misericordia — Virtud por la que la persona se siente conmovida a aliviar el sufrimiento ajeno. Es un término «secular», no estrictamente religioso, que sin embargo tiene mucha andadura en la Biblia y en la vida y enseñanza cristianas.
La misericordia procede de la capacidad de sentir empatía, de ponerse en la piel del otro —en particular del desafortunado, del que sufre— para actuar como nos imaginamos que querríamos que actuasen otros si nosotros nos encontrásemos en esa situación.
Una aplicación especialmente sombría de este principio era lo que en la Edad Media se conocía como el «puñal de misericordia», que llevaban los caballeros para rematar a los heridos en las batallas. Antes de la medicina moderna y en particular el reconocimiento de la necesidad de extremar la higiene para evitar infecciones y el descubrimiento de los antibióticos, era peor ser herido que morir en una batalla. La mayoría de los heridos tenían por delante días, semanas, tal vez meses de agonía y dolor ante el avance imparable de la infección y gangrena, siempre con un desenlace inevitable de muerte. De ahí que los combatientes llevasen consigo su misericordia para recorrer el campo de batalla, concluida esta, y dar así el «golpe de gracia» a los heridos desafortunados que no estuviesen muertos ya.
Mucho más placentero es observar en los coros de las catedrales en cualquiera de nuestras ciudades, que las sillas del perímetro tienen labrada una misericordia, que se ve cuando se levanta el asiento para los largos ratos cuando la liturgia exigía estar de pie. Son pequeños apoyos para las nalgas, donde se podía estar técnicamente de pie por tener las piernas plenamente extendidas, pero a la vez estar prácticamente sentados en ese apoyo.
El principio es siempre el mismo: ponerse en la piel del otro y poner el remedio que se tenga a mano para abreviar o disminuir el sufrimiento o dolor o la mala fortuna que ese otro está sufriendo o es previsible que vaya a sufrir.
Si el fundamento esencial de la misericordia es la capacidad de empatía, de ponerse en la piel del prójimo, es asombroso descubrir hasta qué punto la misericordia es uno de los rasgos más frecuentemente atribuidos al Señor en la Biblia. ¿Cómo puede saber un ser tan superior y esencialmente distinto a nosotros, como lo es Dios, lo que padecen nuestros cuerpos, las agonías de nuestro dolor (por las que podemos llegar a desear vivamente la muerte), los sufrimientos y agonías mentales de preocupación, temor por seres queridos, la incertidumbre y duda que nos provoca no conocer el futuro…? ¿Cómo es posible que Dios pueda empatizar, ponerse en nuestra piel, imaginarse a sí mismo en nuestra situación, con-padecer —compadecerse— de nosotros hasta tal grado que suscita en Dios la virtud de la misericordia?
Este es uno de esos puntos donde hay que echar mano del concepto de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Aunque somos distintos por supuesto, no lo somos tanto como para que Dios no pueda, en efecto, empatizar y sentirse conmovido a la misericordia, ponerse en nuestra piel e imaginarse a sí mismo padeciendo los mismos dolores y agonías que nosotros. Y comprendiendo así lo que sufrimos nosotros, sentir que brota en su seno la misericordia para intervenir a nuestro favor para abreviar, paliar, incluso quitarnos del todo nuestro dolor o la condición miserable en que nos hallamos.
Por esto mismo es natural concebir de él como un Padre, vernos a nosotros mismos como sus hijos, como la niña de su ojo, como destinatarios de su favor, su gracia, su protección… Y de su misericordia.
En cualquier caso, la misericordia de Dios no es sencillamente un artículo de fe o de doctrina cristiana. Es lo que cada uno de nosotros que conocemos a Dios y esperamos en él, hemos experimentado en diferentes momentos de nuestras vidas. Sabemos que Dios es misericordioso, no porque lo diga la Biblia —que también— sino porque hemos experimentado personalmente su misericordia.
Y ante la certeza de la muerte que nos espera como seres mortales, sabemos que cuando llegue aquel momento cuando ya es imposible aguantar más, Dios tendrá esa misericordia también de poner fin a nuestros padecimientos terrenales y llevarnos consigo a la gloria eterna que nos tiene preparada.
La Biblia no dice solamente que es misericordioso Dios. Por cuanto nos declara hijos e hijas de Dios, cuya paternidad se nos reconoce porque nos parecemos moral y éticamente a Dios, la misericordia ha de ser un rasgo esencial de toda aquella persona que conoce y ama a Dios y que vive en la dinámica del evangelio. Nosotros también hemos de saber ponernos en la piel de quien sufre, para intervenir en lo que esté a nuestro alcance para paliar, mitigar o poner fin a sus padecimientos.
—D.B.