Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros
por Sara Wyngaarden/MCC
El presente artículo fue difundido (en inglés) por Sara Wyngaarden en su blog personal y reproducido en la web de MCC. Sara estuvo en la India con el programa SALT de la ONG internacional menonita MCC. Es un programa donde jóvenes menonitas de Canadá y EEUU tienen la oportunidad de vivir en otros países y conocer la vida en otras culturas. Aunque nuestros jóvenes no pueden participar, nuestras comunidades sí pueden prestarse a recibir jóvenes norteamericanos y así participar en el programa. Más información en la web de MCC.
La semana pasada tuve el privilegio de visitar Jharkhand, el estado colindante al norte de Chhattisgar. El Comité Central Menonita se ha asociado con la Fraternidad India de Servicio Cristiano Menonita y Bihar Mennonite Mandli para realizar un proyecto de autoabastecimiento de alimentos en algunos pueblos de la región de Chandavaa. El personal local accedió a enseñarme cómo funciona, dándome la oportunidad de alojarme con anfitriones en los pueblos mismos. ¡Yo no cabía en mí de emoción!
Cuando llegué al hogar de mis primeros anfitriones, me recibió un gentío que cantaba y danzaba al ritmo de tambores. Una mujer me roció con agua empleando una rama frondosa. Los niños me obsequiaron con ramos de flores y echaron pétalos sueltos sobre mi cabeza. Esta es la forma tradicional de expresar bienvenida, y me uní gustosamente a los danzantes que me condujeron desde la carretera hasta la casa.
Después de proveerme de una silla y un vaso de agua, algunas mujeres se acercaron a mí con una jarra y jofaina. «Es tradicional entre nosotros, cuando llega un huésped, lavarle los pies» —me explicó alguien. Y efectivamente, es así como fui recibida en todas las casas donde visité o me alojé esa semana.
A mí me han lavado los pies antes. (Bueno, me lavo yo misma los pies, por supuesto; quiero decir que me los lavaran otros.) En mi comunidad menonita de Elmira, Ontario (Canadá) practicamos el Lavatorio de Pies siempre que celebramos la Comunión. Es un recordatorio de que Cristo nos llama a servirnos unos a otros, a interactuar con amor y humildad unos con otros (Juan 13,1-17). Siempre he valorado mucho esa experiencia.
Pero esto era algo muy diferente de ese gesto simbólico. Estas mujeres no estaban descalzándome mis zapatos lustrados de domingo para revelar pies relucientes con olor a rosas. (Una descripción que admito embellecida.) Estaban descalzándome mis zapatos polvorientos, manchados de sudor, gastados y medio rotos, para revelar pies malolientes, con callos, con uñas que necesitaban una limpieza urgente. (Esta descripción, desafortunadamente, no ha sido embellecida en absoluto.) Y lavaron esos pies echando sobre ellos agua fresca sobre la piel bronceada por el sol, masajeando suavemente mis músculos cansados, y secando con ternura los diez dedos inquietos. (No preocuparse: las uñas me las limpié yo misma.)
¡Qué sensación más increíble!
Les dije a mis anfitriones nada más llegar que quería hacerlo todo. He visitado muchos pueblos este año, así que sé que muchos aspectos de la «vida de pueblo» son muy diferentes de la «vida de ciudad» que experimento en Korba, donde he vivido casi todo el año. Pedí a MCC que me dieran esta oportunidad porque quería experimentar el ritmo de vida, el trajín diario que vive la gente de los pueblos. Esperaba que me permitieran participar en lo habitual: barrer, trabajar la tierra con azada, destripar pescados. En mi imaginación me veía trabajando y descansando junto a mis anfitriones desde el alba hasta la puesta del sol.
No era un sueño realista, por supuesto. La hospitalidad es un aspecto tan céntrico de la cultura india que sabía que ser recibida como una huésped era algo inevitable, especialmente si solamente me quedaba una semana. Pero incluso después de meses de vivir con mi familia anfitriona, tengo que batallar para conseguir que me dejen ayudar a lavar la vajilla. Que mis anfitriones en Jharkhand me permitieran hacer todo lo que hice es ya de por sí notable. Tuve oportunidad de cargar piedras y jarrones de agua con la cabeza, pescar, ayudar a preparar la comida y a coser, entre otras cosas.
Uno de mis autores favoritos es Max Lucado. Al principio de In the Grip of Grace (En manos de la gracia), escribe lo que él llama «la parábola del río». Trata sobre cuatro hijos descarriados y un quinto que sale a buscarlos para traerlos a casa de su padre. Merece leerse entero, pero quiero destacar un pasaje en particular. Uno de los cuatro hijos descarriados decide regresar a la casa del padre construyendo un camino de piedra a lo largo del río. Cuando el hermano mayor lo encuentra, este es su diálogo:
—Padre me ha enviado para que te traiga a casa.
El hermano no levantó la vista.
—No puedo hablar ahora. Tengo que trabajar.
—Padre sabe que has caído. Pero te perdonará…
—Puede ser —interrumpió el hermano, luchando por mantener el equilibrio contra la corriente—, pero antes tengo que llegar al castillo. Tengo que construir un camino a lo largo del río. Eso le hará ver que soy digno. Y entonces suplicaré su misericordia.
—Ya tienes su misericordia. Yo te llevaré sobre mis hombros río arriba. Nunca serías capaz de construir un camino. El río es demasiado largo. La tarea es demasiado grande para tus manos. Padre me mandó para que te llevara a hombros a casa. Soy más fuerte. […]
—No me puedes detener. Voy a construir este camino y me plantaré delante de mi padre y no tendrá más remedio que perdonarme. Forzaré su aceptación. Me ganaré su misericordia.
Y entonces viene lo que me parece la línea más profunda de la parábola. El hijo mayor le dice a su hermano:
—La aceptación forzada no es aceptación. La misericordia ganada no es misericordia.
Yo añadiría que «la gracia merecida no es gracia».
A veces se me tuerce la idea de la gracia de Dios y acabo pensando que necesito impresionar a Dios con mi actividad para conseguirla. Pienso que su aceptación es algo que hay que forzar; que su misericordia es algo que hay que ganarse; que su gracia es algo de lo que tengo que ser digna. Quiero ganármela, sudármela, ensuciarme del todo para recibirla como una ducha maravillosamente purificadora. Pero si tuviera que merecer ser recibida por Dios, entonces su gracia sería irrelevante. Y si tengo que trabajar hasta llegar a Dios por mi propia cuenta, bueno, entonces nunca alcanzaría ese objetivo. Eso es lo que hace que nuestro Dios sea tan increíble. Su gracia es gracia auténtica; es completamente inmerecida. Y envía a su Hijo, Jesús, para llevarnos sobre sus hombros a casa para que podamos vivir en la luz de su aceptación. Solamente hace falta decir «Sí».
Sé que esto de la hospitalidad no es un paralelo perfecto, pero desde luego puede incluir mucho de gracia gratuita, particularmente en un encuentro entre personas de diferente trasfondo cultural. He recibido una abundancia de gracia de mis anfitriones este año mientras cometía torpezas viviendo en su cultura, aprendiendo como si fuese una niña. Hubo gracia ante las dificultades de hablar idiomas diferentes y cuando hacía cosas que entre ellos están mal vistas; gracia cuando extrañaba mi país y mis seres queridos, cuando entraba en shock intercultural; gracia para mis excesos de energía en algunos momentos y agotamiento total en otros. Y en última instancia, me recibieron con gracia en medio de sus vidas como una huésped, observadora y participante durante muchos meses.