Vidriera de la Iglesia de la Asunción,
Isla de Nuestra Señora, Irlanda |
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La cruz del
Hombre Bueno
Julián Mellado
La crucifixión de Jesús de Nazaret siempre me ha impresionado desde que era niño. Viene a mi recuerdo un día cuando tenía 11 años en mi Bélgica natal, cuando mi profesora de religión nos expuso un cuadro de la crucifixión. Aquella imagen penetró en mi alma con una fuerza que todavía hoy me estremece cuando lo recuerdo. Y viene a mi memoria la pregunta que me hice entonces: ¿Por qué le hicieron eso a este inocente?
Cuando leo hoy los evangelios y llego a la parte de la pasión de Jesús, vuelvo a sentir ese impacto. Me vuelvo a estremecer. Mi lectura se vuelve más lenta, más reflexiva y más sentida. No importa las veces que habré leído una y otra vez los mismos pasajes. Algo me «atrapa», parece que me «traslado» a aquellos episodios y me siento confuso.
Las pasiones humanas se hicieron presentes en esas horas de horror, con una extraña intensidad. Pilatos y Herodes, que estaban enemistados, se «reconcilian» para unirse contra el Nazareno (qué reconciliación más extraña). Un gobernador que se lava las manos para no perturbar la voluntad popular. Unos sacerdotes que buscan a cualquier precio la condena de un campesino galileo. Unos discípulos que aunque le amaban, no pudieron resistir la presión y el terror del momento y huyen. Previamente otro de los discípulos, en un endiablado resorte de su mente, le entrega sin saber muy bien hasta dónde le llevaría su infamia —para después buscarse un árbol donde colgar su resentimiento, su traición y su dolor. Noche extraña la que precedió el crimen contra el Maestro, contra el mejor de los hombres que jamás pisara este planeta.
Llegó la mañana con las burlas, los escarnios, la indiferencia de muchos, la curiosidad de otros y el dolor de unas mujeres, que aunque fuera de lejos, querían ver qué le hacían a «ese hombre bueno» que tanto amaban. Parece ser que se fueron acercando hasta llegar a los pies de la cruz.
¿Y dónde estaría yo? ¿Dónde estarías tú?
Quizás huido por miedo a los violentos y con pesar por mi cobardía. Quizás indiferente como Pilatos, sumándome a la moda popular. Quizás enfadado con el Nazareno por no haber satisfecho mis expectativas. ¡Quién sabe!
En cambio si me hubiera quedado cerca de la cruz, habría oído un grito desgarrador desde las entrañas del Hombre Bueno. Un grito que penetraría mi alma y que haría eco de tantos gritos —de tantos otros crucificados que se sienten abandonados por Dios, por los otros, por la vida. Y a la vez, por un misterio que no puedo explicar, por una intuición extraña, presentiría que en ese crucificado había algo sublime: la impresión de que no lo pudieron atrapar, que murió siendo el Hombre libre y liberador.
Era tan libre, que ni aun en ese momento consiguieron que odiara a sus torturadores. Dicen que le oyeron pedir al Padre que no les tomara en cuenta lo que hacían, pues en realidad no sabían…
Y los hombres siguen haciendo lo que saben. Sigue habiendo dolor, crucificados, abandonados. Lo peor de la escena es ese silencio de Dios que no hizo nada por el Hombre Bueno. O quizás sí lo hizo y no lo percibimos. Quizás el Padre estaba en ese grito de Jesús, en ese grito de abandono. Sin dejarlo sólo, ahí estaba su Abba. ¿Acaso podía estar en alguna otra parte?
La cruz, lugar de encuentro de lo humano y lo divino, donde todos nuestros saberes se derrumban y empezamos a comprender otras cosas.
Pasaron las horas, y en Jerusalén surgió un rumor, anunciado por aquellas mujeres: La muerte había muerto. |