«El Furor» y las autoridades de gobierno
por Dionisio Byler
Elkhart (EEUU), 17 de octubre — Escribo desde la distancia de estar pasando unas semanas en EEUU con mi esposa Connie. Ante nuestra jubilación inminente, nos estamos despidiendo de las iglesias menonitas e individuos y parientes, que nos han venido apoyando con sus oraciones, interés y donativos durante nuestros años de servicio con la Red Menonita de Misión.
Nunca he creído que la fe cristiana deba vivirse a espaldas de lo que sucede en la sociedad que nos rodea. Este mes de octubre de 2017, la sociedad española vive conmocionada por el enfrentamiento que se venía anunciando desde hace tiempo, entre los gobernantes de Cataluña y los de toda España.
Comenté a alguien aquí —supongo que a un menonita— que tengo la impresión de que todos los nacionalismos son como la religión: un sentimiento inexplicable, generador de identidad personal, capaz de provocar una lealtad suprema superior a todo. Me contestó que no, que el nacionalismo no es que parezca una religión, es una religión. Adora el falso dios de la nación soberana como solución a todos los males, exigiendo que sacrifiquemos en su altar cualquier otro vínculo humano.
En la era del Nuevo Testamento faltaban muchos siglos para que se inventase la ideología del nacionalismo. Sin embargo había un cierto equivalente en el culto al emperador y devoción a la diosa Roma. Nelson Kraybill, en Apocalipsis y lealtad (Ediciones Biblioteca Menno, 2016) documenta ampliamente el paganismo inherente a la política de aquellos tiempos, al que la iglesia se oponía declarando Señor, es decir soberano político, al Cordero, a Jesús resucitado.
Ante las tensiones de estos días, hallo los siguientes pensamientos del apóstol Pablo en su Carta a los romanos:
12,9 Que el amor sea sincero. Rechazad la maldad, sumaos a la bondad. 10 Haya entre vosotros un afecto fraternal entrañable, anteponiendo a todo, el honrar cada cual al prójimo.
[…]
14 Hablad bien de los que os perjudican; hablad bien, no habléis mal.
15 Alegraos con los que están contentos, llorad con los que se lamentan. 16 Consideraos así mutuamente entre vosotros, sin pensar nadie que es superior sino adhiriéndoos a los más despreciados. Que nadie piense que su opinión es la que más importa.
17 Que nadie responda al mal con otro mal. Proponeos conseguir el bien como respuesta a todas las personas. 18 Si es posible, por lo menos en lo que de vosotros dependa, vivid en paz con todo el mundo. 19 Queridos, no pretendáis vengaros sino permitid que intervenga «el Furor», ya que pone: Mía es la venganza, ya me hago cargo yo —dice el Señor—. 20 Al contrario: Si tu adversario tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber. Porque haciendo esto le enfrías su acaloramiento.
21 Así que no dejes que la maldad te domine, sino domina tú la maldad mediante la bondad.
13,1 Que todo el mundo obedezca la autoridad superior que gobierna, porque no existe autoridad que no tenga que rendir cuentas a Dios; y las que están, por Dios están controladas. 2 Entonces, el que opone resistencia se subleva contra ese control divino; y los que se sublevan serán juzgados.
3 Porque los que gobiernan no asustan al que actúa con bondad sino al malhechor. Así que si quieres no tener miedo de la autoridad, actúa con bondad y te acabará reconociendo, 4 ya que está al servicio de Dios para lo bueno. Pero si eres malhechor siempre tendrás miedo, ya que dispone de medios de castigo eficaces: es el vengador del «Furor» contra los malhechores.
5 Por consiguiente no hay más remedio que obedecer. Y no solamente por «el Furor» sino también en conciencia. 6 Por esto mismo pagáis impuestos, ya que están al servicio de Dios para dedicarse a esto mismo. 7 Pagad entonces a todos lo que corresponda: al que impuesto, impuesto; al que tasa, tasa; al que respeto, respeto; al que honores, honores. 8 No dejéis a deber nada a nadie, además de estar amándoos unos a otros, ya que quien ama al prójimo obedece la ley divina. 9 Por cuanto aquello de: No cometas adulterio, no mates, no robes, no envidies y si es que hay algún otro mandamiento, en esta idea se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
10 El amor es incapaz de hacerle mal al prójimo. Es por eso el cumplimiento perfecto de la ley divina.
Esto lo escribe Pablo sin ilusiones ingenuas acerca de ningunas presuntas bondades del régimen romano, pagano, idólatra, imperialista y colonialista, cruel hasta el colmo de organizar espectáculos de muerte humana para diversión de masas embrutecidas. Esas autoridades «que no asustan al que actúa con bondad» habían crucificado a Jesús y acabarían también con la vida del propio Pablo. Esto lo sabía bien Pablo —o lo podía adivinar en cuanto a sí mismo— cuando escribió estos renglones.
Así que es imposible que aquí quiera decir que toda la autoridad que se impone por la fuerza sea en sí benigna y deseable. Lo que sí quiere decir es que la sensatez y el espíritu pacífico de los cristianos nos llevará a pagar nuestros impuestos y obedecer las leyes —aunque no sean de nuestro agrado— porque sabemos que opera en el mundo un ente que Pablo tipifica aquí como «el Furor», que aplasta a los que actúan por otros principios que el amor al prójimo y el devolver siempre bien por el mal que nos hagan. «El Furor» castigará a los que se sublevan, pero también castigará a las autoridades siempre que se subleven ellas contra el control divino del ejercicio de su potestad de gobierno.
En las traducciones habituales, a las palabras «el Furor», que vienen en el texto griego, se suele añadir «de Dios», con el resultado de que ponen «la ira de Dios». Viene a ser tal vez lo mismo, aunque creo que la forma que lo expresó originalmente Pablo es más sugerente del carácter impersonal de cómo operan a lo largo de la historia humana la violencia, los tumultos, las guerras, y los castigos frecuentemente exagerados e injustos que ejecutan las autoridades. A Dios no se le escapa nada, por supuesto; pero «el Furor» no es tanto un enfado monumental de Dios, como una facultad que Dios ha activado en el mundo, que hace que sea imposible que ningún régimen humano se eternice.
Al margen de ello, sin embargo, los seguidores de Jesús nos regimos por nuestras propias reglas, que son claras, sencillas, transparentes y luminosas como el sol. A nadie devolvemos mal por mal. Anteponemos la felicidad del prójimo a la propia, y consideramos con respeto y predisposición favorable sus opiniones aunque sean contrarias a las nuestras. Amamos al prójimo como a uno mismo, y entendemos que la quintaesencia del amor es su incapacidad de provocarle ni desearle ningún mal a nadie.
Pagaremos nuestros impuestos y obedeceremos las leyes de cualquiera que sea que mande, por supuesto. Pero sobre todas las cosas, seremos conocidos como un pueblo de amor y de paz, que no refunfuña ni se queja sino que confía felizmente en el control que ejerce Dios sobre la humanidad.