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Llamados a ser testigos [1]
La única forma de compartir el evangelio con otros, es relatando lo que ha significado para uno personalmente. Si fuera cuestión de compartir un credo para que la gente lo aprenda de memoria, se podría fabricar una multitud de robots para esos efectos. Pero el Cristo viviente sólo se puede compartir con referencia a la experiencia humana. Por eso Jesús escogió la palabra «testigos» para indicar la tarea que encomendó a sus seguidores: «Y me seréis testigos…» (Hch 1,8).
Los procesos judiciales nos familiarizan con el término testigo. Un testigo es alguien que ha visto, oído o hecho algo que es pertinente al caso y que está obligado a declarar la verdad de lo que sabe. Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros también debéis testificar, porque habéis estado conmigo desde el principio». Durante tres años estos discípulos convivieron con Jesús; y al conocerle, habían llegado a conocer a Dios. Podían declarar con convicción, porque hablaban de su experiencia de primera mano, que Jesús era el Hijo de Dios enviado al mundo para salvar a todo el mundo y que sufrió, murió y se levantó de la muerte.
Pero, ¿qué puedes contar tú?
Tú y yo, sin embargo, no hemos tenido esa experiencia de primera mano con Jesús en su vida terrenal. Y sin embargo, nosotros también hemos de ser testigos. Pablo no había conocido a Jesús como lo conocían los doce, pero dio testimonio con claridad sobre el poder salvador de la muerte y resurrección de Jesús. La fe inquebrantable de Pablo se basaba en el hecho de que el Salvador, que él conoció en el camino a Damasco, había llegado a ser para él una persona real y viviente que le cambió la vida. Cristo vivía dentro de Pablo y le daba poder para vivir y dar testimonio de Dios. Con Cristo, Pablo disfrutaba de una comunión que satisfacía más que la de cualquier amistad en el mundo. Como tenía esa experiencia, Pablo podía dar un testimonio tan convincente acerca de Cristo, como el de los discípulos originales.
Un testimonio así lo puede dar cualquiera que conozca de verdad a Cristo y que está viviendo en Cristo. Como dice Robert Coleman, autor de The Master Plan of Evanelism: «En su naturaleza fundamental, todo cristiano auténtico es continuamente un milagro ambulante». El milagro de Dios en nuestras vidas es la historia que podemos contar.
Un testigo, no un vendedor
Un testigo en un juicio no se elige por lo bien que habla ni por tener una personalidad que arrastra, sino por su conocimiento o experiencia que aporta al caso. Un testigo no necesita ser un buen vendedor o vendedora. Lo único que necesita es que cuente la verdad de lo que conoce. Eso es lo que nos pide Dios: que contemos con sencillez a otros, lo que hemos hallado en Cristo.
A muchos nos costaría ser vendedores, no importa de qué. Fracasaríamos si tuviéramos que ir de vivienda en vivienda tratando de vender artículos de limpieza, libros o electrodomésticos. Cuánto más, entonces, nos intimidaría tener que vender a perfectos desconocidos algo tan poco popular como la religión. Hay libros con «pasos sencillos para ganar almas», pero no nos lo ponen más fácil. El caso es que los buenos vendedores conocen una máxima: «La mejor publicidad es un cliente satisfecho». Ninguno de nosotros es tan tímido que no se atreva a explicarle a sus amigos las virtudes de su coche nuevo, tan tímida que le cueste contarle a la vecina el maravilloso producto para quitar manchas que ha descubierto en una tienda. Cuando hacemos esto no sentimos que estamos invadiendo la intimidad de nadie. Compartir esa clase de novedad es hacerles un favor, no es una intromisión. […]
El poder del Espíritu
Salvar al mundo no es nuestra responsabilidad. Puestos al caso, no podemos salvar ni a una sola persona, ni podemos hacer que nadie sienta que necesita un Salvador. Esa obra le corresponde al Espíritu Santo. La convicción que genera arrepentimiento, fe y conversión, es un milagro del Espíritu de Dios, que ninguna presión ni esfuerzo humano puede duplicar ni garantizar que suceda. El contacto mejor trabajado del mundo jamás conseguirá nada si es solamente una conversación entre dos. El tercer participante invisible, el Espíritu Santo, es quien lo hace todo.
Podemos descansar enteramente en el Espíritu Santo para que prepare a las personas que han de recibir nuestro testimonio de Cristo. Podemos confiar que nos guiará a oportunidades para testificar, a ser sensibles a las oportunidades, a prepararnos para hablar. Esto significa que tenemos que vivir en una comunión íntima e ininterrumpida con Dios, para estar alertas constantemente a su guía. Conocer esta dependencia nos lleva a orar por nosotros mismos y por aquellos a quienes sentimos que debemos testificar.
1. Párrafos traducidos de Witness. Empowering the Church, por A. Grace Wenger, Dave & Neta Jackson (Scottdale y Kitchener: Herald, 1989), pp. 37-39 |
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