Lecciones de la vida diaria aplicadas a la evangelización
Ir por moras (1 de 2)
Sergio Rosell
Desde hace unos meses intento pasear a nuestro perro un par de veces a la semana. Vivimos en una casa con un jardín amplio, pero nuestro perro de más de doce años pertenece a una de esas razas que necesita «mucha marcha». Aparentemente nuestro jardín se le queda pequeño y desde antes de cumplir el año se dedicó a escapar de la finca. Su argucia asombraba a propios y extraños por igual. No había manera de mantenerlo dentro de la finca: las vallas se le quedaban cortas, el brezo que colocó el vecino le servía como plataforma, los diversos métodos no hacían sino afilar su agudeza e inteligencia. En algunas ocasiones llegamos a pensar que podía levitar.
Nuestro particular «Houdini» nos ha hecho gastar cientos de euros y nos ha mantenido en vilo durante los más de doce años que ha estado con nosotros. Hubo un tiempo —he de confesar— que deseé que alguien viniera a por él y pudiéramos así deshacernos de lo que se estaba convirtiendo en un incordio.
Una vez me llamó la Guardia Civil y nos notificó que le habían encontrado vagando por ahí y que era una falta penada con más de 300 euros.
Algo había que hacer, y pronto. Até al perro a un árbol durante dos días seguidos. Le encerré en una caseta y solo le sacaba al jardín bajo mi atenta mirada. Quería que supiese que ya no estaba dispuesto a más escapadas. Entre curas por peleas, vacunas, cuerdas, bozales y demás, ya había gastado en vida lo que había planificado para este animal. No más, punto. Había que tomar una decisión dolorosa, pero ya era tiempo. No podía arriesgar una multa más.
La respuesta de la persona a la que llamé por ayuda no fue de mi agrado. En el refugio de perros no había lugar para mascotas tan mayores, me dijo, y además me acusó —al menos así lo sentí yo— de no dar el tiempo adecuado al animal, cuya raza le hacía proclive a buscar aventuras más allá de las verjas de la casa si el dueño no estaba dispuesto a dárselas por las buenas.
—Lo que usted tiene que hacer es pasear al perro dos o tres veces al día— dijo en tono seco.
¡Cómo si el día tuviera 32 horas! —dije para mí. Colgué el teléfono con rabia, desengañado y frustrado, aún con un grave problema entre mis manos. ¿Qué hacer? La rabia pronto pasó y empecé a pensar que quizás no había sido tan justo con aquel animal que me había dado tantos buenos ratos desde que formara parte de nuestra familia con solo unos meses de vida.
Los paseos con Nero hoy día son uno de los puntos álgidos de la semana. Le llamamos Nero a causa del césar romano Nerón («Nero» en inglés) porque su nombre significaba «barba roja» y el nuestro era de un color canela intenso cuando nos fue regalado. Hoy es ya un septuagenario con más canas que color canela, pero aún se le atisba ese tono rojizo anaranjado tan atractivo de su juventud. De cualquier forma, qué mejor excusa para pasear con tranquilidad y disfrutar del bello paisaje a nuestro alrededor que ir acompañado de nuestro perro. Cuando dejé atrás mi obsesión por tener un perro dócil y miré cuáles eran sus necesidades biológicas dadas, mejor me fue.
El perro ya no se escapa y espera nuestro paseo como la cosa mejor en el mundo. A pesar de que se está quedando sordo, en cuanto ve que cojo la correa y el arnés se pone a aullar con una alegría contagiosa. La relación de complicidad entre ambos, he de decir, no ha dejado de crecer desde entonces. Enfrentar la realidad con sobriedad y tomando al otro en cuenta ha sido una verdadera enseñanza para mí.
Y en eso estoy, paseando a mi perro y aprovechando el comienzo del otoño para recoger algunas moras. Las moras silvestres tienen unas propiedades antioxidantes increíbles y son ricas en vitamina C y E, que ayudan a reforzar nuestro sistema inmunológico. Además, son aliadas del corazón, consiguiendo que aumente el colesterol «bueno», el DHL, para regular el metabolismo de la grasa. Por último, y no por ello menos útil, su jugo contiene componentes capaces de inhibir el efecto de varias bacterias en nuestra boca responsables del sarro, la placa bacteriana, etc. Total, una bomba biológica buena al alcance de todo aquel que se arrime a cogerlas.
Así que cogí un envase de plástico y me llevé a Nero a coger moras.
Comencé el paseo como siempre, con la complicidad del perro que espera que decida qué camino voy a tomar para seguirme. Hasta eso ha conseguido nuestro paseo cuasi-diario: no sólo ya no se escapa sino que levanta su mirada a menudo para saber dónde voy, ya que su creciente sordera le impide escuchar mi voz nítidamente. Tomé el camino de siempre, nada más salir a la derecha. Las primeras zarzas mostraban el indicio de que otros paseantes ya se habían fijado en sus suculentos frutos. Se trata de una zarza relativamente cercana a nuestra casa y de la que habíamos cogido buenas moras hacía solo unos días. Las noticias parecían haber viajado rápidamente porque apenas quedaban algunas moras maduras en sus peligrosas ramas.
Las personas son como las moras: algunas hechas y maduras, listas para que las recojamos. Otras están aún verdes, o rojas, y hay que esperar a que maduren. Lo decía, claro está, en el contexto de la evangelización y el discipulado cristiano. |
Cogí las pocas que pude sin arriesgar mucho mi integridad física y las guardé en el recipiente que había traído para la ocasión. De súbito me acordé de lo que una compañera de nuestro equipo había comentado acerca de su experiencia al coger moras: el pensamiento de que las personas son como las moras: algunas hechas y maduras, listas para que las recojamos. Otras están aún verdes, o rojas, y hay que esperar a que maduren. Lo decía, claro está, en el contexto de la evangelización y el discipulado cristiano. Mi incipiente paseo se estaba convirtiendo en una lección acerca de la vida cristiana, y en especial en lo referente a la evangelización y al establecimiento de nuevas iglesias. Ni que decir que mi mente estaba preparada para ello. En esos días estaba preparando un curso sobre esa materia, así que era normal que mis pensamientos se dirigieran sin mayor esfuerzo hacia lo que mi cerebro llevaba días digiriendo.
Así que la primera lección era que es obvio que una vez se corre la voz todo el mundo va allí donde parece haber buen y abundante fruto.
Un rápido repaso mental al mapa de nuestra nación parecía darme la razón. La mayoría de las denominaciones nacionales está estableciendo iglesias allí donde hay una superpoblación de iglesias. No importa cuántos años Decisión España nos haya estado animando a adoptar un pueblo o pedanía, las iglesias hemos hecho oídos sordos y nos hemos concentrado en las mismas áreas de influencia. Hace unas semanas nuestro equipo se retiró un fin de semana por los montes entre las provincias de Burgos y Soria. El lugar, por inhóspito y rústico, nos sirvió para desconectar de todas las demás actividades y centrarnos en lo más importante: la presencia de Dios en nuestras vidas. Tras tres días de oración, buena alabanza y mejor comunión, partimos de vuelta a nuestras casas.
El camino de retorno fue espectacular: pueblos castellanos que destilaban historia, belleza pétrea contenida en bellos acantilados poblados de buitres. Castillos y monasterios que nos hablaban de una otrora época de grandeza y avances en el saber. Y, en medio de todo ello, la triste confirmación de que la mayoría de las iglesias de España no tienen obra en estos bellos pero duros pueblos de la sierra castellana. ¿Por qué todos vamos donde se nos hace más cómodo estar? ¿Dónde están aquellos dispuestos a buscar los frutos en las zarzas de más allá?
Con las pocas moras conseguidas, de mediano y pequeño tamaño esta vez, he de confesar, seguí con el paseo.
Mi perro esperaba pacientemente cada vez que me paraba frente a una nueva zarza para reconocer si tenía fruto maduro y agradable a los sentidos. La falta de lluvia los meses anteriores había provocado que la mayoría de las moras fueran minúsculas y con los granos tan juntos que apenas sí tenían sabor. ¿Sería esta una lección de que no había mucho fruto por recoger? Me venía a la mente la parábola de la «Higuera seca» y de cómo Jesús maldice al árbol que no tiene fruto cuando se suponía que había de tenerlo ya.
Me imaginaba como si fuera como Jesús, hablándole a la zarza y recriminándole que no tuviera fruto a su tiempo. ¿Para qué servía si no? Con estos y otros pensamientos seguí caminando.
Al cabo de unos minutos tenía al menos un puñado de moras para degustar. Y en ese preciso instante pensé:
«Sé que estas moras me vendrían muy bien en estos momentos, pues hace tiempo que desayuné y el hambre aprieta, pero sé que a mis hijos les encantan. Si me las como ahora, no habrá para ellos cuando lleguen a casa».
De nuevo, en esta especie de epifanía febril sobre la evangelización, me sobrevino un pensamiento. ¿Por qué estoy siempre preocupado de que si me las como no habrá más para luego? ¿No se caracteriza la creación de Dios por la súper abundancia? Cada vez que veo documentales sobre la naturaleza me quedo asombrado cuando percibo que la naturaleza ofrece mucho más de lo que se espera de ella. Esos innumerables bancos de sardinas en las costas de Sudáfrica, seguidos de cerca por cientos de delfines, tiburones y aves acuáticas. Ciertamente la naturaleza produce en una escala que es difícil para el ser humano comprender, por mucho que estemos acostumbrados a vivir en la abundancia y el derroche.
¿Por qué tengo una mentalidad de «sociedad de bienes limitados», como a menudo suelo enseñar cuando hablo de la mentalidad mediterránea del siglo I? ¿Es que creo que no hay suficientes personas buscando a Dios en nuestro territorio que limito el alcance de lo que Dios puede hacer por el mero hecho de no creerlo?
Bien, una cosa es extrapolar lo de las moras a las personas a las que hemos de llegar con el evangelio y otra muy distinta el panorama nada halagüeño que tenía por delante. Por más que buscaba en las zarzas, todas ellas estaban exentas de fruto o este era excesivamente pequeño y reseco como para poder comerlo. Si comía las moras que ya había conseguido, ¿encontraría luego algunas más para compartir con los chicos? Como la proverbial instrucción de Dios a Pedro, «mata y come», abrí el recipiente y comencé a disfrutar del fruto de mi trabajo.
• La apasionante aventura de Sergio y Nerón y las moras concluye el mes que viene.
En este número: |