Ahora entiendo el evangelio (16/24)
La fe del evangelio
por Antonio González
Con el trasfondo de lo que hemos estudiado hasta aquí, podemos entender mejor lo que Pablo llama «la fe del evangelio» (Flp 1,27). La fe es confianza en que Dios estaba en el Mesías, reconciliando el mundo consigo. Creer significa confiar en que ya no tengo que justificarme por los resultados de mis acciones, porque soy justificado gratuitamente por Dios.
Si Dios estaba en Jesús, reconciliando el mundo consigo, la muerte ya no podía retenerle (Ro 6,9; Hch 2,24). La fe incluye la convicción de que Jesús ha resucitado, y por tanto nos podemos adherir a él como Señor y Mesías. Por eso, la fe tiene también un elemento de fidelidad. La fe es también la adhesión a una persona: creer en Jesús es adherirme a él como Mesías, y así formar parte de su pueblo.
1. La convicción de lo invisible
Hay otro aspecto decisivo de la fe. En la carta a los Hebreos se nos dice que la fe es «la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Heb 11,1). Confiar en una persona es esperar ciertos comportamientos de ella. Pero cuando confiamos vamos más allá de lo que vemos. Nos dirigimos al futuro, y nos dirigimos a lo invisible.
A Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). De hecho, el Creador de todas las cosas no es una cosa más, que pueda ser conocida por nuestros sentidos, o ni siquiera por nuestra mente. Sin embargo, la fe cree que Jesús lo ha dado a conocer plenamente: el hijo unigénito que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer (Jn 1,18). Por la fe, conocemos que Dios es tal como Jesús lo representó: «la ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesús el Mesías» (Jn 1,17).
En este sentido, la fe nunca tendrá «pruebas» en un sentido estricto. Si las tuviera, dejaría de ser fe. Lo que la fe tiene, como vimos, son «señales» (Heb 2,4), ciertamente importantes, y a veces muy poderosas. Pero todas esas señales con las que llega el evangelio nos dejan siempre la libertad de reconocer en ellas la mano de Dios, y aceptarla de manera agradecida. Dios siempre respeta nuestra libertad, pues así nos lo mostró Jesús.
2. Por el oír
Estas características de la «fe del evangelio» determinan el modo en que nos llega la fe. La fe no llega mediante una evidencia matemática o filosófica. Tampoco se nos presenta como una cosa que podamos ver. Como dice Pablo: «por esto, la fe es por el oír, y el oír por la palabra del Mesías» (Ro 10,17).
En algunas versiones, en lugar de la «palabra del Mesías» (o de Cristo) podemos leer «por la palabra de Dios». Sin embargo, los manuscritos más antiguos hablan de «la palabra del Mesías» (rématos Khristoû). Esto no deja de ser significativo. Son las palabras mismas de Jesús, y sobre Jesús, las que nos llevan a la fe en él.
Como hemos visto, la fe así entendida no es posible sin la obra sobrenatural del Espíritu mismo de Jesús en nosotros. La fe del evangelio no consiste simplemente en creer en que Dios existe, o cosas por el estilo. Como dice la carta de Santiago, este tipo de fe también la tienen los demonios (Stg 2,19). Tampoco se trata de creer que ciertas cosas van a pasar, como cuando decimos «creo que va a llover» o «creo que Dios me va a ayudar a aprobar el examen». Todo eso puede ser muy importante, pero no es la fe del evangelio.
La fe del evangelio consiste en creer que Dios estaba en el Mesías, reconciliando el mundo consigo. Por eso, la fe del evangelio confía en que es Dios el que nos hace justos, no por nuestros méritos, sino de una manera gratuita. Si fuéramos hechos justos por nuestros méritos, seguiríamos en la lógica retributiva, que Jesús ha anulado en la cruz. Seguiríamos en el orgullo de los que se creen superiores a otros por sus méritos, o en la culpa de los que saben que no son merecedores del amor de Dios. Dios nos declara hijos suyos, sin ningún mérito nuestro. Justificados por la fe, tenemos ahora paz para con Dios por medio del Señor Jesús, el Mesías (Ro 5,1).
3. La activación de la fe
La fe, siendo una obra sobrenatural del Espíritu de Jesús en nosotros, no es una especie de convicción interior, separada del resto de nuestra vida. La fe más bien toca todas las dimensiones de la vida humana, y no solamente el ámbito de nuestras ideas. La fe transforma nuestros sentimientos, nuestros deseos, y toda nuestra actividad.
Cuando confiamos en alguien, confiamos en que aquellas cosas que nos pide serán cosas buenas. Confiamos en que no vamos a ser defraudados. Lo mismo sucede con Dios. Si confiamos en Dios, lo obvio será seguirle y obedecerle. No es posible decir que confío en Dios y, al mismo tiempo, no hacer lo que me pide. Si creo en Dios, confío en que seguirle será lo mejor para mí. La fe verdadera no sólo cree que Dios existe, sino que también cree que Dios galardona a los que le buscan (Heb 11,6).
En este sentido, la fe auténtica no se contrapone a las obras. Lo que sucede es que las obras del creyente ya no son esfuerzos para conseguir el favor de Dios. Al contrario. Las obras del creyente son expresión de nuestra fe, de nuestra confianza en Dios y de nuestro amor a Él. El orden se ha invertido. Somos salvados solamente por la fe, pero cuando tenemos fe nos resulta natural hacer lo que antes no podíamos hacer, que es obedecer a Dios. Precisamente porque ahora confiamos en él, podemos obedecerle.
De este modo, la fe se activa por el amor (Gal 5,6). Por amor a Dios, le obedecemos. Por amor a las demás personas, hacemos lo que Dios nos pide que hagamos por ellas. Al obedecer a Dios, y ver los resultados, nuestra fe se va consolidando. De hecho, la fe viene a ser como un músculo: cuanto más lo ejercitamos, más se desarrolla, y más fácil nos resulta seguir confiando en Dios y seguir obedeciéndole.
4. Para la reflexión