Reflexiones tras una entrevista
por Dionisio Byler
Hace unos días me llamó una reportera de El País Semanal, con el proyecto de escribir sobre la diversidad de agrupaciones y denominaciones evangélicas en España. No le pregunté de dónde sacó mi dirección de correo, pero de alguna forma dio conmigo como portavoz de los menonitas (y anabautistas, Hermanos en Cristo, etc.) en España.
Quería que le hablara de las diferencias o particularidades de nuestras iglesias en comparación con otras iglesias evangélicas. Estuvimos hablando más de una hora y me di cuenta, después de colgar, que no le había dicho nada sobre doctrina —aparte de aclarar la obviedad de que no se nos conoce ninguna herejía sobre, por ejemplo, la Santísima Trinidad o la resurrección de Jesucristo— sino que me había tirado todo el rato contándole nuestra historia a lo largo de medio milenio: la más antigua de las iglesias no estatales.
Como ha dicho Stuart Murray —autor de uno de los libros más recientes que han salido para explicar nuestra tradición, Anabautismo al desnudo (Herald Press, 2012)— uno de los rasgos destacados de los anabautistas es que prefieren contar su testimonio a discutir sobre doctrinas.
Es así, en efecto, como he interpretado yo la «teología bíblica» en mi Hablar sobre Dios desde la Biblia (Ediciones Biblioteca Menno, 2010), una teología contada a partir de las narraciones bíblicas. Porque es así como interpreto que la propia Biblia construye su explicación de Dios: a partir del testimonio de sus experiencias con Dios. Contando la historia de sus intervenciones a favor de su pueblo.
Lo importante de Jesús es que hay que seguirle. No las ideas que tengas en la cabeza acerca de él, sino adónde te llevan tus pies y qué es lo que haces con las manos. Es en el desarrollo de ese seguimiento que iremos descubriendo quién es Cristo, cómo es Dios, y cómo su salvación impacta en nuestras vidas.
No creo que nadie de otra tradición cristiana fuera a discrepar con eso. No es que esto es algo que digamos nosotros pero otros no dicen; como tampoco es que otros adoran a Cristo y tienen la Biblia como texto sagrado, pero nosotros en algún sentido no. No es una cuestión de diferencia sino de énfasis.
Algunas tradiciones cristianas enfatizan la doctrina: el tener la cabeza bien amueblada con un catálogo de ideas correctas acerca de Dios y de la Biblia. Aunque resumir esto a un solo concepto acaba incurriendo en estereotipos inútiles, podríamos decir que los luteranos, por ejemplo, enfatizan la gracia divina y los presbiterianos, la soberanía y majestad de Dios. Otras tradiciones enfatizan la experiencia: los «evangélicos» y bautistas, la experiencia de conversión y los pentecostales, los dones del Espíritu Santo. No hay generalmente nada en ninguna de estas tradiciones que las otras nieguen, aunque no le den todos exactamente el mismo peso de importancia.
Para nosotros, entonces —menonitas, anabautistas y afines—, el punto de énfasis que nos caracteriza es seguir a Jesús con la vida. Los conceptos son importantes, como lo es también la experiencia personal de Dios. Pero no nos satisface lo uno ni lo otro si no desemboca en andar como él anduvo y en particular, perdonar como él perdonó, amar como él amó y renunciar a la venganza personal como él, que prefirió morir en una cruz antes que defender su causa.
Nada ahí que alarme a ningún otro cristiano, aunque sí tal vez sorprenda que se ponga en ello el acento más que en otras cosas.
Esta forma de entender lo que constituye ser pueblo de Dios, iglesia de Cristo, provoca con cierta naturalidad la preferencia entre nosotros a contar historias, más que entrar a debatir doctrinas. Contamos cómo surgió el movimiento anabaptista en Europa central en el siglo XVI en medio del fermento protestante. Lo que pareció a nuestros antepasados espirituales que faltaba al protestantismo. El compromiso férreo a romper con un entramado socio-político-religioso donde se daba por supuesto que por nacer en Europa se era cristiano y que según se decantaba el soberano del lugar por el catolicismo o el protestantismo, los habitantes eran por definición (y por lealtad política) de ese mismo convencimiento. Esto nos lleva a recordar nuestros mártires, que fueron miles, y cuyo recuerdo nos sigue pesando y retando hasta hoy.
Contamos de las migraciones que nos impulsaron a oriente y occidente, hasta Asia central y hasta el continente americano. Y contamos con especial entusiasmo la explosión demográfica y de diversidad racial y cultural que nos trajo recuperar, a finales del siglo XIX, el impulso misionero que había marcado a aquellos primeros anabaptistas. No somos todavía ni tan siquiera dos millones y medio, pero gracias a Dios ha quedado atrás el estereotipo del menonita como un paleto rural germánico que ara con caballos. Hoy nuestra comunidad mundial es extraordinariamente diversa y nuestros miembros participan activamente en la sociedad allí donde viven, para presentar el evangelio de Jesucristo en cada lugar.
No desbarran demasiado los muchos que nos han comparado con los judíos. Aunque ahí habría que hacer tal vez una puntualización y aclarar que la comparación tiene que ser siempre con el judaísmo de la diáspora, el judaísmo rabínico tradicional, que siempre supo que Jerusalén es una aspiración espiritual, nunca un país de verdad en esta vida presente, donde fuera posible radicarse y establecer una sociedad de fieles a la religión. Así también los menonitas no tenemos una patria propia en esta tierra. Estamos inmersos y participamos plenamente en la sociedad de cada lugar donde nos encontramos y sin embargo seremos siempre «extranjeros», aferrados a nuestra «ciudadanía celestial», anhelando cuando Cristo venga y nos reúna desde todos los rincones de la tierra. Y como los judíos, es rememorando las obras de Dios en nuestro pasado que mantenemos viva esa esperanza del futuro glorioso.
Nada aquí tampoco, sospecho, que sorprenda a ningún otro cristiano por diferente, aunque sí tal vez por el énfasis.