gloria — Cualidad de exaltación o brillantez excepcional, asociada habitualmente con la majestad y la divinidad.
El término del Antiguo Testamento que se suele traducir como «gloria» es cabod y otras palabras relacionadas.
Siempre me ha llamado la atención que la palabra cabed, como adjetivo, puede significar en hebreo «pesado, importante, numeroso, rico, difícil, terco»; pero que como sustantivo, cabed significa «hígado». Hoy compramos la carne troceada en la carnicería o el supermercado, pero en la antigüedad a nadie le podía dejar de llamar la atención el hígado en una pieza de caza o al sacrificar un animal doméstico para consumo, por su gran tamaño y su color intenso y especialmente luminoso. Para los hebreos, entonces, parecería que resultase natural derivar del término para decir «hígado» este otro —cabod— que viene a indicar un gran tamaño, un gran peso, una primerísima importancia o riqueza. Y sí, también, por extensión, la majestuosidad, importancia o carácter descollante o sobresaliente, que viene a asociarse con los reyes y con los dioses.
El concepto de «dar gloria» (a un rey, a un héroe militar victorioso, a un dios) no dista mucho, entonces, de otra palabra que figura frecuentemente en los Salmos para indicar alabanza: «engrandecer» o atribuir la cualidad de «grande», como cuando decimos «Herodes el Grande» (o con idéntico sentido, «Alejandro Magno»). «Glorificar» o «dar gloria» a Dios, entonces, es señalarlo como especial, sobresaliente, descollante entre sus pares. Hasta el siglo V a.C. como muy temprano, no está claro que los israelitas y judíos en general entendieran que Dios es único en el sentido de que no existen otros dioses. Sí tenían claro que era único en el sentido de que no había otro dios como él: ningún otro tan grande ni tan majestuoso ni tan importante ni tan fuerte y poderoso —tan «glorioso», en una palabra.
Si el término hebreo del Antiguo Testamento se asocia a la idea de grandeza, importancia y poder, el término griego equivalente —doxa— que figura en los textos del Nuevo Testamento se asocia más con la reputación y la fama.
Es un término más abstracto. El verbo dokéō, de donde deriva, significa especialmente «considerar, pensar, creer, opinar». De ahí que la «ortodoxia» viene a indicar las doctrinas correctas. La persona «gloriosa», entonces —la persona con doxa, en griego— es la que tiene mejor consideración, la persona de la que se tiene la mejor opinión. En relación con esto, la palabra doxa puede referirse a las apariencias. Como reflejo de la opinión que se tiene de ella, esa «gloria» (doxa) puede ser sólo aparente, ilusoria… pasajera. Llegamos así al concepto de «celebridad», fama, renombre, prestigio y esplendor personal. Como los destellos de celebridad de los famosos, esta «gloria» puede deslumbrar por su brillo; como las «estrellas» del cine o el deporte, pueden parecer proceder «de otra galaxia» que el común de los mortales.
Esta «consideración» o «fama» solía ser especial patrimonio de los reyes, los nobles y los militares victoriosos. También de ciertos poetas destacados; y en Roma, algunos gladiadores. Y por supuesto, esa «gloria» era propia también de los dioses. En el Nuevo Testamento, es Dios y es Jesús el Mesías quien se lleva las palmas por su renombre, su brillantez personal, su majestad y excepcionalidad.
En estos dos mil años desde la época bíblica, y en particular en nuestra civilización moderna con su culto al individuo y al individualismo, hemos perdido la noción que había en la antigüedad —y que perdura en algunas gentes hasta hoy— de que la opinión que contaba no era la que uno mismo tenía de sí, sino la que tenían los demás. Hoy día casi se diría que el único juez de la valía personal de uno, es uno mismo. Aunque otros me consideren un sinvergüenza, no lo soy a no ser que sea yo mismo el que me avergüenzo de mis conductas. Por mucho que otros me digan que valgo mucho, me fío más de mi propia autoestima —aunque la tenga por los suelos— que no de lo que me digan.
En épocas bíblicas este individualismo de opinión habría sorprendido mucho. En aquel entonces la única forma de saber lo mucho o poco que contaba uno en la sociedad, era oír lo que decían de uno los demás. Se consideraba, por consiguiente, que Dios solamente podía ser glorioso si «recibía» gloria, si era aclamado por el pueblo en alabanza. Como cualquier otro famoso, la fama, el renombre, la celebridad, la gloria doxa de Dios dependía de que su pueblo se la reconociese. Su grandeza, majestad, poder, influencia, su gloria cabod, dependía de que su pueblo lo «engrandeciera».
Hoy, naturalmente, consideramos que Dios seguiría siendo «glorioso» aunque nadie se lo quisiera reconocer. Y seguramente hacemos bien al pensar así. Y sin embargo también hacemos bien al «glorificar» nosotros también hoy el Nombre del Señor y «darle» a él siempre toda gloria.