ángel — mensajero (de Dios). Las palabras mal’aj (hebreo, Antiguo Testamento) y ángelos (griego, Nuevo Testamento) tienen ambas este significado, el de «mensajero».
La Biblia Hebrea (nuestro Antiguo Testamento cristiano) desarrolla muy poco la angelología, la disquisición sobre ángeles. Allí tenemos fundamentalmente la idea del mal’aj del Señor, que viene a ser una materialización divina, con el propósito de hacerse presente ante el ser humano a quien se aparece. Dios sigue siendo inmaterial e invisible y permanece siempre en el cielo (y en todo lugar); pero al adoptar la forma de su mal’aj, puede ser visto y oído y experimentado de forma material por el ser humano así privilegiado. Por eso el «ángel del Señor» en el Antiguo Testamento habla como si fuera Dios mismo quien habla. Lo es.
Estos conceptos son propios del Oriente Próximo de la antigüedad, que son diferentes a los de los griegos. Para los griegos, si los dioses querían materializarse ante los humanos, estaban necesariamente ausentes del Olimpo mientras duraba esa materialización. No así en el mundo donde toma forma la fe de Israel. Esto ya no se entendía en los últimos siglos a.C., cuando la cultura griega era universal en el Oriente Próximo. Por consiguiente los «ángeles», mensajeros de Dios, empezaron a entenderse en esa época como algo diferente a Dios mismo. Consideraban que Dios, inmaterial e invisible, no podía haberse aparecido tan tosca y materialmente ante los seres humanos como lo habían entendido sus antepasados.
Luego tenemos también algún episodio como Job 1-2, donde Dios preside su corte con «los hijos de Dios», entre quienes está el satán, el «acusador» o fiscal. Estos seres solamente pueden actuar como Dios manda, hasta tal punto que vienen a representar, tal vez, sencillamente un aspecto particular de su actividad en el mundo.
Estos mensajeros de Dios suben y bajan entre el cielo y la tierra (quizá para informar a Dios sobre lo que está pasando aquí), según se desprende del sueño de Jacob (Génesis 28). Pueden asumir la forma de caballos que recorren la tierra para espiarla (Zacarías 1). En un episodio, Dios consulta con «todo el ejército de los cielos» cómo provocar a Acab para que vaya a una guerra donde perecerá. Un «espíritu» propone un plan, y el Señor lo manda a la tierra para ejecutarlo (1 Reyes 22).
Siglos después, el mensajero (ángel) que revela las cosas a Zacarías ya no habla como si fuera Dios mismo, como sucedía con los profetas de antaño. Aunque leyendo con atención, no parece que la forma que «el mensajero» revelaba las cosas a Zacarías fuera muy diferente a cómo «la voz» se las había revelado a Ezequiel.
Es solamente en los últimos siglos antes de Cristo, que la literatura judía empieza a desarrollar la angelología, una curiosidad literaria sobre estos mensajeros divinos. La novelita de Tobías ya apunta en esa dirección. Pero es en la literatura fantástica, la apocalíptica judía de esa época, cuando empieza a proliferar todo tipo de información esotérica acerca de los mensajeros.
El libro de Daniel, escrito a mediados del siglo II a.C., nos da un buen indicio del interés mucho mayor en los ángeles a estas alturas. El mensajero que habla con Daniel habría llegado antes, dice, pero hay una guerra entre los «príncipes» celestiales que le ha hecho perder tiempo. Algo así jamás le había pasado antes a ningún profeta bíblico. Estos «príncipes», por cierto tienen ya nombre e identidad propia. El que defiende los intereses de los judíos se llama Miguel.
Según 1 Corintios 13, Pablo indica que los mensajeros tienen sus propios idiomas, diferentes a los humanos. Esto parecería indicar que Pablo tenía algún conocimiento de la literatura fantástica apocalíptica judía. Quizá conociera 1 Enoc, por ejemplo, por cuanto en 1 Corintios 11 dice que la mujer debe cubrirse la cabeza cuando ora «por causa de los ángeles». En 1 Enoc, la belleza de las hembras humanas despierta la lascivia de ángeles que bajan a la tierra para aparearse con ellas, procreando gigantes que lo destrozan todo. Estos conceptos están muy lejos de los del Antiguo Testamento, pero podría ser que Pablo les diera algo de crédito, que le parecieran a él más o menos verosímiles. Esto no debería escandalizar a nadie. Nosotros hoy también solemos dar crédito —con mayor o menor acierto— a lo que ponen otros escritos edificantes. Tampoco nos limitamos exclusivamente a leer la Biblia.
En cualquier caso, lo que está claro es que nunca hay que descartar la posibilidad de que haya mensajeros de Dios que nos visitan con cierta frecuencia para traernos consolación, fe, esperanza y propósito. Aunque no nos demos cuenta qué es lo que son, sí nos damos cuenta de cómo nos han transformado la situación. —D.B.