Predicación del domingo 10 de junio, reunión unida de evangélicos de Burgos
¿Cuál es nuestra esperanza?
por Dionisio Byler
Noticias de ayer y hoy
Ayer y hoy nos hemos levantado con la noticia de que España está intervenida como Grecia, Irlanda y Portugal. Bueno, igual no; nuestros políticos se esfuerzan por explicarnos que no es lo mismo. Pero el caso es que la sensación de zozobra y de que esta crisis no hace más que ir de mal en peor, año tras año, se ha apoderado de los españoles.
Ayer también —sábado 9 de junio— celebramos la jornada «España oramos por ti», intercediendo por el país. En Burgos, como en muchas otras ciudades de España, los evangélicos nos hemos unido para clamar a Dios. Entre otras cosas, hemos pedido que Dios conceda integridad y honestidad a todos nuestros líderes políticos, económicos y sociales; y sabiduría práctica a nuestros gobernantes para conducir el país. No creo que sea una mera coincidencia que justo el día cuando se anunciaba la intervención europea de la banca española, los evangélicos teníamos programada esta jornada de oración. Debería alentarnos la idea de que Dios todo lo tiene previsto, nada le pilla a contrapié ni sin capacidad de maniobra para intervenir como Salvador.
Capitalismo sin moral ni conciencia
Sabemos que los españoles y nuestros gobernantes tenemos buena parte de la culpa, por haber querido vivir más allá de nuestros ingresos. Hemos dependido del crédito fácil para disfrutar hoy y pagar mañana, comprar casas y bienes —o construir autovías y ferrocarriles AVE— cuyo precio superaba nuestra capacidad real de pagar porque especulábamos todos —los bancos y los gobiernos y los particulares— con un futuro siempre más brillante que el pasado.
Sabemos también, sin embargo, que la raíz de esta crisis es mucho más grande que España, mucho más que Europa.
El sistema capitalista que nos ha dado una prosperidad que nuestros antepasados jamás imaginaron, es un sistema sin moral, impersonal, ciego, sin conciencia. Es como cualquiera de las fuerzas de la naturaleza. El clima, por ejemplo, puede bendecirnos con abundancia; pero puede también sorprendernos con un huracán arrasador que siembra destrucción y muerte entre decenas de miles de víctimas —casi siempre los más pobres, los que ya venían antes padeciendo dificultades. Así también el sistema capitalista. Carece de moral ni conciencia ni conocimiento del bien y del mal. Puede prosperar a miles de millones como nunca antes en la historia de la humanidad. Pero puede también, paradójicamente, hundir países enteros repentinamente en la miseria durante una generación entera.
Apelación al Soberano
¿Por qué clamamos a Dios por España, entonces? Porque cuando las fuerzas sin moral ni conciencia que gobiernan gran parte de nuestra existencia nos muestran su cara más cruel y despiadada, necesitamos apelar a Aquel que todo lo sujetará a los pies de Cristo. Para que no quede ningún principado ni potestad ni poder, ni en lo más alto del cielo ni en toda la superficie de la tierra ni en las más hondas profundidades de la Tierra, que escape a su gobierno.
La posibilidad real de sufrir
Quiero dejaros hoy dos elementos de esperanza. Pero no una esperanza vana, superficial y engañosa. No esa esperanza que profetiza como palabra divina nuestros propios anhelos y deseos. Para que comprendamos la verdadera dimensión de la esperanza que nos ofrece Dios, primero tenemos que entender la verdadera dimensión de nuestra vulnerabilidad y fragilidad hasta la muerte.
¡Cuántos millones han clamado a Dios cuando veían los oscuros nubarrones que anunciaban una guerra! Y sin embargo a pesar de las oraciones las guerras han llegado, impulsadas por su propia lógica rebelde contra Dios. Han arrasado viviendas y destruido campos sembrados. Han matado a nuestros jóvenes y violado a nuestras chicas. Y han dejado tras sí el hambre y la destrucción, el llanto y la desesperanza.
¡Cuántos creyentes sinceros y practicantes han clamado a Dios mientras se acercaba un huracán o la gigantesca ola de un tsunami! Pero el huracán, el tsunami y el terremoto se los ha llevado por delante igual que a sus vecinos pecadores e incrédulos. Sus hijos y sus bienes han perecido por igual, porque la tormenta no se ha calmado y el tsunami no se ha apartado.
¡Cuántos han clamado a Dios porque faltaban las lluvias —o sobraban, con inundaciones— y escaseaba la mies, y el hambre les robaba el vigor de sus brazos y la vida de sus hijos! Hoy mismo, en lo que tardo en dejaros estos pensamientos, decenas de personas habrán muerto muertes terribles y espantosas porque les faltó el alimento y el agua potable. Y el clamor de sus llantos y la sinceridad de sus oraciones y esperanza en Dios parecerán haber sido vanos.
Si creemos que porque el pueblo de Dios ha intercedido ayer en oración por España el colapso de nuestra economía —y la pérdida de nuestros empleos, bienes y casas— es imposible, muy poco conocemos de la historia de la humanidad. Y otro muy poco de los padecimientos del pueblo de Dios a lo largo de la historia. En el siglo XIV la muy cristiana, practicante, creyente y devota Europa sufrió un brote de peste bubónica que arrasó la tercera parte de la población del continente. La mortandad no fue igual en todas partes; de manera que aunque algunos pueblos se salvaron, otros desaparecieron por completo. ¿Eran más creyentes, más sinceros en sus oraciones, más obedientes a Dios, los que se salvaron que los que se perdieron? Yo no me atrevería a juzgarlo.
Sí, desde luego es cierto que algunos marineros, cuando han clamado a Dios estando a punto de zozobrar, han salvado la vida. Y es verdad que algunas madres desesperadas en medio de su llorarle a Dios han hallado con qué alimentar a sus pequeños. Y es verdad que algunos se han salvado milagrosamente en un terremoto o en el campo de batalla. Estas personas han sentido siempre, hasta el fin de sus días, que Dios tuvo un propósito especial para librarlos de la muerte. Pero yo no sería capaz de decir que eran mejores personas que los que padecieron a su lado, más dignas de vivir que otros muchos que también clamaron a Dios con igual fe y esperanza y sinceridad.
Cuando estuve en Kazajistán hace algunos años escuché cómo acabó el Islam con el cristianismo en Asia Central en el siglo XIV (sí, el mismo siglo del brote de peste bubónica en Europa). Un tal Tamerlán, turco mongol de las estepas y ardiente defensor del Islam, arrasó toda Asia Central, obligando a los cristianos a convertirse. Y a los que no se convertían sino que elegían seguir fieles a Jesucristo, los degollaba y apilaba sus calaveras en montones. En una sola ciudad —no me acuerdo cuál— levantó una montaña de más de cien mil calaveras. ¡Cien mil personas que prefirieron morir antes que renunciar a Cristo! Y es así como por siglos enteros desapareció completamente el cristianismo de Asia Central.
No, hermanos y hermanas, no nos aferremos a esperanzas vanas y engañosas. No nos dejemos seducir por profecías de lo fácil, que ponen en boca de Dios lo que no es más que nuestros propios deseos de que nos vaya bien y seamos prósperos. Ojalá Dios tenga a bien rescatar a España más allá del duro rescate que nos impondrá Bruselas. Pero si de verdad queremos aprender a esperar en Dios, necesitamos aprender lo que es una esperanza que pueda aguantar firme aunque no se cumplan nuestros deseos. Una esperanza que no nos defraude aunque el futuro sea oscuro y terrible para nosotros, para nuestros hijos y para nuestros nietos.
Dos textos de esperanza
Llegamos así a dos promesas que quiero dejaros, una del Antiguo Testamento, otra del Nuevo.
Levanto mis ojos a los montes,
¿de dónde vendrá el auxilio?
Mi auxilio viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
No dejará que tropiece tu pie,
no dormirá quien te protege.
No duerme, no está dormido
el protector de Israel.
El Señor es quien te cuida,
es tu sombra protectora.
De día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
El Señor te protege de todo mal,
él protege tu vida.
El Señor protege tus idas y venidas
desde ahora y para siempre
(Salmo 121, versión La Palabra).
Después que Juan fue encarcelado, Jesús se dirigió a Galilea, a predicar la buena noticia de Dios. Decía:
—El tiempo se ha cumplido y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la buena noticia (Marcos 1,14-15, La Palabra).
¿Cuál es la esperanza, entonces?
1. El Señor será siempre nuestro compañero, testigo, guardador, compañero. No se cansa, no duerme, todo lo ve, todo lo sabe, todo lo vigila. Nada ignora de lo que nos pasa. Y aunque a veces no intervenga sobrenaturalmente para rescatarnos, no es jamás por desinterés, abandono, dejación de responsabilidades ni falta de amor.
El salmo nos recuerda estas cosas porque cuando las cosas se ponen duras, es cuando menos podemos permitirnos olvidar que esto es así. No hay vida humana que no esté tocada —tarde o temprano— por el dolor, la tristeza, el desánimo, la frustración, la pérdida de seres queridos… Y sin embargo allí donde echa raíces y florece la fe, cuanto peores las circunstancias, tanto más nos damos cuenta que Dios jamás nos abandona. Él es constante, él es fiel. No se cansa ni siente sueño ni se queda dormido. No se aburre de nosotros ni de nuestras tristes vidas tan cortitas e insignificantes. Nos valora, nos desea y ama como un padre o una madre a sus hijos. Cuando nosotros lloramos, de sus ojos caen lágrimas; y cuando somos felices, el ríe.
Las crisis económicas, como las sequías y las guerras y los terremotos, llegarán pero también pasarán. El que nunca pasa ni se cansa ni se queda dormido es el Señor. En él nos refugiamos cuanto más arrecia la tormenta; y en su abrazo eterno descansaremos cuando abandonemos esta vida.
2. Con Jesús se inauguró una Nueva Era del gobierno de Dios. Es un gobierno divino desde los corazones humanos, por tanto sus frutos crecerán frecuentemente a escondidas y parecerá que nada ha cambiado.
Es interesante que Jesús anuncia buenas noticias —las buenas noticias de Dios— en ese preciso instante en la historia. A Juan el Bautista lo acaban de apresar y todos sabemos cómo acabaría. Y como Juan, también Jesús. Una generación después de Jesús, la frustrada guerra de independencia judía acabaría con la amada Galilea y Judea de Jesús devastada por las huestes romanas. Jerusalén destruida, el templo de Herodes asolado hasta hoy. Bien profetizó Jesús que aquello sería la «abominación desoladora» por la crueldad de la violencia de la guerra. A Roma se llevaron 35.000 esclavos judíos. La propia tierra de Judea cambió de nombre, llamada Palestina por los romanos en honor a los filisteos, antiguos enemigos de Israel.
Y sin embargo Jesús anuncia buenas noticias, el inminente gobierno de Dios. Esto hay que verlo con otros ojos que los de la cara, hay que entenderlo con otro entendimiento que el humano. Sólo se percibe con el discernimiento de la fe. Jesús anuncia que a pesar de todas las apariencias, algo ha empezado a cambiar para mejor. Dios ha activado su Salvación. La humanidad acabará viviendo con nuevas posibilidades jamás antes exploradas. Desde el interior de los hombres y las mujeres de fe, brota ahora una nueva forma de ser seres humanos. Más digna, más humana, más caritativa, más solidaria, más santa, más pura, más emocionante, más ilusionante.
Si somos parte del pueblo del gobierno de Dios, entonces donde el mundo desespera nosotros tenemos esperanza. Donde el mundo ve problemas imposibles de solucionar, nosotros vemos una oportunidad para que actúe Dios. Donde el mundo ya no sabe en qué ni en quién esperar, nosotros confiamos en Dios. Donde la gente se vuelve egoísta y sólo procura salvar el pellejo o proteger a sus íntimos, nosotros somos todos una misma familia que aprenderemos —una vez más— a sacrificarnos unos por otros.
A lo largo de dos mil años, en las horas más terribles cuando parecía que la civilización entera se desmoronaba, en el seno de la Iglesia han surgido siempre, oportunamente, comunidades de hermanos y hermanas que lo han puesto todo en común —lo poco y nada que tenían— para compartir las dificultades y llevar entre todos las cargas.
Y sin embargo, si es sólo para esta vida presente que tenemos esperanza, muy poco hemos entendido acerca de los tiempos de Dios. No podemos ser cristianos sin que nuestra esperanza se extienda más allá de la muerte. Aunque la recompensa de nuestra esperanza parece demorar, no es por ello menos segura ni menos gloriosa. Al final si las promesas del Salmo 121 sólo fuesen para esta vida, serían millones los cristianos los que tendrían que admitir que la esperanza de protección y salvación que ofrece este salmo es falsa. Pero en las horas más oscuras, cuando la muerte y el dolor alcanza a nuestros seres queridos y a nosotros mismos, hemos sabido siempre entender que queda todavía una esperanza posterior, no menos gloriosa ni menos restauradora por alumbrarnos desde más allá del umbral de la muerte.
En los días oscuros que parecen cernirse sobre nuestras cabezas en España, brille más que nunca nuestra fe y confianza en Dios. Que las circunstancias pasajeras —¡Siempre pasajeras!— no nos quiten la capacidad de regocijarnos en Dios con alabanzas. Que no merme jamás nuestra disposición a confiar en él, eternamente agradecidos por el Rescate eterno que nos aguarda. |