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500 aniversario de la Reforma
El día después
por Dionisio Byler

Ahora que con la víspera de Todos los Santos ha pasado el Día de la Reforma, con la conmemoración mundial del 500 aniversario de las 95 tesis que clavó Martín Lutero en la puerta de aquella iglesia de Wittenberg en 1517, creo que toca una mirada sobria a la historia europea posterior.

Por una parte seguramente es correcto, desde la perspectiva de esta distancia de medio milenio, aceptar que en el reino de las ideas, de los conceptos abstractos de la teología cristiana, hubo algunos avances notables que es posible asociar con el auge del protestantismo.

Tras el invento de la imprenta de tipos móviles en el siglo XV y el interés creciente en toda Europa en recuperar la literatura «clásica» (las grandes obras literarias de la época del Imperio Romano), probablemente era inevitable la atención renovada que recibió la Biblia. La cultura europea en general sufría esa transformación que se dio en tildar de Renacimiento, donde se consideraba que los grandes autores del pasado fueron en todos los sentidos superiores a los de los siglos recientes. Era seguramente inevitable, entonces, que se empezara a considerar también que los autores del Nuevo Testamento son superiores a los grandes teólogos cristianos pos­teriores.

Es posible que tarde o temprano ese interés renovado en el Nuevo Testamento desembocaría —con o sin Reforma protestante— en la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas europeas y su publicación impresa y distribución masiva entre la población cristiana. La realidad sin embargo es que ese fenómeno, la traducción, impresión y distribución masiva de la Biblia, cobró su principal impulso y protagonismo en territorios gobernados por soberanos protestantes. Esa recuperación del protagonismo de la Biblia se ha de asociar para siempre, legítimamente, al auge del protestantismo.

Aunque muchos consideran que la división de la iglesia única y monolítica en multitud de denominaciones e iglesias locales independientes es un atraso y un defecto del protestantismo, el hecho es que la desaparición del pensamiento único, la libertad para cada cristiano desarrollar su relación con Dios conforme a criterios que le satisfagan personalmente en lugar de verse obligado a someterse a las ideas de otros, es un avance notable para la humanidad.

Bien es cierto que esto no fue nunca la intención del protestantismo. Surgido como iglesias nacionales controladas por sus soberanos políticos y con un clero que imponía sus ideas de forma tan monolítica como lo seguía haciendo entre los católicos el clero católico, el protestantismo derivó rápidamente en la misma intolerancia de la diversidad como la que acusaban en el catolicismo. Pero resultó imposible mantener ese pensamiento único en iglesias nacionales, y fueron surgiendo multitud de «denominaciones» de todo tipo. También es cierto que muchas de esas iglesias que iban naciendo fueron internamente intolerantes de la diversidad, erigiéndose en sectas que controlaban furiosamente todos los detalles de la vida de sus adeptos, desde la vestimenta exterior hasta la intimidad personal y de familia. La dominación del prójimo por un clero que se vanagloriaba de representar la voluntad inquebrantable de Dios fue tan «normal» en el protestantismo y en la multitud de sus agrupaciones y sectas, como lo pudo seguir siendo en el catolicismo.

Sin embargo, y esto también hay que decirlo, al cabo de cinco siglos todo ello ha derivado en nuestra situación actual, donde cada cristiano en particular es libre de elegir a quién va a oír, a quién va a creer, y qué es lo que va a considerar como «autoridad» para sus creencias. Y esto es a todas luces un avance importante, digno de celebrar, que en principio hay que atribuir al protestantismo aunque no fuera en absoluto la intención de la Reforma ni de los reformadores.

Y así podríamos seguir catalogando diversos aciertos del protestantismo, como se viene haciendo a lo largo de este año 2017.

La honestidad nos hace tener que considerar también, sin embargo, que el nacimiento y posterior establecimiento del protestantismo en algunos países de Europa coincidió en el tiempo con los siglos cuando el cristianismo se confirmó como un sistema de pensamiento capaz de inspirar las más atroces crueldades del ser humano contra su prójimo, dando lugar a guerras largas y especialmente mortales. Pocas veces ha visto la humanidad tan terrible maldad como la de los cristianos cuando decidieron —en los siglos XVI y XVII— que Dios les mandaba defender la pureza de sus doctrinas atacando viciosamente al prójimo con descalificaciones de bulto, torturas, caza de brujas, persecución de herejías, intolerancia absoluta de ideas discrepantes, odio a muerte, y guerras de religión.

¿Ha sufrido el centro de Europa alguna vez violencia tan cruenta como la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, con motivaciones presuntamente religiosas? ¿Ha sufrido Inglaterra en su historia otra Guerra Civil tan atroz como la que en ese mismo siglo XVII padeció entre los puritanos y los evangélicos menos fanáticos?

La malevolencia del cristianismo como sistema de adoctrinamiento se confirmó en todas sus diferentes variantes: la católica, pero también las diferentes formas de protestantismo. Ni siquiera se vio del todo exenta de esa maldad sistemática del cristianismo la variante anabaptista, aunque también hay que decir que el episodio de Münster fue absolutamente atípico.

La caza de brujas es un buen ejemplo de la época.

La furia con que ciertos varones cristianos especialmente religiosos se ensañaron con estas mujeres ya había empezado bastante antes de la Reforma y continuó en oleadas de violencia macabra durante siglos. Es curioso que aunque no hay en la Biblia ningún mandamiento que lo ordene, el clero protestante, que decía basarse en la Biblia, no se dejó adelantar por el clero católico en su miedo al poder de aquellas mujeres que habían aprendido de sus madres y abuelas a utilizar hierbas medicinales y métodos tradicionales para curar. Les pareció perverso que existiesen mujeres que de esta y otras muchas formas se demostrasen capaces de vivir y pensar de maneras independientes al control masculino. A pesar de la presunta sabiduría divina de sus libros sagrados, dieron crédito a fábulas absurdas como la de mujeres capaces de volar sentadas sobre palos de escoba. Ignorando el testimonio bíblico sobre la existencia de un solo y único Dios, dieron rienda suelta a fabulaciones sobre el diablo y sus presuntos pactos con esas mujeres independientes. Hicieron de Satanás un presunto rival de Dios, de donde pudieran venir los poderes espantosos femeniles que ellos les atribuían por la pesadilla de sus miedos.

caza de brujas

Esto no fue fruto de la Reforma. Venía de antes y existió igualmente en territorios católicos (aunque tal vez con menor frecuencia y fanatismo). El problema es que en aquellos siglos el protestantismo supo defender con espada y cañón la corrección absoluta de sus doctrinas presuntamente bíblicas, pero no supo refrenar una maldad tan obvia y evidente como el fenómeno de la persecución de mujeres infelizmente acusadas de brujería.

Tristemente, la tendencia al fanatismo, la credulidad exagerada disfrazada de fe auténtica en Dios, la aparición a cada tanto de nuevas sectas sometidas al control férreo de «pastores» cuyas tácticas de manipulación y control psicológico son más propias de «lobos», la palabrería vana y sin sentido de creer en la Biblia pero no seguir a Jesús con obras evidentes de amor al prójimo, todo esto sigue siendo un lastre pesado que arrastran hasta hoy muchas iglesias evangélicas. No la mía ni la tuya, por supuesto, pero todos hemos oído de casos así y algunos tal vez hemos tenido que sufrir en el pasado la «autoridad» de un líder así.

Inspirados en una frase que empleó Karl Barth, un teólogo protestante importantísimo del siglo XX, muchas iglesias de la tradición Reformada (en este país por ejemplo la Iglesia Evangélica Española, IEE) declaran como su lema Ecclesia reformata semper reformanda («Iglesia reformada siempre reformando»), con el sentido de que «La Iglesia, si es que vaya a ser propiamente Reformada, se tiene que estar reformando continuamente».

Este puede y debería ser el legado permanente de la Reforma protestante, un legado que también podríamos adoptar como propio los descendientes del anabaptismo pacífico y no violento de aquellas generaciones.

Es justo y necesario reconocer los avances a que Dios ha guiado a su iglesia en el transcurso de los siglos. Pero es igualmente justo y necesario resistirnos a idealizar esas generaciones del pasado ni idolatrar a sus líderes ni sacralizar sus ideas de la verdad y la justicia. Es justo y necesario reconocer también los pecados del pasado, la terrible perversidad de aquellas generaciones de cristianos que se torturaban y mataban entre ellos para la presunta gloria de Dios.

Es justo y necesario, también, hacer examen de conciencia, no sea que en nuestra generación también los cristianos seamos culpables de intolerancia, exclusión y odios inconfesables.