Archivo histórico
Del fruto quíntuple del arrepentimiento.
Fragmentos de una carta de 1550
por Pilgram Marbeck
El primer fruto del verdadero arrepentimiento es que el pecador se reconozca acreedor de la muerte eterna, bajo la severa y seria justicia y la iracunda venganza de Dios; que se avergüence cabalmente, que se vea a sí mismo completamente fracasado y deshecho, con temor y temblor ante los ojos de Dios, indefenso, desconsolado, totalmente abandonado por todas las criaturas de la tierra; que ya no tenga ni conozca, busque o reconozca ayuda en sí mismo ni en nada, sólo el pecado y la culpa, que lo precipitan al infierno con el diablo y su séquito. Ese es el primero y más amargo de los frutos del verdadero arrepentimiento, para que probemos y experimentemos —antes de todos los demás— cuáles son los frutos que nos depara el pecado que hemos cometido y para que lo probemos y saboreemos por primera vez. Sí, antes que ningún otro, un verdadero arrepentido debe saborear el fruto que él mismo ha trabajado y sembrado (a través del engaño y del pecado). Pues lo que cada cual sembrase, eso cosechará o segará (Ga 6,7). […]
El segundo fruto del arrepentimiento es que Dios, al mismo tiempo que condena, hace brillar un pequeño resplandor de esperanza de perdón para que el pecador espere la gracia con paciencia y así se percate de que no puede prendar ni robar a Dios su gracia. Entretanto considera la vacilación divina y la ausencia de la gracia del consuelo y de la paz proporcionada por el Espíritu Santo, como beneficio para su salvación, hasta que la luz —hasta que el día de la gracia junto al estanque del agua de la gracia— brille y el agua sea agitada, para brindar al enfermo la esperanza de curación (Jn 5,2), o hasta que Cristo lo encuentre después de 38 años de enfermedad en el pórtico de Salomón (Jn 5,5; 10,23), esperando y paciente, para apiadarse de él. […]
El tercer fruto del verdadero arrepentimiento es que el pecador sufre más por lo que ha hecho contra Dios, que por lo que debe padecer a causa de ello. Así (esperando la gracia divina), no aspira a que Dios lo libere de la cruz y del sufrimiento, hasta que en su dolor desee como el ladrón de la derecha [de Cristo, en la cruz], que Dios se apiade de él. […] Los verdaderos arrepentidos no desean librarse del sufrimiento merecido, sino del pecado. Encomiendan su culpa a la intercesión de la inocencia de Cristo, reconocen que padecen con justicia y por propia culpa y que el Señor Jesucristo ha padecido inocentemente por nuestros pecados. […] Aspiran a no cometer nunca más un pecado, para poder vivir, en adelante, complaciendo en todo a su Dios. […]
El cuarto fruto del arrepentimiento: Aun cuando el pecado permanece en nosotros (por el primer nacimiento, como hijos de Adán), el verdadero arrepentido no le permite gobernar, porque sigue sufriendo con la inocencia de Cristo en la cruz, por causa del pecado. Porque ¿qué delincuente ambiciona o sigue cometiendo el delito cuando está prisionero y padece martirios por su delito, a no ser que esté desaforadamente desesperado? ¡Cuánto menos dejarán estos pecadores gobernar el pecado, siendo que son verdaderos prisioneros de Dios y que sufren el martirio en la conciencia por causa del pecado y no tienen un consuelo cierto, sino que simplemente desean liberarse del pecado! Sería un gran ultraje a Dios […] cometer pecados mientras se hace penitencia, se está prisionero en la conciencia y se confía en la redención. […] Porque el arrepentimiento supremo, más grande y más provechoso consiste en vivir, en adelante, según la voluntad de Dios y no en la maldad. […]
El quinto fruto del arrepentimiento es que uno no culpe de sus pecados a ninguna criatura en el cielo y en la tierra o que la señale como causa de los mismos, por ejemplo, de esta manera: Si no hubiera ocurrido esto o aquello, yo hubiera sido tan recto que no lo habría cometido. Porque la maldad original sólo surge de la autonomía. […] Por ello, quien señala a cualquier criatura del cielo y de la tierra como causa de su pecado, bellaquería y maldad, para así justificarse, estará culpando a su propio Dios, creador y hacedor de todas las criaturas, a pesar de que eso equivale a blasfemar contra Dios, como si uno dijera: Si Dios no existiera yo no habré pecado. La verdad es todo lo contrario: Si el dios malvado (su maldad y toda mi propia maldad) no existiera, tampoco existiría el pecado, pero quien se quiera excusar así con cualquiera otra causa del pecado, estará deseando que en lugar del verdadero Dios, con sus buenas criaturas, estuviera el embustero y hacedor de la maldad. Pero el fruto del verdadero arrepentimiento es que Dios y todas sus criaturas sean tenidos por verdaderos y buenos, como que Él es bueno y verdadero. […]
Por eso, Dios mío, no responsabilices de mis pecados a ninguna creación de tu mano, por cualquier causa que sea, ni la castigues por ellos. Yo, yo, yo, merezco con justicia toda la culpa, todo el dolor y el castigo. Porque yo he seguido siempre al mismo príncipe, el dios de toda la maldad, y he prestado mi adhesión por propia petulancia. Porque tú eres siempre mi Dios, Señor y Redentor, que has reconquistado para mí y para todos los hombres el poder y la capacidad de resistir a todo mal y nos los has otorgado y conferido. […]
Espero de tu misericordia y gracia que me salves y redimas nuevamente de las manos de mi enemigo, que levantes nuevamente mi casa, que arranques nuevamente la cizaña de mi corazón, que te apiades de mi miseria y grande pobreza y que seas generoso conmigo, pobre pecador.
Pilgram Marbeck (o Marpeck) fue uno de los pensadores más originales del movimiento anabaptista del siglo XVI. Un ingeniero civil, sus servicios estaban tan solicitados que es de los pocos líderes del movimiento que no murieron mártires.
Traducción de Ernesto Suárez Vilela, en John H. Yoder (copilador), Textos escogidos de la Reforma Radical (Buenos Aires: La Aurora, 1976), pp. 255-266.
• Jesucristo y el ladrón bueno (detalle). Cuadro de Tiziano (aprox. 1563)