Ahora entiendo el evangelio (19/24)
El evangelio de la gracia
por Antonio González
A partir de todo lo que hemos estudiado hasta aquí, resulta bastante claro que el evangelio bien puede llamarse «evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24).
1. El regalo inmerecido
El término «gracia» señala precisamente algo que se sale de la lógica de los méritos y de los logros. Cuando alguien toca un instrumento «con gracia», significa que lo hace de una manera que va más allá de la pura aplicación mecánica de una técnica. Por eso la gracia se relaciona con la belleza (Pro 1,9; Sal 45,2). La belleza tiene algo de gratuidad, de exuberancia, de abundancia, de plenitud que sobrepasa todo cálculo basado en méritos.
En la Biblia, «hallar gracia a los ojos de alguien» es una manera de hablar del trato con que una persona se dirige en amistad y favor hacia alguien que, de por sí, no merece ese trato (Gn 33,10). Por eso, la gracia designa frecuentemente el modo en que Dios actúa de modo generoso, gentil y gratuito hacia el ser humano (Gn 18,3).
El evangelio es la buena noticia de que Dios se ha dirigido de un modo amoroso y gratuito a la humanidad, ofreciéndole entrar en un pacto definitivo, por medio del Mesías Jesús. Al entrar en ese pacto, somos salvados del pecado fundamental del ser humano («Adán»), para vivir eternamente, ya desde ahora, como hijos de Dios. Por eso, el evangelio es pura gracia:
Porque por gracia habéis sido salvados, por medio dela fe, y esto no de vosotros, sino que es regalo de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe (Ef 2,8-9).
La salvación por la fe garantiza que estamos ante una salvación gratuita. La salvación es por fe, precisamente para que sea una gracia (Ro 4,16). En cambio, si la salvación fuera un mérito nuestro, logrado mediante nuestros esfuerzos, seguiríamos siendo presos de la lógica de Adán, y no estaríamos realmente salvados.
Esto significa entonces que la fe no es un mérito nuestro, que podamos presentar como aquello que nos permite «ganar» la salvación. Como vimos, la fe es desde el principio mismo la obra del Espíritu, que comienza mostrándonos el error de nuestra incredulidad (Jn 16,8-9), y posibilitándonos decir «Jesús es Señor» (1 Co 12,3).
La fe, en la vida cristiana, continúa siendo siempre un don del Espíritu Santo (1 Co 12,9), que nos permite caminar en fidelidad (Gal 5,22). Y como don sobrenatural del Espíritu, la fe nos permite afrontar lo que aparentemente es imposible de lograr por medios humanos.
Esto no quiere decir que la fe sea algo que sucede sin nuestra libertad. Al contrario: donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Co 3,17). El Espíritu, lejos de quitarnos la libertad, nos la aumenta. Dios, desde siempre, desea nuestra plena y total libertad, incluso cuando esa libertad incluye la posibilidad de rechazarle.
Lo importante es no confundir esa libertad con un mérito propio. La libertad del evangelio no es una simple capacidad humana para elegir entre una cosa y otra. La libertad que nos posibilita vivir en la gracia es ella misma un regalo de Dios. Eso no significa que nosotros no tengamos que elegir. Lo que significa es que esas elecciones no pueden ser consideradas como un mérito nuestro, sino una posibilidad regalada por Dios. De ahí la importancia de permanecer firmes en la gracia que hemos recibido (Ro 5,2), y no volver a vivir basándonos en nuestros propios méritos:
… si es por gracia, ya no es por obras; de otro modo, la gracia ya no sería gracia. Y si es por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra (Ro 11,6).
El cristiano no se convierte en un autómata al recibir la fe. Es más libre que antes, pues ahora puede vivir en la gracia. En realidad, la caída de la gracia (Ga 5,4) es exactamente lo mismo que la caída en la lógica de Adán: vivir de los propios méritos.
2. La libertad del pecado
Al anular la lógica retributiva, Dios ha perdonado todos nuestros pecados (Col 2,13). No solo los pecados pasados, sino todos. Aunque no todas las traducciones lo reflejan fielmente, Pablo dice literalmente lo siguiente:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades han sido perdonadas, y cuyos pecados han sido cubiertos. Bienaventurado el hombre cuyo pecado el Señor no tomará en cuenta (Ro 4,7-8).
Se trata de una cita del Salmo 32, que Pablo pone expresamente en futuro, a pesar de que esto no lo reflejan todas las traducciones bíblicas. ¡Todos los pecados son realmente perdonados, porque Dios ha anulado la lógica retributiva! Y esto incluye todos los pecados.
El único pecado que no es perdonado es el rechazo del Espíritu Santo, es decir, el rechazo de aquél que posibilita en nosotros la fe auténtica, la fe del evangelio (Mc 3,28-29). Dicho en otros términos: el único pecado que no es perdonado es el pecado de rechazar el perdón gratuito de Dios. Es el pecado de resistir al Espíritu Santo, queriendo ser justos como resultado de los propios méritos (Hch 7,51).
Se podría pensar entonces que el cristiano tiene algo así como una «licencia para pecar», sabiendo que todo lo que hagamos nos será perdonado. Por eso algunas personas tienen miedo a que se hable demasiado de la gracia.
Sin embargo, lo que sucede es justamente lo contrario. Cuando vivimos en la gracia, vamos siendo liberados del pecado. Como dice Pablo:
el pecado no se enseñoreará de vosotros, ya que no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia (Ro 6,14).
¿Cómo sucede esto? Estar bajo la gracia es depender de Dios, de su amor, de su misericordia. La gracia no es una «cosa», sino la mirada favorable de Dios, cuyo Espíritu ha querido vivir en nosotros. Si estamos bajo la gracia, ya no queremos arreglarnos a nosotros mismos, mejorarnos a nosotros mismos mediante nuestras fuerzas. Cuando estamos bajo la gracia, le permitimos a Dios actuar en nosotros, y trasformarnos.
En cambio, cuando vivimos «bajo la ley» sucede algo distinto. Vivir bajo la ley es tratar de agradar a Dios mediante nuestras fuerzas. Cuando vivimos bajo la ley, tratamos de transformarnos a nosotros mismos, haciendo nosotros la tarea de Dios. Al vivir bajo la ley, seguimos presos de la lógica de Adán, viviendo de los resultados de nuestras propias acciones. Y, precisamente por eso, cuando vivimos bajo la ley, el pecado se enseñorea de nosotros.
En realidad cuando vivimos bajo la ley, no somos transformados de una manera significativa, porque no le permitimos a Dios actuar en nosotros. Bajo la ley, las pocas transformaciones que logramos se convierten en algo de lo que nos podemos enorgullecer, con lo que no salimos de la lógica de Adán. Dicho en otros términos: no salimos de la estructura fundamental del pecado. Por eso dice Pablo que «el poder del pecado es la ley» (1 Co 15,56).
Es la gracia de Dios, su favor gratuito, el que nos transforma. Como dice la primera carta de Juan,
todo aquel que ha nacido de Dios no sigue pecando (1 Jn 5,18).
La forma verbal utilizada en ese versículo indica una actividad continuada. El que ha nacido de Dios no peca de una forma habitual, porque Dios está obrando en su vida, liberándolo del pecado. Ello no obsta para que ocasionalmente podamos caer. Lo contrario sería hacer a Dios mentiroso (1 Jn 1,8). Sin embargo, el pecado ya no es nuestra forma de vida.
Cuando el que ha sido justificado por la ley cae, se levanta rápidamente (Pro 24,16). Se apresura en corregir la falta, en pedir perdón, en apartase del mal. El pecado no le resulta ya agradable. Y, precisamente porque confía en el amor de Dios, en su perdón incondicional y completo, el creyente puede ir confiadamente al trono de gracia, para alcanzar misericordia (Heb 4,16). En lugar de encerrarse en la tristeza por la culpa, el creyente puede recibir el amor de Dios inmediatamente, y vencer el poder del pecado, y toda acusación del enemigo.
En definitiva, ningún árbol se puede hacer bueno a sí mismo. Pero cuando por la misericordia de Dios el árbol es perdonado y habitado por la presencia de Dios, el árbol es transformado, y comienza a dar frutos buenos (Mt 7,17-18).
3. Para la reflexión