vez más que nuestros cuerpos son extensión del suyo y por consiguiente, nuestros actos han de ser extensión de los suyos, nuestras obras ya no nuestras, sino parte de la presencia y testimonio del Señor en el mundo.
Esta comunión entre Cristo y nosotros no puede jamás, en absoluto, ser individualista. No es una comunión entre Cristo y «yo», sino entre Cristo y «nosotros». Es este, entonces, el segundo nivel de la comunión que expresamos mediante la Comunión: la comunión entre todos nosotros que en este instante y lugar constituimos el Cuerpo de Cristo, su Iglesia, esta congregación particular de los elegidos de Dios.
Nadie constituye él solo o ella sola, sin otros, el «cuerpo» de Cristo. Mi cuerpo personal mío no es lo mismo que el cuerpo de Cristo. Gloria de sobra tengo con ser un miembro de un todo, un miembro de este cuerpo constituido por todos nosotros.
En las instrucciones con que en 1 Corintios 11 el apóstol Pablo corrige los defectos de las formas que seguían aquellos cristianos al celebrar este rito, aprendemos que «discernir el cuerpo de nuestro Señor» significa discernir ese vínculo entrañable, esencial, imprescindible, entre los miembros de la comunidad cristiana que se reúne para esta celebración. Si se pretende una comunión espiritual con Cristo que no tenga expresión solidaria y vinculante como comunión entre los hermanos, se desvirtúa lo que viene a expresar el rito; hasta tal extremo que Pablo no duda en atribuir a tamaño error, la existencia de debilidad, enfermedades y hasta muertes en la comunidad.
Si de verdad estamos unidos a Cristo, si de verdad nuestra identidad desde nuestro bautismo es una identidad compartida con Cristo, es obvio que esa identidad compartida lo es también con cada miembro de la comunidad. No que tenga que serlo, sino que lo es.
No solamente entre nosotros como iglesia local o como expresión puntual, en este lugar y hora, de la comunión entre los miembros del Cuerpo de Cristo, su Iglesia. El Cuerpo de Cristo se extiende por todo el mundo y por todas las eras. Nuestra comunión es con todos aquellos que en todas partes han fusionado su identidad con la de Cristo y han sido constituidos tan miembros de su Cuerpo como lo podamos ser nosotros. Y se extiende a lo largo de los tiempos, desde aquellos primeros discípulos en Galilea y en Jerusalén hasta nosotros hoy, y hasta aquellos que ocuparán nuestro lugar en los siglos del futuro.
—D.B.