Hijos pero también siervos
por Félix Ángel Palacios
Me llama la atención nuestra disposición a considerarnos hijos de Dios, esa nueva identidad que él nos da al incluirnos en su Hijo amado como partícipes de su cuerpo y de su sangre. Siempre me emociona el amor de Dios y la entrega de Cristo por nosotros.
Somos hijos, sí, nos sabemos amados, cuidados, valorados y perdonados por nuestro Padre. Nuestras canciones giran mayormente en torno a estos hechos: «me amas», «me perdonas», «me cuidas», «me guías», etc. Pero, ¡Ay!, existe otra cara en la misma moneda de la que no cantamos tanto: la de que además de ser hijos de Dios, somos también sus siervos.
En el encabezamiento de las epístolas, los apóstoles no se presentan como hijos de Dios sino que lo hacen como sus siervos. A lo largo de toda la Biblia nos encontramos constantemente con este calificativo de siervo o sierva en quienes le obedecen, y muy pocas veces con el de hijos: «He aquí la sierva del Señor, hágase conmigo según tu palabra»; «Pablo, siervo de Jesucristo…»; «Santiago, siervo de Dios…»; «Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo…». ¿Son todos hijos? ¡Por supuesto!, pero su tarjeta de presentación es la de siervos.
Nos resulta fácil hacernos a la idea de que somos hijos de Dios, hijos amados, especiales, entrañables, queridísimos, pero nos cuesta mucho asimilar la otra cara de la moneda, la de que somos siervos de Dios. |
¿Y qué es un siervo? En nuestro entorno nos resulta bastante difícil imaginar qué significaba ser un siervo en el siglo I de nuestra era, ese doulos que aparece en los originales griegos del Nuevo Testamento y que nos habla de personas que no tenían derechos sobre su vida, sólo obedecer lo que el amo o ama les ordenaban. Siervo y esclavo suelen ser sinónimos en el lenguaje bíblico, conceptos ambos que no acabamos de entender bien y, por lo tanto, no incorporamos correctamente a nuestro corazón. En realidad no nos creemos mucho eso de que Dios nos mire o nos trate como siervos. Sólo contemplamos que lo haga como hijos y además con el concepto de hijos que muchos tienen hoy día: hijos que se creen los reyes de la casa y que cuando algo no les gusta, se enfadan.
Si tú eres un hijo de este tipo para con tus padres carnales, es fácil que te relaciones con Dios en estos mismos términos. Pero si eres un siervo, ¡ay, amigo, esto ya es otra cosa! Nada de protestas, nada de quejas, nada de morritos ni de malas caras por no tener o no hacer lo que se quiere, por no ser tratado como un niño o una niña de papá.
Nos resulta fácil hacernos a la idea de que somos hijos de Dios, hijos amados, especiales, entrañables, queridísimos, pero nos cuesta mucho asimilar la otra cara de la moneda, la de que somos siervos de Dios. Algunos hemos sido criados en un ambiente excesivamente protector e indulgente que nos hace creernos con derecho a todo y sin apenas obligación de nada. Esto lo extrapolamos a Dios y, claro, nos quedamos estupefactos cuando él permite que pasemos por situaciones que no nos gustan como hijos, pero que son habituales para los siervos.
¿Quién fue el más siervo de todos, el siervo de los siervos, el más humilde, manso y obediente hasta la extenuación más absoluta? Pues ni más ni menos que el Hijo predilecto: «Y aunque era hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Heb 5,8). Fue un hijo que lo pasó fatal precisamente por ser eso, hijo. Y es que para Dios, hijo y siervo son las dos caras de la moneda.
Nuestra milicia
Pablo habla del servicio al Señor como en una milicia: «Las armas de nuestra milicia no son carnales sino poderosas en Dios…» (2 Co 10,4); «Epafrodito, compañero de milicia…» (Fil 2,25); «Timoteo, milita la buena milicia…» (1 Ti 1,18); «Arquipo, nuestro compañero de milicia…» (Flm 1,2). Es la forma de entender la vida en esta Tierra como cristianos siervos y soldados lo que tanto nos cuesta asimilar desde la mentalidad de ser hijos príncipes o hijos reyes.
«Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos y mira, cuando seas viejo te crucificarán por causa de mi nombre» (Jn, 21,18-19). ¿Nos sentiríamos defraudados si Dios nos presentara un futuro como el de Pedro o similar? Es imposible imaginarse a un legionario romano lloriqueando y quejándose ante el general porque no le gusta lo que se le ha encomendado, porque el enemigo es muy malo, por las largas caminatas, el trabajo duro, el frío, el calor, la comida, y porque además le pueden matar o herir. Sin embargo nosotros hacemos esto mismo a menudo. Nos quejamos. Contemplamos la vida cristiana desde la mentalidad del «hijo de papá» que está en su casita calentito, con su duchita diaria, su mesa puesta, sus caprichos de vez en cuando, etc., y no desde una mentalidad de milicia, esa que da por buenos todos los sacrificios, privaciones, desvelos, etc., porque sabe que la vida militar es así.
Hagamos una sencilla prueba para saber cómo andamos de mentalidad de siervo o miliciano: Fijémonos en cuántas personas de nuestro alrededor agradecerían un saludo, una llamada o un mensaje por el móvil interesándonos por ellas. Que les invitáramos a tomar un café, a charlar un rato, o simplemente que las acariciáramos con una sonrisa cuando pasan a nuestro lado. Estos disparos de amor no son mucho pedirle a un soldado de Cristo, la verdad, pero mira cómo de nuestro interior surge el famoso y universal argumento con el que solemos resolver estas y otras cosas: «Es que no me apetece»; comparable al de «No me sale» o «Qué le voy a decir yo…».
Podemos hacer esto y mucho, muchísimo más, por la sencilla razón de que Dios mora en nosotros con toda su espectacularidad, gracia y benignidad. Si somos lo suficientemente mansos como para dejarnos llevar, él nos proveerá de toda la munición que necesitamos para estar todo el día disparando luz, benignidad y todas esas cosas que tanto brillan en la oscuridad y tanto hermosean la vida. «Quereos unos a otros locamente», traduce Dionisio Byler 1 P 1,22 (Hablar sobre Dios desde la Biblia) ¿Locamente? ¡Por supuesto! ¡Estamos totalmente pertrechados por Dios para hacerlo!
La estrategia de mi Comandante en Jefe me ha colocado aquí, en esta trinchera personal e intransferible que es mi vida, trinchera en la que peleo cada día y doy por bueno lo que venga. Soy hijo de Dios pero también siervo del Camino, la Verdad y la Vida. Tengo unas órdenes que cumplir y lo voy a hacer alabando a Dios y dándole gracias, porque lo considero un privilegio.
En la trinchera
La idea de la trinchera puede ser una alegoría de la vida del creyente con mentalidad de hijo y a la vez soldado en esta Tierra.
La trinchera sería la circunstancia de nuestra vida. Es lo que decía nuestro ilustre filósofo Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo…». Una vez que nos ponemos en las manos de Dios, convertimos nuestra vida y su circunstancia en una trinchera del Reino de la Luz, el lugar estratégico en el que él nos coloca para disparar a diestro y siniestro la única munición que existe en el mundo que en vez de matar, da vida: Caricias de benignidad. Palabras de Verdad. Obras de misericordia.
Si somos lo suficientemente mansos como para dejarnos llevar, él nos proveerá de toda la munición que necesitamos para estar todo el día disparando luz, benignidad y todas esas cosas que tanto brillan en la oscuridad y tanto hermosean la vida. |
¿Cuál es nuestra circunstancia, nuestra trinchera? ¿Una profesión? ¿Un período de formación? ¿El paro? ¿Un cuerpo sano, joven, fuerte y con buena capacidad intelectual? ¿Un cuerpo débil o deteriorado? ¿La ancianidad? ¿La soltería? ¿La familia? ¿La vecindad? ¿Un ministerio en la iglesia?... ¿Cuál es nuestra trinchera? Cuando la descubrimos, sea la que sea y esté como esté, sabemos que ese es el lugar de nuestro combate diario pero también de nuestra gloria, un término por cierto muy del gusto militar.
La trinchera es un lugar de alabanza, gratitud y oración. De ella surgen las mejores canciones de esperanza y la mejor predicación que podamos hacer. Pablo y Silas cantaban himnos a Dios en la cárcel de Filipos (Hch 16,25). Es evidente que no tenían mentalidad de niños mimados, sino de soldados de una milicia en la que no resulta nada extraño pasar noches en una cárcel, ser azotados por la prueba o ser perjudicados por obedecer al Señor.
En nuestra trinchera particular, cada uno descubrimos que esto de la guerra espiritual va en serio, que hay daños, heridas, privaciones y muerte, momentos de enorme soledad y confusión. Pero la estrategia es cosa del General, que nos dice: «No tengas miedo, sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida» (Ap 2,10).
Y aquí estamos. Esta y no otra trinchera es la circunstancia en la que el Señor nos ha puesto por alguna razón. Y aunque tenga sus pegas (incomodidades, limitaciones, humillaciones, peligros, sacrificios, responsabilidades, etc.), hay también en ella mucha belleza, gracia y benignidad para la gloria de Dios. Puede que no sea el lugar donde más nos gustaría vivir, pero aquí estaremos hasta el final o hasta que el General nos releve y lleve a otra diferente. En ella pelearemos con uñas y dientes porque nuestro Comandante en Jefe así lo espera de nosotros.
El enemigo quiere convencernos de que tiremos la toalla y maldigamos nuestra suerte, de que eso de que Dios nos ama y nos cuida es pura mentira. Unas veces utiliza el argumento: «¡Sólo tienes que mirar qué asco de trinchera tienes para vivir! Admítelo, si fueras hijo o hija de Dios, no estarías así. Si de verdad te amara y se preocupara por ti, no pasarías por esto». Otras veces dirá: «¿Para qué tienes que darle las gracias a Dios? Esto te lo has ganado tú. Eres una persona libre, capaz y autónoma que no depende de nadie». A estas alturas de la vida ya sabemos que las pruebas de fe pueden venir tanto por lo mucho que tenemos como por lo poco, ¿verdad?
Así que la próxima vez que piense en lo poco que me apetece hacer algunas cosas para Dios, en eso de «Bastante tengo yo con lo mío», o me pregunte cuál es mi función en la iglesia y en esta vida, recordaré que estoy en la trinchera del Reino. Que estoy para servir a Dios, para disparar bendición, ayuda, intercesión, acompañamiento, sonrisas, abrazos, palabras adecuadas y todas esas cosas que podemos identificar con la caricia de Dios.
Varón de dolores, experimentado en quebrantos […] Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció, no abrió su boca […] Por tanto, yo le daré parte con los grandes (Isaías, 53).
Aquí tenemos al Hijo Siervo, al Grande entre los grandes. Y nosotros tenemos su mismo Espíritu.