Diccionario de términos bíblicos y teológicos
Mesías — Ungido. Término empleado con referencia al acto simbólico con que Samuel indicó la elección divina de los primeros reyes de Israel (ver Unción, El Mensajero Nº 82). Mesías es sinónimo exacto de la palabra Cristo, que es su traducción al griego desde la lengua hebra. En los salmos y otros libros del Antiguo Testamento, la esperanza en la llegada de un futuro Mesías se hace más o menos equivalente a la promesa de un gobierno directo de Dios sobre Israel.
Los salmos mesiánicos tienen su origen natural en la propaganda de la corona de Jerusalén, que como los demás gobernantes de la antigüedad, basaban su autoridad en su presunta relación especialísima con los dioses nacionales. Los reyes de aquel entonces eran considerados hijos de los dioses. Es en el contexto de estas ideas que el Salmo 2 declara:
Se levantan los reyes de la tierra, y los gobernantes traman unidos contra el Señor y contra su Ungido […] Pero yo he consagrado a mi Rey sobre Sion, mi santo monte. Ciertamente anunciaré el decreto del Señor que me dijo: «Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy […] Adorad al Señor con reverencia, y alegraos con temblor. Honrad al Hijo para que no se enoje y perezcáis en el camino, pues puede inflamarse de repente su ira. ¡Cuán bienaventurados son todos los que en Él se refugian! (Biblia de las Américas)
Sin embargo, una vez que estas palabras entran en la Biblia, dejan ya de referirse al rey David o ninguno de sus descendientes en el trono de Jerusalén. Está claro que este Mesías o Hijo de Dios cuya ira es lo mismo que la ira de Dios, tiene que ser algo más que solamente un rey político y militar de un pequeño país como Israel. La presencia de este salmo (y otras expresiones por el estilo) en la Biblia genera una nueva esperanza en un futuro cuando Dios vaya a intervenir mucho más directamente que ahora en el gobierno de los hombres. Aunque el origen de las palabras sea propaganda oficialista en apoyo de la dinastía reinante, su presencia en la Biblia las transforma, de tal suerte que son ahora una promesa mucho más profunda y universal sobre el gobierno divino de nuestras vidas.
Aunque parecería ser que Jesús nunca afirmó rotundamente ser él mismo ese Mesías de las esperanzas de Israel, está claro que muy pronto después de su muerte, resurrección y ascensión al cielo, la Iglesia empezó a utilizar esta expresión —Mesías o Cristo— para referirse a él. Las cartas de Pablo se encuentran entre lo más antiguo de los textos del Nuevo Testamento. Es asombrosa la soltura con que Pablo emplea el término Cristo para referirse a Jesús como si fuese ya no un título de realeza sino, de hecho, un nombre personal de Jesús. Pablo habla normalmente de Jesús como «Cristo», a secas, en lugar de decir «el Cristo» («el Mesías»), que parecería ser lo más correcto. Así de estrecha resulta, entonces, en la mente de los apóstoles, la relación entre la persona de Jesús y la figura del Mesías de las esperanzas que inspiran pasajes como los citados del Salmo 2.
Relacionar la persona de Jesús y la figura del Mesías nos parece absolutamente natural a nosotros, entonces, por cuanto el propio Nuevo Testamento establece esa relación. Pero si nos detenemos a pensar en ello, esa asociación es absolutamente asombrosa, extraordinaria y contraria a toda lógica humana. Sólo se llega a pensar que Jesús pueda ser el Mesías, por revelación del Espíritu:
Todo lo contrario de un rey autoritario, cuyos actos de gobierno divino son duros, inflexibles e inapelables como el propio autoritarismo de los dioses de los paganos, Jesús fue un hombre increíblemente manso e indefenso, pobre, sin riquezas ni «enchufe» ni capacidad para hacer valer su voluntad sobre sus semejantes. Su único poder fue el de su amor y compasión para los que eran tan pobres y estaban tan marginados como él mismo. Amigo de los campesinos, las prostitutas, los enfermos, los galileos y samaritanos y todos los ninguneados por «el sistema», Pilato lo mató con el más absoluto desprecio de su valía después de declararle inocente varias veces. Pilato supo que podía cometer contra él tamaña injusticia, porque Jesús carecía de ningún poder para vengarse.
Declarar «Mesías» a una persona así es, desde luego, tan contrario a toda lógica, que la Iglesia sólo pudo hacerlo por su convencimiento de que en Jesús obraban otras muchas realidades ocultas, invisibles, qué sólo se podían percibir por medio de la fe y la guía del Espíritu Santo.
—D.B. |
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