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  Nº 127
Noviembre 2013
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


martirio — En el idioma griego del siglo I —en que se escribió el Nuevo Testamento— el concepto de «testificar» (martyreo), ser «testigo» (martys), dar «testimonio» (martyría), no tiene especial profundidad ni interés. Muy habitual en la vida (en el sentido de ver y estar presente cuando sucede o se dice algo) y tal vez especialmente en los tribunales, desde luego no parece tener ningún sentido claramente religioso.

En mis horas de ocio después de la cena y al cabo de una larga jornada de trabajo en mi despacho, suelo ver televisión. Hace algún tiempo recuerdo que había una serie sobre el programa de protección de testigos de EEUU. Supongo que habrá algo por el estilo aquí en España para testigos que corren peligro por contar lo que saben. La idea de que uno corra peligro —hasta peligro de muerte— por testificar, entonces, no es solamente religiosa. El testimonio (en griego, martyría) puede desembocar en muerte hoy también.

Se empieza a advertir la conexión entre el testimonio y el martirio («martirio» en su sentido cabal en lengua castellana).

En Hechos 2 hay un empleo interesante del concepto de «testigos» en un sentido especial, que confiere especial autoridad en el discurso y la memoria de la Iglesia. En el versículo 14, ante la guasa de algunos que empezaban a tomarse a risa el fenómeno de hablar en lenguas, pone que Pedro se puso de pie «junto con los once» y empezó a hablar. Hacia el final de su discurso, versículo 32, Pedro culmina declarando que Dios resucitó a Jesús, «de lo que todos nosotros somos testigos». Hay que imaginar un gesto con una o ambas manos, donde Pedro indica a los once que han seguido de pie junto a él. Aquí «testigo» significa, claramente, testigo de la resurrección, testigo ocular de Jesús resucitado.

De todos esos apóstoles existen relatos —acaso leyendas, imposible saberlo— de que murieron muertes violentas a manos de las autoridades.

Empieza a forjarse la idea de que testificar sobre esto en particular, sobre Jesús el Mesías resucitado, es arriesgado y puede desembocar en muerte violenta. Empieza a forjarse también la veneración de los mártires, la idea de que quien ha muerto por Cristo había sido en vida una persona ejemplar, de santidad deslumbrante, cuyas palabras debían ser recordadas como especialmente importantes, de especial autoridad.

Seguramente contribuyó a ello el libro de Apocalipsis, donde figuran con importancia tanto «el testimonio de Jesús», como los «testigos» que han sufrido persecución. En Ap 6,9 y 11,7 esa persecución desemboca en muerte. Pero en Ap 20,4, esos «testigos» muertos resucitan y gobiernan juntamente con Cristo durante mil años.

El recuerdo y la veneración de esos que habían muerto por testificar, derivó rápidamente en dos tendencias desafortunadas, ya en los primeros siglos del cristianismo. Por una parte, empezaron a aparecer voluntarios que ofendían a propósito la sensibilidad moral y política de las autoridades, con la idea de provocar ese «martirio» que les asegurase un rango tan elevado en el futro reinado de Cristo. Por otra parte, como esos «mártires» tenían asegurada la resurrección, sus huesos aquí en la tierra se empezaron a tener por milagrosos: eran huesos muertos de los que se tenía la certeza absoluta de que volverían a vivir. No tardaron en aparecer la veneración de esas «reliquias» —y las historias de sus milagros.

El caso es que los romanos no se ensañaron con los cristianos. Nunca tanto como, por ejemplo, con los judíos (y en ambos casos no por motivos «religiosos» sino políticos). Los «mártires» cristianos morían las más de las veces por provocar a las autoridades hasta la exasperación. Eran como los jugadores de fútbol que especulan con una tarjeta amarilla para perderse el siguiente partido —que saben sin trascendencia deportiva— y reaparecer en el partido siguiente sin tarjetas acumuladas. Aunque el árbitro sabe bien lo que están haciendo, al final, de tanto provocarlo, se la acaba sacando.

El «martirio» en esas condiciones era ciertamente muerte por sus convicciones religiosas. Pero no constituía —no realmente— un «testimonio» legítimo sobre Cristo. Esas convicciones religiosas por las que morían no eran —no siempre, por lo menos— las mismas convicciones que habían inspirado a Jesús y a sus discípulos allá en Galilea, dos o trescientos años antes.

Hoy hace falta recuperar el sentido de que nuestra vida entera dé testimonio, sea un testimonio de la victoria de Cristo sobre todas las fuerzas del mal. Entre esas fuerzas están, seguramente, las que nos tientan a la vanagloria y las ansias de protagonismo.

—D.B.

 
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