Hacer el bien sin pensar en el futuro
por Myron S Augsburger
Hacer el bien siempre resplandece más que el mal, aunque no sea siempre necesariamente victorioso sobre el mal a corto plazo. Y sin embargo, el bien permanece. Esto se ve, con su sentido último, en la cruz de Cristo y su muerte por manos malvadas.
Desde el sur de Rusia a principios del siglo XX, nos llega una historia interesantísima sobre Aaron Rempel, un granjero menonita próspero, terrateniente en la comunidad de Gnadenfeldt. Uno de sus nietos publicó el relato en el periódico Los Angeles Times, y he tenido oportunidad de confirmar su veracidad consultando con otro de los nietos de Aaron.
Rempel era un hombre de negocios destacado y próspero en su comunidad y más allá. Sus tierras eran tan famosas que el zar de Rusia solía venir para salir de caza. En los días de agitación que señalaron el inicio de la revolución marxista, el Ejército Blanco al principio solía derrotar a los revolucionarios Rojos, ponerlos en vagones de carga y mandar los trenes a Siberia.
Una tarde Rempel pasaba al lado de una vía muerta mientras volvía a casa con la compra para su familia. Vio un vagón lleno de hombres. Uno de ellos llamó a Rempel:
—¡Oiga, señor! Estamos muertos de hambre. Nos han tenido aquí todo el día sin nada que comer. ¿Nos puede ayudar?
Por caridad cristiana, Rempel fue donde el vagón y empezó a meter por una rendija sus panes, quesos y salchichas. El hombre ahí dentro los repartía según los iba recibiendo.
—Gracias —dijo.
Rempel respondió:
—Que Dios os bendiga.
Algunos meses más tarde cambió la marea del conflicto. El Ejército Rojo derrotó por completo al Ejército Blanco, puso en vagones de carga a los prisioneros y mandó los trenes a Siberia. A los pocos meses, cuando los marxistas se hicieron con todo el país, el Ejército Rojo arrestó a los granjeros menonitas de la región, los puso en vagones de carga y mandó el tren a Siberia.
Rempel pasó de rico a pobre, de ser influyente a extrema debilidad. Sin embargo en Siberia siguió siendo un emprendedor: vio que hacía falta bebida caliente y empezó a importar té desde Mongolia. Al poco tiempo tenía un negocio próspero. Pero sus vecinos lo consideraron culpable de capitalismo. Envidiando su éxito, consiguieron su arresto.
Según progresaba el juicio, estaba claro que era cierta su culpabilidad de practicar capitalismo. Al final el comisario le dijo que se acercara para oír su sentencia. Rempel se acercó, seguro de que iba a ser ejecutado. El comisario dijo:
—Me parece que este no es nuestro primer encuentro.
—No, señoría —respondió Rempel—. No nos hemos visto antes.
—Pues yo pienso que sí. ¿Ha estado usted alguna vez en Gnadenfeldt?
—Sí, claro, ahí es donde vivía —reconoció Rempel.
—¿Recuerda usted una tarde cuando lo llamó un hombre desde un vagón y le dijo: «Estamos muertos de hambre; nos han tenido aquí todo el día sin nada que comer»?
—Sí —dijo Rempel—. Lo recuerdo bien.
—¿Y qué hizo usted?
—Bueno, me acerqué al vagón y les di mis panes y quesos y salchichas por una rendija.
—Ya. ¿Y qué fue lo que dijo?
—Me parece que dije: «Que Dios os bendiga».
El comisario dijo:
—Es lo que pensaba. No es este nuestro primer encuentro. Yo era ese hombre. Mire, no lo voy a sentenciar. Si quiere, firmaré papeles para que usted y su familia puedan emigrar.
—¡Oh, muchas gracias! —respondió Rempel—. Oiga, están aquí mis hermanos también. ¿No querrá usted firmar esos papeles para todos los Rempel?
Y es así como toda esa familia Rempel emigró a Burbank, Califirnia, que es donde conocía la historia. Cuando Rempel hizo aquella acción bondadosa, era imposible imaginar que pudiera tener consecuencias en el futuro para su propia vida. En cuanto discípulos de Jesús, nuestras acciones han de ser siempre buenas sin ninguna consideración del futuro.
En el dorso de la tarjeta de presentación con mis señas que uso últimamente, pone: «Si el amor fuese posible sin el evangelio, no necesitaríamos ningún evangelio; si el amor no fuese posible gracias al evangelio, no habría evangelio; que el amor sea posible gracias al evangelio, es lo que nos hace ser discípulos».
—traducido de: The Robe of God, por Myron S. Augsburger (Scottdale/Waterloo: Herald Press, 2000), pp. 211-12.
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