De todos los dones que podemos nombrar, posiblemente éste sea uno de los más maravillosos, porque los creyentes lo asociamos con Jesús, que dio su vida para salvar a los demás. La parábola del buen samaritano (Lucas 10,30-37), es el ejemplo supremo de ayuda al necesitado.
Pero cuando tu fuerza deja de serlo y se convierte en tu debilidad, puede ser tu pecado. Puede ser uno de los dones más terribles y desconcertantes, tanto por sus consecuencias como por las dificultades para reconocerlo. La entrega a los demás puede ser tan brillante y tan desprendida que ni la persona que se entrega ni el que recibe la ayuda, son conscientes de lo que muchas veces se esconde detrás.
1. ¿Qué es el orgullo?
El pecado del orgullo tiene su origen en la carencia de amor y de autoestima. La persona dominada por este pecado busca el amor y la aprobación que le falta en los demás y para lograrlo intenta agradarles con su generosidad. Justifica su manera de ser con el rótulo «amor cristiano». Muy a menudo invade a los demás con su amor y a veces sin que se lo pidan y sin preguntar si desean ser ayudados. El rasgo sobresaliente de la persona orgullosa es no reconocer sus propias necesidades ya que parecería que no las tiene.
El orgullo es el falso amor, es lo que se esconde entre bastidores, es el efecto paraguas ya que se da para recibir más tarde. Aquí encontramos el pecado con todas sus sutilezas. Se ofrece un paraguas, pero no se ofrece de forma gratuita, sino para que más tarde la persona que lo ofrece también pueda protegerse de la lluvia. Es un regalo condicional. La persona orgullosa no quiere al otro porque sí, lo quiere para luego ser querida y sentirse digna de ser amada. Este pecado consiste en estar convencida de que los demás dependen de lo que ella da. Es una relación en la que se ha ofrecido como protector de los demás, pero para que luego los demás dependan de ella y respondan a su generosidad. Es por ello que la entrega puede ser muy posesiva y crear una dependencia insana. Es desear que los esfuerzos que se realizan a favor de los demás sean públicamente reconocidos. Es una generosidad pervertida y que tiene intenciones escondidas. Se ayuda a otros para satisfacer a sus propias necesidades.
Es aquí que aparece entonces el horror de la generosidad y la entrega, ya que el dador se convierte en un dragón que no puede soportar el no ser alimentado por aquel al que le ha dado todo. Es la buena madre que protege a sus hijos, que les da todo lo necesario y más, pero ¡Ay de ellos si no se muestran agradecidos! «Cómo puede mi hijo hacer lo que me hace, después de todo lo que yo he hecho por él». Esta frase la he oído muy a menudo de algunas madres.
Este pecado es un «yo» henchido, que está convencido de que sólo su servicio y entrega puede salvar al otro. Este es también el discurso de muchos líderes políticos y religiosos.
Si la envidia desea llenarse, el orgullo se siente ya lleno, por lo que se ofrece a llenar al prójimo de lo que necesita. El orgullo ofrece desde un sentimiento básico de abundancia, que en sí es una actitud de generosidad, pero que lo que busca es ensalzar su propia imagen. Es una pasión en la que la persona se ve superior a los demás, aunque esa pasión no sea vista como arrogancia y muy bien pude pasar inadvertida para ella y para los demás. Es el amor seductor en forma de entrega a los demás incluso hasta la última gota de sangre si es necesario, pero de forma condicional.
El orgullo es un pecado contradictorio, porque desde lo más alto de la montaña, desde las bellezas más sublimes, se empuja al abismo. Desde la excelencia, el sumo de las virtudes cristinas, se hunde en la miseria. Es un pecado extraño y desconcertante por lo que no es de extrañar que los grandes teólogos de la Edad Media afirmaran que el orgullo era peligroso, muy peligroso, porque lo consideraban uno de los pecados más sutiles y difíciles de reconocer y aceptar. Tomás de Aquino, uno de los mayores teólogos de la Edad Media, llegó a llamar al orgullo el pecado del espíritu, ya que lo consideraba como el origen de la existencia del mal, el ángel caído que se revela contra Dios al querer ser como él y alcanzar su grandeza.
2. Las consecuencias del orgullo
En primer lugar el desprecio hacia los demás —y por supuesto sin ser conciente de ello. Es el deseo desmedido de querer sobresalir, de ser admirado y de imponerse. La persona dominada por este pecado alimenta, complace, ayuda en todo lo que sea necesario, da consejos, apoya… pero lo hace para hacerse indispensable en la vida de los demás.
En segundo lugar, cuando la persona que ayuda no recibe una respuesta a esa ayuda, entonces explota. Deja de ser amable, se enfada y sus reacciones pueden ser imprevisibles.
El amor que ha sido cálido, dulce y cariñoso puede convertirse en algo tan terrible como llegar a odiar a la persona que se ha amado. Aquí puede aparecer el complejo del salvador mártir, sin que la persona se percate.
En todos los grupos humanos abunda este pecado, tanto en hombres como en mujeres, pero es curioso que este pecado se dé más en mujeres que en hombres. En la cultura del Antiguo Testamente (que refleja una cultura patriarcal y sus redactores son masculinos) entre bastidores encontramos más mujeres que hombres en la tarea de ayudar a los demás, por lo que es normal que el pecado del orgullo lo veamos más en las mujeres que en los hombres. Esto podría tener una explicación por el hecho de que las mujeres no tenían muchas posibilidades de ejercer otros dones.
3. Respuesta divina al orgullo
La respuesta al pecado del orgullo es la humildad ya que es su opuesto. Cuando la humildad aparece, la persona orgullosa es capaz de reconocer su pecado: «Doy para recibir». Este reconocimiento puede significar una curación y una auténtica revolución en su vida de entrega a los demás, porque desaparece la vergüenza de manifestar sus propias necesidades.
La humildad es lo que permitirá a la persona orgullosa amar sin condiciones y dejar en libertad a los demás para responder o no responder a la generosidad recibida.
Las personas que han sido transformadas por la práctica de la humildad consiguen que su entorno resulte un lugar más calido, más amoroso, más compasivo y acogedor; un mundo en el que el amor reina.
4. Patrones Bíblicos y sociales de transformación del orgullo
El apóstol Juan es una de las figuras más sobresalientes de la humildad en el Nuevo Testamento, por lo que no es casualidad que el tema principal de sus escritos sea el amor.
Los rasgos de entrega a los demás no pasan desapercibidos en sus escritos. El apóstol Juan es el que más habla del amor de los cuatro evangelios, pero a pesar de ello el relato que encontramos en Marcos 10: 35-37, nos da pistas de las dificultades del apóstol Juan para vivir la humildad.
El recordar que nuestra fuerza puede convertirse en nuestra debilidad, nos puede ayudar a entender al apóstol Juan y el pecado del orgullo.
Uno de los patrones sociales más hermosos que conocemos de humildad y entrega a los demás, lo tenemos en Teresa de Calcuta. Entre sus muchas frases dijo “lo único que es capaz de convertir es el amor” y sobre todo “puedo dar sin preguntar si voy a recibir algo a cambio”. Las misiones de la caridad son una orden de servicio a los demás que fundó Teresa de Calcuta y que hoy tiene más de 25.0000 mujeres y hombres involucrados en el servicio a los demás.
5. Para poder ir más lejos con esta reflexión
Los soberbios tratan de rebajar a todos los hombres y, siendo esclavos de sus deseos, tiene el alma intensamente agitada por el odio, la envidia, los celos y la ira (Descartes).
Es bello tener la fuerza de un gigante, pero es terrible usarla como un gigante (Shakespeare).
La humildad es algo muy extraño. En el momento mismo que creemos tenerla ya la hemos perdido (Agustín de Hipona).
El amor siempre da, perdona, se manifiesta firme, permanece siempre con las manos abiertas y mientras vive da, pues ésta es la condición del amor, dar, dar y dar (James Empereur). |