Reseña literaria
Shlomo Sand y la cuestión de Israel
por Dionisio Byler
Shlomo Sand, La invención del pueblo judío (Tres Cantos: Ediciones Akal, 2011), traducción de J. A. Amoroto Salido (original hebreo); 350 pp.
Shlomo Sand, La invención de la Tierra de Israel (Tres Cantos: Ediciones Akal, 2013), traducción de J. A. Amoroto S. (original hebreo); 286 pp.
A veces tropiezo con libros y autores que no me explico cómo es que no los conocía antes, porque coinciden tanto con cuestiones que me resultan especialmente interesantes. Este verano he descubierto a Shlomo Sand. Sand es un historiador israelí, profesor en la Universidad de Tel Aviv, que también ha enseñado en París (donde hizo su doctorado) y en la Universidad de California en Berkeley. Nació en Austria, de padres sobrevivientes del Holocausto; su familia emigró a Israel en 1948 y Sand participó como soldado israelí en la Guerra de los Seis Días (1967).
El primer libro, La invención del pueblo judío, empieza con algunas anécdotas personales de Sand y de otras personas, donde explica cómo se vive la relación paradójica y problemática entre la ciudadanía israelí y la religión judía.
Cualquier judío de cualquier parte del mundo tiene ciudadanía automática con solamente presentarse y solicitarla, porque al ser hijo de madre judía es ipso facto miembro de la «raza» que constituye el estado de Israel. A la vez, la pretensión de democracia choca frontalmente con la presencia en el país de una proporción importante de personas de otras «razas», a quienes hay que concederles también la ciudadanía (aunque a regañadientes y con limitaciones severas a su participación cívica).
No se trata solamente de la presencia de los árabes. Por motivos de necesidad política, se ha venido a aceptar que sean los rabinos —es decir, los portavoces autorizados de la religión— los que determinan quién puede considerarse judío de nacimiento —con efectos civiles—. Entonces cualquiera que descienda de padre judío pero no madre judía, puede ser ciudadano israelí si ha nacido allí; pero en su carné de identidad no figura como «judío» sino como «israelí» —y por tanto sus derechos se verán limitados.
El resultado, como señala repetidamente Sand, a lo que más se asemeja es a la forma de segregación racial de la población que se imponía por ley en Sudáfrica bajo el régimen de apartheid.
Sand dice claramente hacia el final del libro, que Israel tendrá que decidir entre ser un país judío y ser un país democrático. La pretensión de ser ambas cosas a la vez, opina, genera una contradicción irremediable. Israel se presenta al mundo como «la única democracia de la región», porque permite a los «árabes» (y demás ciudadanos israelíes no judíos) ejercer el voto. Pero son tan extremas y severas las limitaciones legales para constituir un partido político, o para un individuo presentarse a elecciones o ejercer su representación democrática si es elegido en las urnas, que la presunta democracia israelí resulta ser una parodia. No lo digo yo, naturalmente, que jamás en la vida he estado en Israel, sino que lo dice Sand, que ha combatido como israelí y ejerce como profesor de historia en una universidad israelí.
Reinos judíos hasta la Edad Media
Para mí una de las partes más interesantes del libro fue el capítulo sobre los diferentes reinos judíos a lo largo de la historia, en diferentes lugares.
Tenía conocimiento, por ejemplo, de la existencia de judíos yemeníes de piel oscura, cuya llegada a Israel despertó una honda oleada de rechazo racista. Lo que yo no sabía es que esos judíos descienden del reino judío árabe de Himyar (conocido por algunos de sus contemporáneas como Arabia Felix, «Arabia feliz») en lo que es hoy Yemen, desde el último cuarto del siglo IV d.C. hasta el primer cuarto del siglo VI.
Otro ejemplo es el reino de los jázaros judíos en el Cáucaso. Los jázaros fueron una nación importante —quizá tanto como un imperio durante algunos años—a lo largo de la Edad Media, que trataron continuamente con los bizantinos y los armenios y con el califato abasí. Su conversión al judaísmo está muy bien documentada. El reino consta inequívocamente como judío a partir del siglo VIII d.C. y durante entre dos y cuatro siglos, según qué investigador. El interés principal que siempre han tenido para mí los jázaros, es que se supone que serían los antepasados de la mayoría de los judíos europeos; concretamente, los de Europa oriental.
Entre tanto, como también relata este libro detalladamente, a través de los siglos siempre se ha sabido que la victoria de los romanos contra los distintos alzamientos judíos entre los años 60 y 132 d.C. —cuando Roma pasó a designar la provincia ya no como Judea sino como Palestina— no supuso la desaparición de los judíos nativos del lugar. Siguieron conviviendo allí durante siglos los que aceptaron que Jesús fuera el Mesías y los que lo negaban. Bien es cierto que a partir de la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, los que negaban que Jesús fuera el Mesías lo pasaron a veces bastante mal. Pero no se fueron. Se quedaron ahí, labrando las tierras de sus antepasados, como venían haciendo desde siempre.
Esa población autóctona también permaneció allí cuando el islam echó a los bizantinos de Jerusalén y Palestina. Muchos —seguramente la mayoría— de esos cristianos y judíos adoptaron la religión islámica. También es cierto que siempre fue posible mantener una presencia judía y cristiana en todos los territorios gobernados por el islam.
Donde gobernaban los cristianos y los musulmanes, ya no era posible promover activamente la conversión al judaísmo. Las conversiones explican la expansión sorprendente y rápida del judaísmo en los últimos siglos antes de Cristo y mientras el Imperio Romano siguió siendo pagano. (Recuérdese los numerosos «prosélitos» que encontraba Pablo en todas las ciudades que visitaba, según Hechos.) Pero ni en territorio cristiano ni en territorio islámico pudieron surgir ya fenómenos como Arabia Felix o el reino judío bereber; aunque sí entre las tribus paganas del Cáucaso —el caso de los jázaros—.
El verdadero Israel
Esto empalma con una observación que siempre me ha parecido interesante en los relatos del Antiguo Testamento. Hay allí una mezcla curiosa de apología de pureza racial descendida de Abrahán, Isaac y Jacob, con numerosísimos relatos donde vemos la mezcla continua entre «iraquíes» (tierra de origen de Abrahán), egipcios y cananeos, para constituir entre todos ellos los «hijos de Israel». Digamos que algunos textos del Antiguo Testamento predican la pureza racial. Mientras que otros textos cuentan que nunca fue en absoluto así, sino que el verdadero Israel, el pueblo del Pacto con el Señor, se constituye sobre la base de la fe y de la fidelidad al Señor, no por genética.
Esta cuestión: quién constituye exactamente el verdadero Israel, es una que reconoce también cualquier persona que conozca el Nuevo Testamento. La teología tradicional cristiana, sostenida universalmente por los cristianos a lo largo de los siglos hasta mediados del siglo XIX, era que los que aceptaban al Mesías judío Jesús, adoptaban también la fe de Israel —aunque sin circuncisión de la carne (pero sí del corazón)— y eran así constituidos descendientes de Abrahán. Esta convicción es problemática siempre que rechace como ilegítima esa otra rama de la «familia», que son los judíos que no aceptan al Mesías Jesús, un rechazo conocido como «superesesionismo».
Ellos, según sus luces, han seguido siempre fieles a la fe de Moisés; más fieles, según cómo se vea, por cuanto conservan muchos de los tabúes y las reglas externas que figuran en el texto bíblico. Ellos, además, como hemos visto, también han «evangelizado» vigorosamente en aquellos lugares y siglos cuando han podido, de manera que constituyen —igual que los cristianos—una religión compuesta de personas cuyos antepasados se vienen mezclando desde siempre con gentes de Asia, África y Europa.
De ahí el título de «La invención» del pueblo judío, que es lo que Sand considera que fue el proceso por el que los judíos pudieron alegar ser un «pueblo», una nación, una «raza» bíblica, con derecho a su propio territorio nacional, su propio país.
Sand considera que esto no es en ningún caso un «regreso». Si acaso, los descendientes de sangre más lineales serían la propia población palestina que vienen viviendo ahí desde siempre. Pero había que encontrarles a los judíos europeos cabida en Palestina. Ningún país europeo los quería, porque como los gitanos, no se dejaban asimilar; y en Estados Unidos también empezaron a cerrarles las puertas a la inmigración. Hubo que inventarse entonces que el judaísmo —una de las tres religiones monoteístas— más que una religión fuera en realidad un «pueblo» equiparable a los alemanes o los italianos, y por consiguiente, merecedores de tener su propio país.
De ahí que sin caer en la ironía que supone, los defensores del sionismo acabaron recurriendo a argumentos más o menos equiparables a los que empleaba el antisemitismo, para alegar que era imposible hallar para ellos encaje en Europa. El antisemitismo lo empleó como justificación de intentos de exterminio. El sionismo lo ha empleado como justificación para hacerse con la tierra de Palestina.
Jerusalén y la Tierra Santa
Todo esto nos trae al segundo libro —La invención de la Tierra de Israel— donde Sand trata en particular de la relación histórica de los judíos con Jerusalén y con la «Tierra Santa». Los rabinos de la religión tradicional judía siempre han creído que el «regreso» a la tierra prometida era algo que solamente Dios mismo podía impulsar. Hay advertencias y anatemas rabínicos a lo largo de los siglos, contra los judíos que se sintieran tentados a regresar a Jerusalén antes de la llegada del Mesías. Era impío pretender forzar la mano a Dios, intentar acelerar los tiempos determinados en su divina soberanía.
La celebración de la Pascua judía cierra con las palabras de fe: «El año que viene en Jerusalén», pero no como aspiración humana, como proyecto político, sino como expresión del anhelo de redención. Es lo mismo que decir: ¡Ojalá este año venga el Mesías! Era una aspiración espiritual; y la Jerusalén a la que aspiraban a ascender «este año», era la Jerusalén celestial descendida a la tierra.
Cuando algunos judíos europeos empezaron a soñar con establecer su propio país, encontraron apoyo de parte de algunos políticos británicos, que veían en ello la oportunidad de quitarse de encima a los judíos. Y quienes se opusieron con fuerza y energía al proyecto sionista fueron los rabinos. Los judíos practicantes, los que seguían fieles a sus milenarias tradiciones religiosas, estaban hondamente escandalizados ante la idea de «regresar» a Jerusalén como proyecto político, humano, sin que fuera el Mesías el que lo trajera.
Si el proyecto sionista prosperó al final, fue por una mezcla de circunstancias. Entre ellas, el hecho de que en Inglaterra, más o menos a la vez que empezaba a formarse el sueño sionista entre algunos judíos secularizados, surgiera el «sionismo cristiano» entre los evangélicos.
Algunos predicadores intentaban hallar respuesta a la demora del regreso de Cristo. Elaboraron una teoría con textos cogidos de aquí y de allá, mezclando géneros literarios bíblicos a placer, interpretando ora «literalmente», ora con fantasía diferentes versículos, hasta alcanzar por fin la «solución» a por qué Cristo tardaba tanto en volver: Resulta, según sostenían, que los judíos tenían que establecerse primero en la tierra de sus antepasados. Entonces se convertirían todos al cristianismo (y así «todo Israel será salvo»); y cuando por fin ya no quedasen judíos en la tierra (por haber aceptado todos a Cristo), entonces sí que podría volver Jesús.
Fue crucial el impacto que tuvo esto en algunos políticos británicos, que empezaron a promocionar la emigración y el asentamiento de judíos en Palestina. Algunos de esos políticos parece ser que eran creyentes convencidos de los postulados de este «sionismo cristiano»; otros probablemente se excusaron en la religión para desplazar a Palestina el «problema» europeo de una población que consideraban indeseable.
La revolución teológica que supuso el auge del sionismo cristiano es más o menos parecida a la revolución teológica que trajo el sionismo al judaísmo rabínico tradicional. De considerar blasfema la idea de que una migración humana pudiera provocar la llegada del Mesías, unos y otros han pasado ahora a considerar que es la condición sine qua non para que por fin nos venga el Salvador.
Ahora son los israelíes religiosos ultraconservadores los más fanáticos a favor de la expansión de asentamientos en los territorios ocupados —que consideran ser parte de la Tierra Prometida bíblica—. Entre tanto, a pesar del sufrimiento y la inseguridad ciudadana que genera entre israelíes y palestinos por igual, muchos cristianos sionistas apoyan ese extremismo con fervor religioso.
Sand es israelí. No es concebible ni para él ni para nadie racional, una vuelta atrás donde desapareciera Israel y sólo quedara Palestina. Con la enemistad y el odio encendido que ha despertado Israel en todo el Oriente Próximo y Medio, que Israel perdiera el control de la situación derivaría en la peor pesadilla humanitaria imaginable. ¡Dios mío, este mundo no necesita que los judíos vuelvan a sufrir otra masacre de proporciones históricas! Por otra parte, Israel dispone de armamento nuclear y lo usaría antes de padecer ese fin. Así que lo que conviene a todas las partes es dejar de lado estos extremismos inaceptables provocados por la religión y el nacionalismo, y buscar formas de convivencia pacífica basadas en derechos humanos.
Conclusión
Shlomo Sand es un autor extraordinariamente controvertido en su país —todo hay que decirlo— pero los datos que maneja me parecen dignos de consideración. No parece ser religioso (hasta puede que sea ateo, no lo sé). Pero su análisis de la historia del sionismo pone de manifiesto dos errores en la interpretación bíblica, que afectan la bondad, la justicia y la soberanía de Dios: