El Apocalipsis de Juan, escrito desde el exilio en la isla de Patmos a finales del siglo I, fue probablemente el más subversivo de todos los escritos que nos ha legado la iglesia de los apóstoles. Con claridad meridiana desenmascaraba el colapso moral y espiritual de un Imperio Romano que se preciaba de contar con apoyo incondicional de los dioses. Desde sus inicios la iglesia cristiana tuvo que luchar con la tentación de dejarse absorber por los valores, la moral y las costumbres del paganismo que la rodeaba. ¿Era acaso razonable insistir en esa excepcionalidad minoritaria desde la que proclamaban otro soberano que el César, otra lealtad que la gran patria internacional que les brindaba el Imperio? En muy pocos siglos, la iglesia halló la forma de dar la espalda a ese rechazo inicial, para sumarse al patriotismo imperial y declararse incondicionalmente leal a ese sistema social, político y económico que Juan, en el Apocalipsis, retrató tan brillantemente como bestial y monstruoso. A partir de ahí, el Apocalipsis se ganó su injusta fama como un libro difícil, que esconde sus verdades en lugar de explicarlas con claridad. Como se juzgó inaceptable lo que dice sobre la bestialidad y monstruosidad de nuestros regímenes políticos y económicos presentes, se calificó de «imposible de entender» o se explicó que versa sobre otro tiempo que queda muy en el futuro.
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