Diccionario de términos bíblicos y teológicos
Comunión — La propia estructura de esta palabra en castellano, ya encierra en sí misma casi todo lo que podríamos decir acerca de este concepto: Se trata de tener cosas en común y vínculos de unión.
El término griego —que a veces hallamos mencionado en sermones o escritos cristianos— es koinonía. No entiendo muy bien por qué algunos dan preferencia a esta palabra griega como si encerrara profundidades que no caben en nuestro término castellano comunión. La lengua griega que se hablaba en tiempos del Nuevo Testamento era conocida como koiné, que venía a significar más o menos: común, corriente, popular, vulgar —es decir, el griego tal cual se hablaba en la calle, que no la lengua florida de las grandes obras literarias del griego clásico. Ese sentido de popularidad indiscriminada —tal vez incluso vulgaridad, en el sentido de que era como se expresaban las clases más inferiores, los esclavos y pobres y campesinos— es importante cuando ese adjetivo, común, se vuelca en sustantivo: comunidad o comunión.
La comunión no admite entonces distingos de clases sociales, de fortuna y poder adquisitivo. La comunión no es —no puede ser— elitista por cuanto viene a constituir precisamente todo lo contrario del elitismo, siendo de naturaleza la unión desde las bases, desde lo más común. En la comunión el último y el primero son iguales. En la comunión todo valle es levantado y toda cima derribada y todo lo torcido se endereza, como para allanar el camino del Señor.
En la comunión los que Dios pone como nuestros líderes en la iglesia no tienen el tratamiento de «padre» ni de «reverendo». En la comunión el pastor jamás olvida que antes de ser pastor fue y siempre será una oveja de ese mismo rebaño que ahora le ha sido encomendado.
En la comunión, cuando ciertos hermanos o hermanas «difíciles» les bajan el copete a los «ancianos», no son descalificados como insumisos sino que lo que dicen se toma en consideración. Y si llevan la razón se admite. Pero si no, tampoco son ellos más que nadie como para que sea obligado hacerles caso —porque las reglas de la comunión son las mismas para todos, y no por ser «el último» ha de sentirse nadie ser «el primero».
En la comunión pesa más lo que nos une que lo que nos distingue o separa o divide. En la medida que va adquiriendo mayor peso lo que nos separa, en esa medida exacta va desapareciendo la comunión, hasta que Pablo es capaz de exclamar: «¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Qué comunión la luz con las tinieblas?» (2 Co 6,14). Esto es reconocer que la comunión no es un valor absoluto o en sí misma sino que en cada situación es menester considerar si la comunión es posible y necesaria. Porque tanto se yerra estando en comunión con quien no procede, que negándosela a quien la merece.
En nuestra tradición menonita (o anabaptista, para quienes prefieran ese término) la comunión ha sido uno de los bienes espirituales más valorados y más celosamente guardados de toda la vida cristiana. Quien estaba en comunión se sentía seguro, sabiendo confirmado por el trato fraternal de sus hermanas y hermanos, el testimonio de su vida ante Dios y los hombres. Llamarnos unos a otros «hermanos» no era mera formalidad ni artificiosidad religiosa, sino que expresaba a la perfección los sentimientos de vinculación familiar que nos unen.
Si estar en comunión con la iglesia se valoraba en nuestra tradición como la más encumbrada de las virtudes, que daba fe de nuestro buen testimonio entre nuestros hermanos y hermanas, perder la comunión era hondamente traumático. Declarar a alguien fuera de la comunión de la congregación era un paso terrible, jamás tomado a la ligera. Era una última medida de desesperación mediante la cual la iglesia entera intentaba apelar a la conciencia del hermano o la hermana cuyos pasos se habían extraviado del camino estrecho, para que enmendara sus pasos y volviese con humildad al Señor y a la Iglesia del Señor.
Tan traumático resultaba esto para los que se veían privados de comunión, que ha acabado por ser un tópico —en aquellos países donde residen números importantes de menonitas o de menonitas Amish— la severidad y rigor de nuestra disciplina eclesial. Pero a mi parecer personal, la comunión sólo puede tener su sentido pleno, en la medida que contrasta claramente con lo que es verse privado de ella. Las actitudes inquisitoriales y soberbias adolecen de falta de amor y son por tanto indignas del evangelio. Pero la manga ancha y barra libre para cualquier tipo de conducta en la iglesia tampoco es comunión cristiana. Se empieza tal vez con comunión, pero al final se acaba bajando el listón al menor común denominador, donde da lo mismo ser un pecador redomado que se ríe de todo lo sagrado, que estar deseando agradar a Dios.
—D.B. |
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