El Mensajero
Nº 104
Octubre 2011
Diccionario de términos bíblicos y teológicos

pacto / alianza / testamento — Fundamentalmente un concepto polí­tico que indica el compromiso mutuo de no agresión y de apoyo militar.  En la Biblia el empleo más típico de las palabras que indican esta relación es metafórico: Son los términos de la relación jurada entre Dios y su pueblo Israel.

Existen ejemplos interesantes en documentos de reinos del entorno de Israel en la antigüedad, donde se esti­pula un pacto entre reyes y sus vasa­llos.  Si para el pacto entre Dios y su pueblo se ha seguido un modelo típico en las relaciones internacionales, entonces, eso tal vez nos explica cómo había que entenderlo.  Israel debe a su Señor lealtad absoluta y obediencia en los temas estipulados.  En cambio, el Señor también se com­promete «políticamente», por cuanto les promete un territorio nacional, provisión abundante y protección de todos sus enemigos —cosas que habi­tualmente esperaríamos de nuestros gobernantes.

En el pacto del Señor con la dinas­tía del rey David, si todos ellos se mantienen leales al Señor y cumplen las conductas que él manda, su dinas­tía será eterna. El pacto del Señor con Abraham, sin embargo, destaca por ser incondi­cional.  El soberano, Dios, se compro­mete a darles descendencia numerosa en la tierra prometida, pero sin pedir nada a cambio.  Es cierto que Abra­ham creyó y que esa fe le fue contada por justicia.  Pero creyó lo que Dios ya le había pactado antes de que él pudiera creérselo.

Una diferencia importante entre la fe bíblica según la viven los judíos y los cristianos, reside en su concepción del pacto.  Los judíos tienen interiori­zado el pacto con Dios como una de sus señas de identidad personal, fami­liar y nacional.  Por el hecho de haber nacido israelita y haber recibido la circuncisión, el judío se sabe heredero de las promesas eternas de Dios a Abraham.  El judío no necesita creer sino obedecer o cumplir lo estipula­do en el pacto.  El judaísmo, entonces, no consiste en doctrinas de obligada creencia —ni siquiera es necesario creer en la propia existencia de Dios — sino que necesita cumplir los mandamientos.  Se cuenta que en uno de los campos de concentración de los nazis, donde murieron millones de judíos sin que Dios jamás pareciera interesarse, algunos judíos convoca­ron un tribunal para juzgar si Dios existe.  Presentados los argumentos por los abogados de una parte y de la otra, el rabino que presidía el tribunal dictó su sentencia: Dios no existe.  Y de inmediato declaró:

—Y ahora ha llegado la hora de nuestra oración vespertina.  Oremos, hermanos.

Si los cristinos dejáramos de creer que Dios existe, dejaríamos también de orar ni de conducirnos como man­dan los mandamientos.  Pero a aque­llos judíos no les parecía que una cosa guardase relación con la otra.  ¡Ellos seguirían fieles al pacto aunque Dios fuera infiel hasta el extremo de dejar de existir!  O aunque habían dejado de creer que existe, que es casi lo mismo.

El pacto nuevo o «Nuevo Testa­mento» de los cristianos, sin embargo, tiene la creencia y la doctrina como uno de sus pilares más esenciales.  Esto ha hecho del cristianismo una fe mucho más intelectual y abstracta, extraordinariamente interiorista, donde para obtener la vida eterna es necesario entender y estar de acuerdo con ciertas ideas sobre la realidad.  Sin embargo probablemente no es así como entendían las cosas los após­toles.  «Guardar la doctrina de los apóstoles», en el lenguaje del Nuevo Testamento, probablemente tiene mucho más de ceñirse a las conductas enseñadas por Jesús, que de convenci­miento mental.  Guardaba la doctrina de los apóstoles quien entregaba a la comunidad todos sus bienes, aunque no tuviera del todo claro lo que decían los apóstoles acerca de Cristo o de la resurrección.

Uno no se salvaba de la ira de Dios por sus ideas sino porque el Espíritu de Cristo era tan poderoso en su inte­rior, que amaba como Jesús, entregán­dose en cuerpo y obras a favor del prójimo, como ya lo había hecho Jesús.  Entonces el pacto nuevo o «Nuevo Testamento» tiene mucho de continuidad con el Antiguo:

Dios ha intervenido primeramente, soberana­mente, como Salvador.  ¡Nadie puede salvarse a sí mismo!  Y ahora corres­ponde vivir como Dios manda, por gratitud y por cohe­rencia personal.  A cambio, Dios promete seguir prove­yendo y prote­giendo.  Aunque los mártires siempre han comprobado que esa provisión y protección no es auto­mática. A veces toca sufrir y morir por Cristo, por la Iglesia y por el prójimo… y Dios no interfiere.  En cualquier caso, al sabernos «pueblo del pacto», seguiremos actuando como Jesús —confian­do que Dios cumplirá con su parte de lo acordado como a él le parezca justo.

—D.B.

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