hijo de Dios — Atribución de paternidad divina de los reyes, que era más o menos habitual en la antigüedad. Los reyes de Jerusalén también se entendían ser hijos de la Deidad. En el Nuevo Testamento Jesús enseña a sus discípulos y seguidores a tratar a Dios de «Padre», a la vez que rehuía de ser tratado él como «hijo de Dios» —un término que, parecería ser, él consideraba demasiado cargado de pretensiones políticas de dominio sobre el prójimo.
Los «hijos de los dioses» [1] figuran ya en el relato del diluvio y Noé, como depredadores sexuales que corrompen a la humanidad. Los reyes y la «nobleza» en general, como es bien sabido, siempre han considerado que las hembras del pueblo bajo su dominio debían estar sexualmente a su disposición. La Biblia documenta este tipo de conducta hasta en David y Salomón, de donde se ve lo muy habitual que era.
En Egipto los faraones eran considerados, a la vez que hijos de un dios, ellos mismos también dioses. Esto es algo que se conoce en Egipto desde más de mil años antes de Abrahán. Seguiría así todavía en el Imperio Romano. Allí César Augusto fue el primer gobernante en ser conocido como «hijo de un dios» (por ser hijo adoptivo de Julio César, que se creía ascendido al cielo como un dios al morir). Pero Augusto también aceptó que se levantaran templos con su estatua para adorarlo a él personalmente como un dios, y a la postre emperadores como Nerón o Calígula insistirían en recibir adoración, y que se presentaran sacrificios ante sus estatuas y en sus templos. La exigencia de ofrecer sacrificios al emperador era una manera fácil de pillar a los cristianos en períodos de persecución.
En Jerusalén sabemos por algunos salmos que el rey o «ungido» (machíaj o «mesías» en hebreo) tenía también el tratamiento de hijo (adoptivo) de Dios. Esta adopción divina de los reyes de Jerusalén, como expresa magistralmente el Salmo 2, garantizaba su triunfo contra enemigos externos y contra la nobleza interna cuando osaba rebelarse. Lo que el Salmo 2 anuncia con absoluta claridad, es que los intereses de la corona y los intereses de Dios son exactamente los mismos e intercambiables, porque son Padre e Hijo.
Pero la idea de que en Jerusalén pudiera gobernar un «hijo de Dios» tuvo un desarrollo muy interesante en la esperanza de Israel, donde poco a poco empezó a cuajar la idea de que los males espirituales, morales y materiales que padecían los judíos solamente podían hallar solución si Dios accedía a gobernarlos directamente (por medio de un Hijo que de verdad lo fuera). Es así como en el Nuevo Testamento lo que empezó como un elemento de propaganda política vulgar y corriente (promoviendo la idea de que los reyes eran hijos de los dioses), se entiende ahora como una manera singular de expresar la autoridad moral y espiritual, a la vez que la propia identidad personal, de Jesús de Nazaret, el hijo de María.
Había otras maneras de expresar esta misma idea: en Hechos 2,36, Pedro declara que ascendido al cielo, Jesús es ahora «Señor» y «Cristo» (la forma de decir Mesías en griego). La palabra «Señor» era como se referían habitualmente al César (y entre los judíos, a Dios); y la referencia al Mesías (o Cristo) aludía a la unción de los reyes de Jerusalén, pero también a las esperanzas «mesiánicas» desarrolladas posteriormente. Esto se podía hacer sin declarar a Jesús expresamente, en esa ocasión, «Hijo de Dios». Y en el Apocalipsis, la misma idea se expresa —otra vez sin alusión a su condición de «Hijo de Dios»— cuando las alabanzas se dirigen siempre «al que está sentado en el trono y al Cordero».
No puede caber la más mínima duda del rango especial y excepcional —único e irrepetible— de Jesús como Hijo de Dios con potestad y dominio sobre todo lo que existe en el universo.
A la vez, el Nuevo Testamento desarrolla por lo menos tanto como aquella idea, esta otra idea de que Dios sea «nuestro Padre» —Padre de todos nosotros. Según los evangelios, era característico de Jesús mismo aludir a esa paternidad de Dios sobre todos nosotros. Es así, sin ir más lejos, en el Padrenuestro que nos enseñó a orar. Según Hebreos 2,11, Jesús «no se avergüenza» de reconocernos como hermanos suyos. Y según Romanos 8,19, la creación entera aguarda ansiosa que por fin nos manifestemos como tales «los hijos de Dios». Unos versículos antes, Pablo había explicado que por nuestra condición de hijos, somos herederos de Dios y coherederos con Cristo. Dios no es que se vaya a morir: esto de «heredar» tiene que significar que heredamos de Dios rasgos de familia: formas de amar y perdonar, etc., donde se nos nota su paternidad (Mt 5,45).
—D.B.