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Qué es ser cristianos
por Antonio González

2ª Parte y fin   [Ir a: 1ª Parte]

En la 1ª Parte vimos que existe una manera de entender el cristianismo como la culminación de la aspiración religiosa del ser humano, que plasma por fin a la perfección lo que las demás religiones pretendían alcanzar. Este impulso «religioso» de la humanidad viene hallando expresión en los últimos siglos, en los diferentes nacionalismos y las diferentes ideologías que impulsan la lealtad y solidaridad mutua entre los individuos, que hallan en ello su sentido de identidad y de pertenencia.

Sin embargo en Cristo tenemos algo diferente: la irrupción en la humanidad de una nueva soberanía, una nueva forma de autoridad que nos lleva a una nueva forma de lealtad y solidaridad humana. Una de las paradojas de la soberanía de Dios en Cristo, es que nos ha creado para vivir en libertad. Entonces cuando volvemos la espalda a Dios, cambiamos su regalo —el de la libertad— por esclavitud a la lógica de los méritos y la retribución. Ya no nos impulsa la libertad, sino la culpa, la competencia, la venganza, el castigo.

La constitución de poderes alternativos

Desde otro punto de vista, se podría entender el problema humano de la siguiente manera.

El rechazo humano a la gratuidad del don implica la constitución de poderes alternativos a la soberanía de Dios. Todo «poder» consiste en una realidad que se presenta como garante de la correspondencia entre la acción humana y sus resultados. En cuanto tal, como poder, tiene que ser creído, como creída fue la serpiente del relato. Y, si no es creído, tal poder ha de imponerse al ser humano, mostrando su capacidad de producir resultados, y de marginar al que no le obedece. Esto incluye los poderes religiosos, sociales, económicos, y políticos. De hecho, Caín, el primer homicida, es presentado en el relato bíblico como el primer fundador de una ciudad, es decir, de la más primitiva forma de estado. No sólo eso: la historia del rechazo humano al don gratuito de Dios culmina en «Babel», es decir, en la cifra para todos aquellos imperios que se suceden en la historia humana, y que en última instancia pretenden tocar el cielo, desafiando la autoridad de Dios.

Sin embargo, la autoridad del «Autor» de todas las cosas no es un poder que se imponga, como se imponen los poderes de lo real. La autoridad de Dios se ejerce en los márgenes, entre los que están libres de las formas estatales e imperiales, entre los nómadas, como Abraham…

Podríamos entonces decir que la autoridad del creador queda sustituida, en la historia de la humanidad, por el poder de aquellas realidades que, prometiendo satisfacer el ansia humana por vivir de los resultados de las propias acciones, terminan por dominar al ser humano, convirtiéndolo en un mero esclavo. Poderes, principados, tronos, dominaciones, decía el cristianismo primitivo… Todos son pretendidos garantes de la correspondencia entre la acción humana y sus resultados. Y todos estos poderes, por más que ocasionalmente puedan cuidar del deterioro final de una creación sometida a servidumbre, a la postre siempre terminan por desafiar la autoridad del Autor de todas las cosas, y por conculcar la libertad originaria del ser humano en su relación con Dios.

En el fondo, tales poderes tienen una pretensión «religiosa» de sustituir al Autor de todas las cosas, aunque en realidad no son más que realidades creadas, que idolátricamente reclaman un dominio que sólo les es concedido por la credulidad humana.

Volver a la autoridad originaria y a la libertad

¿Cómo volver a la autoridad originaria, y a la suprema libertad?

La fe de Israel, tejida en torno a los relatos del Éxodo, esperó precisamente en la constitución de un pueblo libre de los imperios babélicos, y sujeto solamente a la autoridad de Dios. Ésta es justamente la idea que podemos llamar «mosaica»: un pueblo cuyo Rey no sean los reyes de este mundo, sino que tenga directamente a Dios como su Legislador. Un pueblo que, al tener a Dios por Rey, pueda vivir en la justicia, equidad y fraternidad de la que carecen los demás pueblos de la tierra, inexorablemente sometidos a los poderes. Un pueblo de hermanos, libre de idolatría, y sujeto solamente a Dios.

Este maravilloso proyecto, contenido en la Torah, pudo parecer la solución, pero en realidad no fue más que un aplazamiento. La misma Torah, a pesar de todas sus pretensiones, puede ser utilizada por la lógica «adámica» como principio de autojustificación. Uno puede vivir «religiosamente» del cumplimiento de la Ley, en lugar de tomarla como una «instrucción» (torah) gratuita, como el regalo de una forma de vida alternativa. Y, precisamente por ello, los poderes siempre pueden aparecer, incluida la tentación mesiánica, es decir, la pretensión que el pueblo tenga un rey, y un estado, como las demás naciones. El «sionismo» originario, nacido con el rey Saúl, consiste precisamente en el rechazo de que Dios sea directamente el Rey sobre su propio pueblo, y la pretensión de que otro poder, el poder estatal, sea el que garantice la permanencia, la estabilidad, y la cohesión del propio pueblo.
En realidad, ningún proyecto de sociedad puede superar aquello que en su raíz constituye a las sociedades como formas de dominación. Si el ser humano superara por sí mismo la pretensión «adámica» de vivir de los resultados de las propias acciones, en ese caso, tal superación sería de nuevo un «logro», un resultado, por el que el ser humano, y especialmente sus dirigentes, se podrían justificar.

La liberación para vivir en el regalo gratuito no puede ser más que un regalo gratuito. La «buena noticia», proclamada por el cristianismo, es que ese regalo gratuito ha acontecido, y ha acontecido en una forma personal. El regalo gratuito es primeramente una persona, la persona de Jesús de Nazaret. Una persona que, de ser proclamada Mesías, sería ciertamente un Mesías muy peculiar, pues habría renunciado al estado y a la violencia constitutiva del mismo. De hecho, la vida de Jesús es la vida de un «nuevo Adán», es decir, la vida de un ser humano radicalmente libre de la retribución, el mérito, y la autojustificación.

  El reinado proclamado por el Mesías es un reinado de perdón, de fraternidad al margen del mérito, de paz sin miedo ni venganza, de relaciones libres de autojustificación. Por eso es un reinado proclamado principalmente a quienes no se pueden autojustificar: a los pobres, a los pecadores, a los marginados.

Un reinado de perdón y fraternidad

El reinado proclamado por el Mesías es un reinado de perdón, de fraternidad al margen del mérito, de paz sin miedo ni venganza, de relaciones libres de autojustificación. Por eso es un reinado proclamado principalmente a quienes no se pueden auto-justificar: a los pobres, a los pecadores, a los marginados. Por eso es el reinado que más radicalmente desafía a todos los poderes, porque toca la lógica «serpentina» que los sostiene. Un reinado abocado al conflicto con los poderes y su constitutiva religiosidad. Un reinado abocado a la cruz.

La buena noticia, proclamada por el cristianismo, es que ese paradójico Mesías crucificado fue «asumido» en el monoteísmo exclusivo del Dios de Israel. Ya los más primitivos estratos del cristianismo sitúan a Jesús en el interior del «escucha Israel», esto es, de la radical confesión de fe monoteísta (1 Co 8:5-6; cf. Dt 6:4). Es lo que originalmente se expresó con las imágenes de un Mesías sentado a la derecha de Dios, o sentado en el mismo trono de Dios. Lo que en el fondo se está diciendo es que, con tal Mesías, no hay una soberanía delegada de Dios a alguno de los poderes, sino que la soberanía del Mesías no es otra que la soberanía misma de Dios. Solamente hay una autoridad, solamente hay un señorío, solamente hay un reinado, que es el reinado de Dios. El Mesías, lejos de convertirse en un ser intermedio, pertenece al monoteísmo del mismo Dios. Un ser intermedio no haría más que desmentir el mensaje mismo de Jesús de Nazaret, que fue el mensaje de un reinado directo de Dios sobre su pueblo. La soberanía solamente puede ser una, y el reinado solamente puede ser directo, si el Mesías pertenece al monoteísmo exclusivo del Dios de Israel.

Si esto es así, y esto solamente puede ser creído, algo extraordinario ha sucedido. Y es que Dios mismo, el Autor de los cielos y de la tierra, estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo. Dios mismo ha sufrido el destino de todos los aparentemente abandonados por Dios. Dios mismo ha sufrido el destino de todos aquellos que, desde el punto de vista de la lógica retributiva, no se merecían la bendición divina.

La lógica retributiva ha sido rechazada por Dios

Y esto significa entonces que la lógica retributiva ha sido rechazada por Dios. La victoria divina sobre el «pecado» no consiste en la imposición de un nuevo poder, semejante a los demás poderes, y basado en último término en la retribución. Ésta es la lógica de toda forma de «religiosidad cristiana», y no sólo de la nacida en el tiempo de Constantino.

La victoria divina sobre la lógica retributiva ha consistido en el vaciamiento mismo de Dios, quien ha asumido en Cristo el destino de los aparentemente abandonados por Dios. Y esto significa entonces algo inaudito: todos los poderes han sido derrotados en la cruz. Derrotados sí de una manera misteriosa, porque continúan existiendo y continúan siendo creídos por todos los que buscan la autojustificación. Sin embargo, la lógica interna de los poderes, la lógica retributiva, ha sido anulada en la cruz. Por eso, con el Mesías Jesús, una nueva soberanía ha irrumpido en la historia, y esa soberanía es la soberanía del reinado directo de Dios.

Esto tiene entonces una importancia enorme para entender lo que significa el cristianismo.

En realidad, la cuestión decisiva no consiste en preguntarse qué significa ser cristiano, sino en preguntarse qué significa ser cristianos.

El cristianismo nace radicalmente como una comunidad, porque es la comunidad de aquellos que, habiendo creído que Dios estaba en Cristo, comienzan a ser liberados de la lógica retributiva, y se sitúan bajo la soberanía directa de Dios. Esto es precisamente lo que significa el paso esencial de recibir a Jesús el Mesías como Salvador y como Señor.

El cristianismo no consiste solamente en el perdón de los pecados, o en algún tipo de liberación interior. El cristianismo consiste en la afirmación radical de una soberanía, distinta de todas las soberanías, que es la autoridad misma del Dios creador, ejercida por medio de su Mesías. Por eso mismo, la iglesia cristiana se juega su esencia no sólo en la afirmación completa de la gratuidad de la salvación, sino también en la constitución de iglesias que, con todas las limitaciones humanas, puedan reflejar en la historia la soberanía misma de Dios. Porque en esa soberanía se juega la victoria sobre todos los poderes, y la renovación radical de la humanidad.