La madurez cristiana (18)
Madurez y libertad (2º de 2)
por José Luis Suárez
En el número anterior sugería que la libertad es la mayor aspiración humana, pero al tiempo afirmaba que la libertad humana tiene sus límites, ya que termina allí donde uno se la quita a los demás.
Sacando un texto de su contexto, el relato de Génesis 2,15-17 puede ilustrar esa gran verdad de que la libertad del ser humano no es absoluta ni individual.
En Génesis 2,16, Dios dice al hombre: «De todo árbol del huerto podrás comer». Pero a continuación le dice: «Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas, ciertamente morirás».
Propongo que ese árbol del conocimiento del bien y del mal —por cierto misterioso— podría muy bien significar el optar por hacer lo que a uno le da la gana sin tener en cuenta ni a Dios ni a los demás seres humanos, lo cual tiene consecuencias trágicas tanto en el relato de Génesis como en la vida de tantas personas en la historia de la humanidad.
Son pocos los que alcanzan la libertad, el bien más deseado de todos, ya que se necesita una auténtica madurez para vivirla, debido a que son muchas las ataduras que nos lo impiden. Seguramente muchos de los lectores de este artículo pensarán que la esclavitud es parte de la historia triste de la humanidad. Pero yo sugiero que la esclavitud sigue existiendo y que la persona que está en proceso de maduración, debe estar atenta a todas las formas de esclavitud moderna que nos acechan y que nos impiden vivir en auténtica libertad.
Jesús —modelo de libertad— no sólo vivió en libertad sino que también alertó a sus seguidores de algunas ataduras que impiden vivirla, las cuales pueden hasta esclavizar al ser humano.
A continuación enumero algunas de las más frecuentes, para luego terminar con algunos apuntes sobre el precio que tenemos que pagar para vivir en libertad.
Algunas de las ataduras más frecuentes que nos impiden vivir en libertad
1. Ataduras a las posesiones
Las posesiones se han convertido en el mayor tesoro del mundo moderno. Cargamos nuestra mochila con todo aquello que nos parece necesario, no solo para hoy sino para mañana. El poder económico es hoy en día la mayor fuerza que mueve el mundo. Es la enfermedad del mundo occidental. No defiendo en este artículo una aversión al dinero ni a las posesiones, pero sí afirmo que cuando el dinero o las posesiones se convierten en el factor de mayor trascendencia de la vida y el barómetro que guía nuestras decisiones, estamos siendo dominados por el poder de las posesiones. Cuando en nuestra vida nos identificamos con todo aquello que poseemos, nos hemos convertido en esclavos de las posesiones y por consiguiente esta esclavitud nos convierte en seres humanos incapaces de valorar otras realidades de la vida.
Cuando la mayor parte de decisiones que tomamos en la vida tienen como referencia el poder económico, aunque no lo reconozcamos, estamos siendo dominados por aquello de lo que nunca estaremos satisfechos, ya que siempre querremos más y más.
En occidente la identificación nuestra no es con nuestra persona sino con todo aquello que poseemos; medimos nuestro valor como seres humanos en función de todo aquello que tenemos. Sin lo que tenemos nos consideramos seres desprovistos de valor y somos incompletos.
2. Las ataduras del pasado
Son muchas las personas que viven ancladas en el pasado, en aquello que les hubiera gustado hacer y no hicieron. En aquellas equivocaciones que no se han llegado a perdonar. En aquellos agravios que otras personas les hicieron y que no pueden perdonar. Entonces viven en continuo rencor hacia aquellos que les hicieron daño.
Esta semana me enteré de una situación de dos hermanos en enemistad desde hace 20 años. Al fallecer el padre, uno de ellos se negó a ir al entierro por no querer ver a su hermano.
Aprender a liberarnos del pasado de forma que nos sirva de aprendizaje pero no de atadura y que nos permita vivir con alegría, es un desafío para muchas personas en el día de hoy. El perdonarnos y perdonar al prójimo, es soltar un peso de la mochila que llevamos por la vida y que nos impide vivir en libertad.
3. Las ataduras a los triunfos
Ganar y ganar al precio que sea, es una de las grandes adicciones en nuestra cultura. Y como el ganar ocurre muy raramente, si lo que perseguimos en la vida es ganar, nos tocará sufrir y mucho. No estoy en contra de las superaciones personales. Al contrario, la superación debe ser una constante en la vida del ser humano. Pero sí cuestiono el ganar a expensas de que los demás pierdan.
Es interesante observar lo que ocurre cuando perdemos en algo que estamos realizando. El no ganar no significa siempre perder, ya que si durante la realización de lo que estábamos haciendo disfrutábamos, ya hemos ganado. La vida está en el disfrute, no siempre en el ganar. El disfrute siempre es posible aunque el ganar sólo ocurre algunas veces.
Cuando los grandes deportistas de elite se obsesionan por ganar se bloquean, y la mayor parte de las veces pierden. Cuando un buen entrenador dice a sus jugadores de fútbol que disfruten, que se lo pasen bien jugando, son muchas las veces que ganan, además de disfrutar.
Esta es una de las grandes paradojas de la vida, que no vivimos para triunfar, vivimos para disfrutar. Y cuando disfrutamos, algunas veces ganamos. El triunfo está en disfrutar antes que el ganar. Cuando la única preocupación es ganar, nos ponemos tensos, nerviosos, no disfrutamos y entonces perdemos.
La persona en el camino de la madurez, no necesita vencer para sentirse mejor y satisfecho con lo realizado.
4. Las ataduras a los demás
La persona en el camino de la maduración considera que la presencia de los demás en su vida es fundamental para vivir, pero al tiempo no depende de los demás en aspectos tan importantes como la economía y las decisiones.
Toda relación humana es rica en la medida que se vive desde una un actitud de desprendimiento e independencia. La independencia no significa despreocupación por los demás. Todo lo contrario, nos interesan tanto los demás, que deseamos eliminar todo elemento que dificulte una relación de autonomía y libertad.
Una persona se encuentra encadenada cuando vive a expensas de los que otros le den, de lo que opinan y esperan de ella, cuando los demás deciden la vida que uno debe llevar.
5. Las ataduras a tener siempre razón
Me doy cuenta que este empeño en tener siempre razón hace parte de la forma de vida de muchas personas. Mantener a toda costa el propio punto de vista, querer tener siempre razón y en todo, cerrándose a toda posibilidad de ver las cosas de otra manera, muy a menudo se convierte en un tema de sufrimiento. Impide dialogar de forma pacífica con los demás.
¡Qué difícil es reconocer la propia ignorancia! El dogmatismo de creer que siempre tenemos razón, que lo sabemos todo, nos aleja de los demás en lugar de acercarnos a ellos. Una buena tarea educativa con los niños es enseñarles desde su tierna infancia a decir «No sé», «No tengo ni idea», «No entiendo».
Vivir sin la pretensión de tener siempre razón, nos permite mostrarnos tal como somos, personas vulnerables, capaces de cambiar y de reconocer equivocaciones. Cuando esto ocurre estamos en el camino de la libertad para amar, servir, aprender, caminar con otros y dejar que la vida nos sorprenda.
El precio que debemos pagar por vivir en libertad
Jesús, modelo de libertad, nos enseñó con sus palabras y vida que él fue asombrosamente libre. Interpretó el deseo del Padre en aquella sociedad en la que vivió, de forma que lo más importante, el amor sin reserva hacia los más necesitados, tuviera prioridad sobre todo lo demás. La libertad de Jesús la encontramos en que no tuvo miedo a nada, empezando por expulsar a los mercaderes del templo. Al final no tuvo miedo ni del mismo Pilatos, procurador romano, que le condenó a muerte. Jesús no estaba sometido a la presión de los deseos y falsas necesidades.
Jesús no estaba atado ni a las posesiones, ni al pasado, ni a los triunfos ni a los demás, ni siquiera a demostrar que tenía razón en todo aquello que afirmaba. No estaba atado a nada ni a nadie, porque su libertad no consistía en buscar su propia libertad, su propio bien, sino el bien y la salvación del ser humano.
Jesús demostró con su manera de vivir que la libertad siempre tiene un precio. Que implica la liberación de los apegos a las cosas, a la necesidad del éxito, a mantener una buena imagen y sobre todo, a buscar la libertad exclusiva de uno mismo.
Para la persona en el camino de la maduración, el precio de la libertad no es otro que buscar el bien común: todo aquello que es lo mejor para la familia humana y no únicamente para uno. Porque no somos individuos aislados sino parte de un todo mayor que uno mismo. Entonces es ese todo lo que determina la libertad.
Mi propuesta es que la libertad en definitiva radica en un cambio profundo de paradigma, en el que la libertad humana nunca debe ser sólo personal, sino de todos aquellos con los que nos relacionamos y en última instancia de toda la humanidad. Esto quiere decir que debemos trabajar y vivir para el bien común de toda la colectividad humana. Cuando pretendemos vivir la libertad como experiencia personal sin tener una mirada a la colectividad humana, nos puede acontecer lo que nos describe «El cuento del ratón, la gallina, el cordero y la vaca», que pasaré a contar.
Para poder ir más lejos
Buscando la libertad de nuestros semejantes encontramos la nuestra.
Una mañana un ratón, mirando por el agujero en la pared de su escondite, vio al granjero y a su esposa abriendo un paquete. Se preguntó: «¿Qué tipo de comida podía haber allí?» Quedó aterrorizado cuando descubrió que era una trampa para ratones. Fue corriendo al patio de la granja para advertir a todos:
—¡Hay ratoneras en la casa!
La gallina, que estaba cacareando y escarbando levantó la cabeza y dijo:
—Discúlpeme, señor ratón. Yo entiendo que es un gran problema para usted, pero a mí no me perjudica en nada y no me incomoda.
El ratón fue hasta el cordero y le dice:
—¡Hay una ratonera en la casa!
–Disculpe, señor ratón. No hay nada que pueda hacer por usted. Le recordaré en mis oraciones, porque su vida corre peligro.
El ratón se dirigió entonces a la vaca, que después de la información del ratón, le dijo:
—¿Pero acaso estoy yo en peligro? Pienso que para nada me afecta.
Entonces el ratón volvió a su casa, preocupado y abatido, porque debía encarar él solo el tema de la ratonera.
Aquella noche se oyó un gran barullo como el de una ratonera atrapando a su víctima. La mujer del granjero corrió para ver lo que había atrapado. En la oscuridad, ella no vio que la ratonera había atrapado la cola de una serpiente venenosa. La serpiente picó a la mujer. El granjero la llevó inmediatamente al hospital. Ella volvió a casa con fiebre. Todo el mundo sabe que para alimentar a alguien con fiebre, nada mejor que una sopa. El granjero agarró la gallina y la mató como ingrediente principal de la sopa. Como la enfermedad de la mujer continuaba, los familiares fueron a visitarla. Para alimentarlos, el granjero mató al cordero. La mujer no mejoró y acabó muriendo. Entonces el granjero tuvo que vender la vaca al matadero para cubrir los gastos del funeral.
«La esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno mismo» (Séneca).
«Hemos levantado la estatua de la libertad sin haber construido primero la de la responsabilidad» (Viktor Frankl). |