¿A quién dirigía
Jesús sus oraciones?
por Dionisio Byler
He leído hace poco una opinión de que Jesús, cuando oraba, esencialmente se hablaba a sí mismo. Aunque se dirigía a alguien que él denominaba «Padre», en realidad, por cuanto él mismo era Dios («Yo y el Padre uno somos» [Jn 10,30]), el único sentido que podía tener para él la oración, era el de hablar solo.
Desde luego, no soy yo quién para ponerme ahora a desentrañar, por fin, los secretos de la Santísima Trinidad que han tenido ocupados (y perplejos) a teólogos importantes que seguro que a mí me darían mil vueltas en sus razonamientos. Sólo me interesa —de hecho me picó el interés y me ha dejado meditabundo— en la medida que descubrir qué es lo que hacía Jesús cuando oraba, me pueda ayudar a mí a saber qué es lo que hago cuando oro yo.
Y en cuanto a mis oraciones, cualquier observador imparcial que no compartiera mis sentimientos religiosos, al escucharme orar, tendría que llegar a la conclusión de que, efectivamente, hago como que hablo pero no hay nada ni nadie visible a quien me dirijo —y por tanto parecería estar hablando solo o hablándome a mí mismo. Desde luego si yo tuviera la imagen de una Virgen o un santo a quien dirigirme, o sencillamente si orase frente a un crucifijo, estaría claro que si no a «alguien», por lo menos a «algo» —la estatua o crucifijo— me estaba dirigiendo. Podría parecer un iluso, incluso un loco, por dirigirme a una estatua como si fuese una persona, pero no parecería ser la misma locura de quien habla solo, consigo mismo.
Por cierto si escribo estas cosas, no es porque me crea que a nadie en particular le puedan interesar mis oraciones; pero si acaso quien lee también se pregunta qué es lo que hace al «hablar solo» —consigo mismo— en oración, entonces quizá podamos avanzar los dos algunos pasitos juntos, como hermanos.
El creador habla solo
Volveremos a Jesús —incluso también a mí y mis oraciones, y a ti y las tuyas— pero habría que empezar por observar que en Génesis 1 Dios ya hablaba solo, es decir, «se oraba» a sí mismo. Cuando dijo «Sea la luz» no era un mandamiento. No existía nadie a quien mandar, ni capaz de obedecerle. Ni siquiera la propia luz, que sólo existe a continuación. Desde que en la fe cristiana (y en la judía y musulmana) creemos que sólo hay un único Dios, él tampoco se dirigía entonces a ningún otro ser divino. Por ejemplo una esposa de Dios con quien pudiese «procrear» biológicamente el mundo material, como sucedía en los mitos de algunos paganos. Parecería, entonces, ser una idea que aparece en su divina mente y a la que da voz no para que nadie le oiga ni como un acto de comunicación, sino sencillamente para expresarse a sí mismo la firmeza de su resolución: «¡Ala, ea, venga, que ahora —esta vez sí— voy a hacer que haya luz!»
Más adelante Dios hablará con Adán y Eva, con Caín, Noé, Abraham, Jacob, Moisés y los profetas. Hay algunos libros del Antiguo Testamento donde Dios se ha vuelto muy parlanchín y no deja de inventarse constantemente nuevas disposiciones que mandar, contándoselas a Moisés de a discursos de cuarenta días y cuarenta noches. Los seres humanos también hablan con él. O lo que es mucho más frecuente, claman a él o le invocan. No es lo mismo. Quien clama a Dios o le invoca espera que Dios haga algo, que intervenga en la situación; pero realmente no está esperando que Dios se ponga a charlar con ella.
Orar para «edificar»
Algunas de nuestras oraciones ni siquiera están dirigidas realmente al propio Dios, sino a otros. «Oramos a Dios» para «edificar» e infundir ánimos a las personas humanas que nos oyen. Incluso para convencerlas, con el especial fervor o intensidad de nuestras palabras o tono de voz, hasta que alcancen un nivel superior de fe o convencimiento.
Con Jesús, curiosamente, a veces pasaba esto mismo. Algunas de sus oraciones que le escucharon sus discípulos parecen dirigirse sólo formalmente al Padre; en el fondo, es otra forma de hablarles a ellos. Una manera mucho más formal y rimbombante, sin lugar a dudas, pero en el fondo habla para «edificar» o instruir a sus discípulos y da igual que el Padre ya sepa lo que está pensando antes que él lo diga (porque «Yo y el Padre uno somos»). El caso más claro es el pequeño discurso/oración que suelta antes de resucitar a Lázaro: «Padre, te doy gracias por escucharme. Yo ya sabía que siempre me escuchas; sin embargo te lo he dicho por causa de esta gente que me rodea, para que sean fieles porque tú me has enviado» (Jn 11,41-42).
Por muy dormidos que parecieran haberse quedado los doce mientras Jesús oraba en el Getsemaní antes de su arresto, está claro que alguno de ellos prestó atención a lo que él decía —y se fijó que siempre venía a repetir más o menos las mismas cosas. ¡Que si no, no nos lo podrían contar los evangelios! Cuando Jesús dice, entonces: «Pero en fin, no quites de mí esta copa, ya que para esto he venido al mundo», cabe imaginar que a quien realmente interesaba informar para qué había venido al mundo, era a los discípulos, que no al Padre.
Noches enteras orando
Jesús se pasaba noches enteras en oración. En esas ocasiones Jesús parece fundirse en una sola cosa con el Padre; y puesto que solía hacerlo a solas no sabemos qué es lo que decía, como lo decía, a quién se dirigía… o si acaso sencillamente se estuvo pensando un rato hasta quedarse dormido. Digo que en esas ocasiones parece fundirse en una sola cosa con el Padre, en cualquier caso, pensando especialmente en la vez que después de pasarse la noche orando a solas, y antes del amanecer, se les aparece a los discípulos muertos de miedo en la barca, andando sobre el agua en plena tempestad.
Si hay alguien en la historia bíblica que tiene poder sobre el peligro que suponen las tempestades marinas, ese es precisamente Dios. Desde que separó con su soplo las aguas de arriba y las de abajo para crear en medio de ellas la tierra firme; desde que separó con su soplo las aguas del Mar Rojo y también las del río Jordán para que pasasen en seco los Israelitas; desde que rescató a Jonás del fondo de la mar, su dominio sobre las aguas es absoluto. Ningún ser humano ha sido capaz jamás de andar sobre las aguas; y si ahora lo hace Jesús, es sólo porque él y el Padre uno son. Y si el hombre Jesús anda ahora sobre las aguas, tal vez sea que por esa comunión con el Padre que expresa en el acto de pasarse horas hablando consigo mismo, se le pega a éste su cuerpo mortal su propia esencia divina que le es propia como Dios Creador y dominador de las aguas.
Ahora bien, todo esto sería pura especulación de lo más disparatada e inútil, si no fuera por la esperanza de descubrir qué es lo que hago yo cuando oro, con quién hablo y qué es lo que sucede como resultado de ese «hablar con Dios».
¿Con quién hablamos?
Visto desde fuera, insisto, nada indicaría que esté hablando con otro que conmigo mismo. Quien conociera las costumbres de la gente religiosa, seguramente reconocería el acto de devoción que supone hacer un examen de mi vida ante Dios y clamar a él o interceder para que haga bien a terceras personas. Seguramente hasta identificaría los verbos «orar» o «rezar» para describir lo que estoy haciendo. Pero no deja de ser igualmente obvio que estoy hablando solo; y sólo para mis propios oídos. De hecho, esto es tan así, que es igual o más habitual en mí, dejar de lado la formalidad de articular palabras con la voz y la boca, dejándolo en sólo pensamientos o incluso meditación sin palabras. Bien es cierto que pensamientos y meditación dirigidas a «otro», a «alguien» fuera de mi propio cerebro. Pero esto es lo que creo yo; no es algo que ningún observador vaya a poder saber o reconocer si me observa orar en silencio. (Aunque tal vez ciertas posiciones de mi cuerpo: los ojos cerrados, las manos elevadas, el rostro alzado hacia el cielo y una sonrisa suave o expresión de hondo relajamiento… sin duda indicarían que estoy pensando o meditando de una forma especial.)
Desde luego yo —Dionisio— y el Padre, está más que claro que ¡NO somos uno! Observo cierta similitud con las oraciones de Jesús, sin embargo. Esa comunión con el Padre resulta ser a la vez, inseparablemente, una comunión con mi propio interior. Es un abrirme enteramente al hecho de mi existencia como quien soy, propiamente, en tanto que hijo de Dios. Y al hacer esto «en oración», descubro que se me pega un «no sé qué» de poder divino y potencialidad divina, acercada a mi humilde existencia humana. ¡Pasan cosas! Pasan cosas en mi interior, que se me ajusta y se me arregla de mis angustias y ansiedades personales. Pasan cosas en la gente a mi alrededor. Nunca he andado sobre el agua —ni siquiera me lo he propuesto. Pero sí me han pasado o he hecho otras cosas inexplicables, demasiado perfectas para atribuirlas a pura coincidencia o casualidad. No las contaré aquí porque no me interesa ningún protagonismo. Lo que sospecho es que tú también, que lees estos renglones, has vivido «coincidencias» o «casualidades» demasiado perfectas como para no quedarse pensando. Y que a ti también, como a mí, no se te ocurre otra explicación que la presencia de ese «no sé qué» que procede de la comunión con el Padre.
No, no somos lo mismo que el Padre. Pero el Hijo, por la potestad del Padre, ha derramado en nosotros su Santo Espíritu. Y cuando nos abrimos en oración a las profundidades más hondas de nuestro interior —¡Oh sorpresa!— descubrimos que allí vive el Espíritu del Todopoderoso, que late con cada latido de nuestros corazones y respira con cada inhalación y exhalación de nuestros pulmones. |
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