Tiempos difíciles
por Dionisio Byler
Esta semana a mediados de noviembre cuando me toca preparar El Mensajero, entre las noticias principales figuran los cambios de gobierno en Grecia e Italia. Uno de los efectos que se esperaba de estos cambios, con lo que indican de seriedad política en esos países para poner en orden sus cuentas y evitar el colapso de la economía europea, era que los mercados aflojaran su especulación contra la deuda de países como Italia y España. Efecto que —al menos cuando escribo estas reflexiones— no parece materializarse. Al contrario, la crisis parece ahondarse y difundirse, amenazando con extenderse a casi toda la Unión Europea exceptuando Alemania.
Son tiempos difíciles. Tiempos en los que es fácil que cunda cierto desánimo y pesimismo generalizado acerca de las perspectivas económicas de todos los europeos.
Aquí en España también tendremos cambio de gobierno, un cambio que sin duda tampoco nos traerá ningún alivio del ataque de los inversores y especuladores. (Salvo los más incondicionales fanáticos de Rajoy, no creo que nadie crea que por el sólo hecho de que él sea ahora el presidente, los especuladores cambien de actitud y vayamos a recuperar cifras de empleo como las de hace cuatro o cinco años.) Por eso intuyo —y acaso me equivoque; ya se sabrá cuando se leen estos renglones— que no vaya a haber celebraciones exageradas en toda España por el resultado de las elecciones. No son tiempos para celebrar sino tiempos difíciles, tiempos de estrechez y preocupación para la mayoría de los españoles.
Otras épocas peores
Nos cuentan los que entienden de esto, que hay que remontarse ochenta años atrás, al colapso económico del año 1929, para hallar otro punto tan delicado en la economía mundial como el que atravesamos ahora mismo. Aunque eso sea cierto si se tiene en consideración la economía del mundo entero, sospecho que la cosa pintaba bastante más negra en España durante la Guerra Civil (1936-39) y para casi toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial (1938-45). En aquellos años, al colapso de las inversiones y la incertidumbre económica, había que añadir las dificultades para cultivar y obtener alimentos por la propia dinámica de la guerra; pero mucho peor, el temor y pesimismo vital que generaba el tener todo el mundo algún ser querido en uno de los frentes de combate. Y desde luego si se combatía donde uno vivía y uno sentía vibrar el suelo con el tronar de bombardeos, supongo que el futuro se le antojaba bastante más oscuro que la peor de nuestras previsiones presentes.
Pero a todos los que hemos nacido en años posteriores a aquellas cosas, la guerra se nos hace muy distante en el tiempo y casi inimaginable como experiencia personal. Acostumbrados como veníamos estando a los años de bonanza y expansión económica generalizada, ahora nos hallamos poco preparados mentalmente para las estrecheces y dificultades que aprietan cada mes más que el anterior. Nos parece inimaginable y escandaloso, ya no digamos que nos embarguen la casa, sino el hambre, la incapacidad real de alimentar a nuestros hijos. ¡Qué fácil es olvidar tantísimas generaciones de la humanidad que han padecido hambre, peste, guerras, tasas exageradas de mortalidad infantil donde criar hasta adulto aunque tan sólo fuera uno de los hijos, era un logro monumental.
En el siglo después del nefasto —para los «indios»— descubrimiento de Colón en 1492, se calcula que la población del continente americano pasó de 100 millones a menos de 10 millones. La culpa la tuvieron pestes euroasiáticas como la viruela, para las que los nativos americanos no tenían ninguna inmunidad. Es imposible para mí imaginar vivir en un mundo donde la mortalidad sea tan demencialmente mayor que la natalidad. Algo por el estilo había padecido Europa unos dos siglos antes. A los estragos de las hordas mongólicas que penetraron por Rusia hasta Polonia y Hungría y diezmaron la población de la mitad oriental de Europa, se sumó uno de los peores brotes de peste bubónica de todos los tiempos, que arrebató la vida a más de un tercio de la población de todo el continente. La despoblación europea en esas generaciones fue brutal. No tan brutal como la despoblación de América a partir de 1493, pero en cualquier caso terrible.
Gozo y esperanza en el Señor
Y es que tiempos duros, tiempos difíciles, siempre los ha habido. Como «mal de muchos es consuelo de tontos» y dudo mucho que mis lectores sean tontos, sospecho que lo expuesto hasta aquí muy poca consolación va a traer.
No, adonde quiero ir a parar con estas reflexiones es a observar lo asombrosa que resulta la fe y esperanza —el auténtico gozarse en Dios— que descubrimos en la Biblia entre personas cuyas vidas, las más de las veces, atravesaban también la circunstancia de tiempos difíciles.
¿Cómo es posible la actitud de algunos de los salmos, donde después de quejarse ampliamente de sus muchas desdichas —la enfermedad, estar rodeado de enemigos que insultan, azotan y buscan matar— al final todo el asunto concluye con una declaración de confianza en Dios y auténtico regocijo por la esperanza de salvación que está por llegar?
En los libros de Reyes hay un episodio donde en la ciudad de Samaria, asediada por sus enemigos, se acaban los víveres y cunde el hambre hasta tal extremo que algunas madres se comen a sus hijos. ¿Cómo es posible seguir confiando en Dios y creyendo sus promesas cuando te toca vivir en esa generación, esas circunstancias? Lo asombroso no es que muchos abandonaran a Dios para adorar otros dioses. Lo asombroso es que siendo aquellos tiempos como eran, seguía habiendo gente dispuesta a seguir esperando en Dios y seguían adorándole incondicionalmente solamente a él. ¿Cómo consiguieron esa fe? ¿De dónde sacaron esa fortaleza interior?
El profeta Ezequiel fue testigo de dos cosas, a cuál peor. Primero, desde la Babilonia donde habían sido llevados a exilio la primera tanda de los cautivos de Jerusalén, Ezequiel vio por el Espíritu la depravación de los sacerdotes que quedaban a cargo del culto en el Templo del Señor. Vio cómo abandonaban al Dios de Israel y practicaban toda clase de abominaciones, en culto a toda suerte de bichos y espíritus engañosos. Observó cómo por consiguiente, la Presencia del Señor que había entrado al Templo en los días de Salomón, ahora se levanta asqueada y se marcha, abandonando la ciudad pecadora a su suerte. Y segundo, a la postre Ezequiel se enteró de que Jerusalén no sólo volvía a ser derrotada sino que ahora la ciudad entera —y el propio Templo del Señor— habían sido arrasados por los enemigos. La destrucción fue brutal y de todo aquello ya no quedó más que ruinas inhabitables y abandonadas. Y sin embargo… Sin embargo Ezequiel no se deja vencer por el desánimo y pesimismo. Ezequiel empieza a tener visiones de un nuevo futuro, un futuro fantástico, de alegría, reconstrucción, paz y fidelidad a Dios. Dios haría algo nuevo. Daría un corazón de carne en lugar de corazones de piedra y derramaría su Espíritu sobre su pueblo, trayendo vida a huesos muertos y secos. Los tiempos difíciles pasarían. No inmediatamente ni en la generación de Ezequiel, bien es cierto. Pero llegaría el día cuando la gloria posterior de lo que Dios prometía, haría olvidar las terribles cosas pasadas.
¡Cayó «Babilonia»!
Siglos más tarde un tal Juan —uno de varios con ese nombre en el Nuevo Testamento— se encuentra desterrado a la isla de Patmos. Algunos años antes, el Imperio Romano había hecho una demostración de su fuerza brutal e irresistible para aplastar sublevaciones, destruyendo Judea y Samaria y Galilea, arrasando el magnífico Templo de Herodes (una de las maravillas arquitectónicas de aquella era) y la propia ciudad de Jerusalén. Los romanos hasta cambiaron el nombre de aquella tierra a Palestina —en honor a los filisteos, consabidos enemigos antaño de Israel. Allí donde desde hacía más de mil años se había alzado Jerusalén, ahora los romanos fundarían Aelia Capitolina, dedicada a los dioses de Roma, donde los judíos tenían terminantemente prohibido residir. De la guerra judía, el Emperador se había llevado a Roma cincuenta mil esclavos.
Verdaderamente, el Impero Romano era a todas luces irresistible. Su poderío y brutal efectividad para alcanzar sus objetivos no tenía paralelo. Los dioses de Roma parecían merecer la devoción incondicional no sólo de los romanos sino de toda la humanidad sometida a dominación romana. El mundo romano era de una crueldad y brutalidad exquisita, que hacía de la muerte humana un espectáculo para entretener a las masas. En el circo se ensayaban continuamente nuevas y más espectaculares formas de hacer sufrir y morir, para regocijo de un pueblo embrutecido, que disfrutaba con alegría febril viendo agonizar al prójimo. Y la economía de Roma se asentaba sobre el trabajo de esclavos que trabajaban de sol a sol a golpe de látigo. Si nos parece brutal y despiadado el capitalismo especulativo que domina nuestro mundo hoy, es que hemos olvidado lo mucho peor que han sido otros imperios.
Pero el Imperio Romano trajo, paradójicamente, siglos enteros de paz y prosperidad. Medraron el arte, la cultura, las letras, la arquitectura, la ingeniería de carreteras y de acueductos monumentales, algunos de los cuales permanecen hasta hoy. Fue una era de comercio, donde algunos se hicieron con fortunas fabulosas. Los años del auge de Roma tenían toda la apariencia de ser tiempos de bonanza, tiempos de prosperidad y felicidad.
Juan, desterrado a la isla de Patmos, tiene una serie de visiones que anotará en su Apocalipsis. Según estas visiones, Roma no era tan eterna como se lo prometían los que prosperaban con ella. Se había alzado otro más importante que el César. Alguien que pondría fin a todos los sufrimientos padecidos por los enemigos subyugados de Roma, aunque a la vez pondría fin a la prosperidad engañosa y opresiva de los que se enriquecían con el poderío romano.
Este que gobernaría sobre toda la humanidad —¡Oh sorpresa!— no es otro que el Cordero que ha vencido al dejarse degollar. Con su reinado volverá a establecerse Jerusalén como sede del favor divino, una Nueva Jerusalén descendida directamente desde el cielo —ya que la Jerusalén terrenal ha sido borrada del mapa por los romanos. Una Jerusalén con calles de oro, cuya existencia constituye en sí misma una denuncia absoluta de las enormes deficiencias de Roma.
Ante el anuncio de «¡Cayó, cayó Babilonia!» (refiriéndose en clave a Roma, para eludir la censura), todos los que habían prosperado con ella empiezan a lamentar, a llorar, a gemir y suspirar con tristeza incontenible. Porque con la caída de «Babilonia», veían perecer todos sus negocios. Pero curiosamente, en medio de tanto lamento y llanto, hay otros —una gran multitud— que reaccionan de otra forma:
¡Aleluya!
Nuestro Dios es un Dios salvador,
fuerte y glorioso,
que juzga con justicia y con verdad.
Él ha condenado a la gran prostituta,
la que con su lujuria corrompía la tierra.
Ha vengado así en ella
la sangre de sus servidores (Ap 19,1-2, versión La Palabra).
¿Con quién nos identificamos?
En estos tiempos difíciles, entonces, no estaría mal que nos preguntásemos con cuál de estos dos grupos del Apocalipsis nos identificamos. Si con los que con el régimen les iba bien, los que prosperaban y medraban y se podían permitir ignorar la cruda realidad de opresión, explotación, esclavitud y crueldad en que se basaba el mullido estilo de vida que disfrutaban. O si con la gran multitud de los que reclaman al que está sentado en el Trono y al Cordero que intervenga, que ejecute su justicia divina, que aniquile de una vez este triste régimen de opresión y nos traiga su propio reinado, eterno y benigno.
Es comprensible la preocupación ante la situación actual de la economía mundial, de los que no tienen otra cosa a que aspirar, que aumentar su fortuna personal y ahondar en el estilo de vida materialista que es característico de nuestra civilización.
Lo que no es tan comprensible, es la preocupación, el desánimo y el pesimismo si lo que nos mueve es una auténtica hambre y sed de justicia.
El lado oscuro de la economía mundial que tantos beneficios nos reportaba, es el auge de la esclavitud en nuestra generación, el hambre y la desesperación que parece haberse instalado permanentemente en gran parte del continente africano, las duras condiciones de vida que han impulsado a millones de africanos y «latinos» a abandonar su tierra y sus familias para probar suerte aquí en Europa y en España. Estas realidades claman al cielo, reclamando justicia divina. Cuando el Soberano de cielos y tierra permite ahora este duro toque de atención a la economía europea, tal vez en lugar de dejarnos arrastrar por el pesimismo que embarga a nuestros vecinos, nuestra reacción debería ser también la de la gran multitud del Apocalipsis:
¡Aleluya! ¡Nuestro Dios es un Dios salvador, fuerte y glorioso, que juzga con justicia y con verdad! |
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